Se entienden por hambre la desnutrición y las “molestias asociadas con la falta de alimento”. Dice la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que “el consumo de 1.800 kilocalorías por día es el mínimo requerido para vivir una vida saludable y productiva”. La kilocaloría es la unidad de energía térmica de mil calorías.
Sin embargo, en la política el término hambre se usa como sinónimo de >pobreza, esto es, para denotar una extrema penuria de la gente.
El hecho de que las dos terceras partes de la población del planeta pasen hambre demuestra que ella es un elemento fundamental de la política de nuestros días. Muchos fenómenos sociales se explican en función del hambre. Sin embargo, la relación forzosa de causa a efecto con la revolución —que es una de las más extendidas creencias de nuestro tiempo— no ha podido probarse históricamente. La pobreza eventualmente conduce a la violencia y a la criminalidad pero no necesariamente a la revolución, aunque bajo determinadas condiciones puede ser un factor coadyuvante.
La >revolución no la han hecho los hambrientos. Al menos la iniciativa revolucionaria no ha partido de ellos. Su propia condición de pobreza, ignorancia y abulia no les ha permitido insurgir y romper las cadenas. La revolución la han planificado y realizado representantes de las capas medias lúcidas, con plena conciencia de las disparidades económicas imperantes en la sociedad. De sus filas han salido los jefes revolucionarios. A veces, incluso, han dirigido acciones insurgentes elementos disidentes de la propia clase dominante que por razones de <altruismo han abrazado la causa revolucionaria en contra de sus intereses personales. No hay más que recordar los apellidos de muchos de los caudillos revolucionarios de todos los tiempos. Allí se encontrará la prueba de que no hay una relación directa, como la que algunos pretenden hallar con poco sentido crítico de la historia, entre hambre y revolución, y de que no es tan cierto aquello de que los pobres hacen la revolución “porque no tienen nada que perder salvo sus cadenas”, como decía el >Manifiesto Comunista.
Tiene mucho que ver con esto la exaltación del hambre y la pobreza que suelen hacer algunas religiones para inculcar resignación en quienes las sufren. Las presentan como el camino más directo hacia la bienaventuranza eterna y emiten explícita o subliminalmente el mensaje de que la pobreza es una bendición para los fines de la vida ultraterrena, por aquello de que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico se salve, que consta tanto en el Talmud como en la Biblia y en otros libros de las religiones orientales. Con lo cual siembran en la sociedad el conformismo y la idea de que la penuria es un hecho “natural”, inevitable y redentor.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas afirmó en septiembre del 2009 que la hambruna en el mundo alcanzó su nivel más alto de la historia, con más de mil millones de personas afectadas por la escasez de alimentos. Cada seis segundos un niño moría en ese año por causas relacionadas con el hambre. La falta de alimentos afectaba a 642 millones de personas en Asia y el Pacífico, 265 millones en África subsahariana, 53 millones en América Latina y el Caribe, 42 millones en en el Oriente Medio y África del norte y 15 millones en los países del mundo desarrollado. El 65% de quienes padecían hambre vivía en siete países: India, China, República Democrática del Congo, Bangladesh, Indonesia, Pakistán y Etiopía.
En iguales términos se pronunció la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que afirmó que en ese año existían mil veinte millones de seres humanos que carecían de alimentos suficientes en el planeta.
La directora ejecutiva del PMA, Josette Sheeran, manifestó además que, de un presupuesto de 6.700 millones de dólares que necesitaba en ese año para hacer frente a la situación, contaba solamente con 2.600 millones. La funcionaria atribuyó la situación calamitosa a “dos tormentas que han coincidido y están golpeando al mundo”: la crisis financiera internacional que comenzó a finales del 2008 y el encarecimiento de los alimentos.
Sin embargo, tres años después —año 2012— la FAO informó que la cifra de la desnutrición crónica mundial había bajado a 868 millones de personas, que representaban cerca del 12,5% de la población mundial: 304 millones en Asia meridional, 234 millones en África subsahariana, 167 millones en Asia oriental, 65 millones en Asia sudoriental, 49 millones en América Latina y el Caribe, 25 millones en Asia occidental y África del norte.
De la cifra total, el 16% correspondía a los países desarrollados. De modo que la geografía del hambre estaba ubicada en las regiones subdesarrolladas del planeta.
El Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias y las organizaciones no gubernamentales Welthungerhilfe de Alemania y Concern Worldwide de Irlanda, conjuntamente, realizan la medición del hambre en el mundo y, ponderando tres indicadores combinados: desnutrición, bajo peso infantil y mortalidad infantil, formulan anualmente el Índice Global del Hambre —Global Hunger Index (GHI)— y clasifican a los países en función de sus realidades alimentarias.
En el marco de una escala de cien puntos, en la que cero representa la mejor calificación, las mencionadas corporaciones de investigación formularon en el 2012 un escalafón de los países en la geografía del hambre. Burundi ocupó el primer lugar en desnutrición, con el índice de 37,1 puntos, seguido de Eritrea con 34,4 puntos, Haití 30,8, Etiopía 28,7, Chad 28,3, Timor Oriental 27,3 y República Centroafricana 27,3. Salvo Haití y Timor Oriental, todos estos son países africanos.
En América Latina y el Caribe los diez países con niveles de hambre “alarmantes” fueron: Haití 30,8 puntos, Guatemala 12,7, Bolivia 12,3, República Dominicana 10, Nicaragua 9,1, Honduras 7,7, Ecuador 7,5, Perú 7,4, Guyana 7,2 y Panamá 7.
Sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), en su estudio conjunto sobre seguridad alimentaria en América Latina y el Caribe presentado en Montevideo a finales de noviembre del 2012, sostenían que la cifra de 66 millones de personas que en 1990 padecían hambre en la región había disminuido a 49 millones en el 2012 —una baja del 24,2%—, si bien reiteraban que América Latina era todavía la zona de mayor desigualdad económica y social en el planeta.
Lo cual resultaba antinómico en una región rica en tierras fértiles, recursos naturales, diversidad climática y diferencias y complementariedades en la producción de alimentos, que le daban muy amplias potencialidades de producción.
Para bajar los índices de pobreza y hambre el mencionado informe recomendaba impulsar el comercio intrarregional de alimentos y profundizar la integración económica regional con políticas concertadas, inversiones conjuntas, apertura de mercados, acuerdos transfronterizos y otras acciones conjuntas de seguridad alimentaria.
A mediados de febrero del 2017 el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia —United Nations International Children´s Emergency Fund (UNICEF), fundado en Nueva York el 11 de diciembre de 1946— afirmó que cerca de 1.400 millones de niños estaban amenazados por hambruna en Nigeria, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. Nicolás Peissel, coordinador de la Organización Médicos sin Fronteras (OMS), al clamar al mundo por asistencia humanitaria para esos pueblos africanos, declaró en aquellos días que "la extrema violencia ha tenido un gran impacto en la capacidad de las personas para satisfacer necesidades básicas, como agua potable, suministro de comida, refugio y atención médica". Esto se debía a la ineptitud y corrupción de sus propios gobiernos, a la violencia, a los conflictos armados, a las cruentas guerras civiles, carencias de refugio, egoísmo de las clases dominantes, inseguridad alimentaria, escasez de agua potable, falta de hospitales y catastróficas sequías. Todo lo cual condujo a la aguda malnutrición de grandes masas de la población.