Fue una ficción jurídica forjada por el Derecho Internacional clásico en virtud de la cual se consideraba que las sedes diplomáticas, los domicilios de sus agentes y los barcos de guerra constituían “territorio” del Estado cuya representación y bandera ostentaban y que, por tanto, en ellos regían las leyes del país de origen y no las del lugar en donde se encontraban.
1. Origen y finalidades. Esta teoría entrañaba la ilusión jurídica de que la sede de la misión diplomática constituía territorio del Estado acreditante enclavado en el Estado receptor y que por tanto tenía las mismas características de inviolabilidad e inalienabilidad que el >territorio estatal.
Su objetivo fue garantizar la independencia y libertad de acción de las personas que representaban a un Estado extranjero. Fue enunciada originalmente en el siglo XVII por el filósofo y jurista holandés Hugo Grocio (1583-1645), considerado como el padre del Derecho Internacional, e inspiró durante mucho tiempo los actos y las relaciones diplomáticos entre los Estados. Los puntos de vista de Grocio fueron recogidos por el Congreso de Viena reunido en 1815 que, al sistematizar el ejercicio de la función diplomática, estableció en ella grados y jerarquías, dictó normas de comportamiento y reglamentó franquicias e inmunidades. Implantó los privilegios diplomáticos denominados droit de chapelle, que permitió a los funcionarios acreditados en un país practicar su propia religión; el droit de quartier, de inmunidad respecto de la policía local; y el droit de l’hòtel, que fue la creación de la ficción de la extraterritorialidad de las sedes diplomáticas, colocadas por lo mismo fuera de la jurisdicción del país sede.
Según esta teoría, los espacios físicos ocupados por la embajada de un país extranjero y por la residencia de su embajador son enclaves territoriales del Estado acreditante en el suelo del Estado receptor, en los cuales rigen las leyes de aquél. De modo que todos los actos ejecutados dentro de los edificios diplomáticos o de las residencias de los embajadores están regidos por la jurisdicción del Estado extranjero. El juzgamiento por la comisión de un delito, por ejemplo, corresponde a los jueces y tribunales del país de origen de los agentes diplomáticos y no a las judicaturas del Estado ante el cual ejercen su representación. Y lo mismo ocurre en los demás ámbitos legales: el civil, el laboral, el administrativo. Los agentes diplomáticos gozan de inmunidad y no pueden ser enjuiciados por las autoridades locales ni bajo sus leyes, sino únicamente por los jueces y leyes de su país. Todo esto fundado en la ficción de la extraterritorialidad, es decir, en la consideración de que el ámbito físico de las sedes diplomáticas constituye una prolongación del territorio del Estado cuya representación ejercen.
La teoría de la extraterritorialidad creó una excepción al principio de la territorialidad de la ley, tal como se lo conoce en el Derecho Político, es decir, al principio de que la ley de un Estado rige en todo su ámbito territorial.
Durante los siglos XVII y XVIII la franchise de l’hotel, fundada en la teoría de la extraterritorialidad, se aplicó tan abusivamente que suscitó fuertes reacciones.
2. Superación de la teoría de la extraterritorialidad. A mediados del siglo XVIII el jurista suizo Emmerich de Vattel (1714-1767), uno de los grandes internacionalistas de su época, propuso otra teoría para justificar el tratamiento de excepción que debe darse a los miembros del servicio diplomático extranjero. Planteó el criterio funcional en lugar del extraterritorial. Argumentó que la inviolabilidad de los miembros de las misiones diplomáticas se debía a que, si sus personas no estuvieren a cubierto de toda violencia, “el derecho de los embajadores sería precario y su éxito muy incierto” y que, por tanto, los privilegios e inmunidades deben concederse en razón del mejor desempeño de las funciones diplomáticas y no en interés de las personas ni en función de la extraterritorialidad.
Este fue el criterio que adoptó más tarde la Convención de Viena de 1961, como luego lo veremos.
Con lo cual se reafirmó el principio de que el <Estado es una entidad esencialmente territorial. Todas sus manifestaciones —soberanía, poder político, ley, nacionalidad— están referidas al territorio. El territorio es un elemento indispensable para que exista un Estado. La ley rige, sin excepciones, en su espacio físico y obliga por igual a todas las personas y corporaciones que están dentro de sus límites, de conformidad con el viejo principio romano de que leges non obligant extra territorium. Este es el principio de la territorialidad de la ley, que en el pasado encontró una forzada excepción en la teoría de la extraterritorialidad, en cuanto sustrajo del cumplimiento de la ley local a las sedes y domicilios diplomáticos y a los barcos de guerra de bandera extranjera.
La teoría de la extraterritorialidad, aparte de su incidencia en el Derecho diplomático, tuvo efectos en el campo del Derecho Civil, Penal, Laboral y Tributario de los países.
Pero este concepto ha sido superado en el Derecho Internacional contemporáneo. La Convención de Viena de 1961 hizo hincapié en que las misiones diplomáticas son los órganos institucionales de las relaciones entre los Estados, con independencia de las personas que las integran. Se produce, para decirlo de alguna manera, una “despersonalización” de esas relaciones. Por tanto, la concesión de las prerrogativas diplomáticas tiene un carácter funcional y no personal. Por eso la Convención expresa en su preámbulo que “tales inmunidades y privilegios se conceden, no en beneficio de las personas, sino con el fin de garantizar el desempeño eficaz de las funciones de las misiones diplomáticas en calidad de representantes de los Estados”.
En la práctica de las relaciones diplomáticas se observa además la noción de la reciprocidad. Lo cual quiere decir que los privilegios e inmunidades que se reconocen a los miembros del servicio exterior acreditado en un país, en el marco de las convenciones internacionales, están de alguna manera condicionados a la reciprocidad, es decir, al tratamiento que el otro Estado da a sus misiones dilomáticas. Esto significa que un Estado otorga a los diplomáticos extranjeros exactamente el mismo tratamiento que el que sus representantes reciben en los correspondientes Estados.
La reciprocidad —que consiste en responder a las acciones de un Estado con acciones cualitativa y cuantitativamente similares— es un principio importante en el Derecho Internacional y en las relaciones entre los Estados. Muchas cosas se resuelven bajo este criterio dado que el orden internacional se sustenta en un sistema de derechos y deberes recíprocos entre Estados jurídicamente iguales. De modo que el criterio de reciprocidad tiene un amplio espacio en las relaciones interestatales.
3. La extraterritorialidad de los barcos y aviones. Los únicos casos en los que aún tiene vigencia la teoría de la extraterritorialidad, para evitar un vacío de autoridad y de legislación, son los de los barcos de guerra y mercantes que surcan aguas internacionales y de los aviones militares o privados en el espacio aéreo internacional. Ellos llevan consigo durante la travesía las leyes del Estado cuya bandera ostentan. Por tanto, sus tripulantes y pasajeros están sometidos a esa jurisdicción nacional no obstante el hecho de que físicamente navegan por la <altamar o por el espacio aéreo internacional, esto es, están fuera del territorio de su Estado.
Esta teoría se debe al presidente James Madison de los Estados Unidos, quien en su mensaje de guerra del primero de junio de 1812 afirmó que en el altamar no debe aplicarse otra jurisdicción que “el Derecho de las naciones y las leyes de los países a los que pertenecen los barcos”. Más tarde, en 1842, Daniel Webster, Secretario de Estado norteamericano, ante una amenaza de requisa de Inglaterra —a la sazón, la primera potencia marítima del mundo— sobre los barcos estadounidenses en altamar, dirigió una carta al Ministro de Relaciones Exteriores inglés en la que afirmaba que “todos los barcos mercantes que se encuentran en el mar deben ser considerados legalmente como parte del territorio del país a que pertenecen”.
Allí se originó la idea de que los barcos eran una suerte de “partes flotantes del territorio del Estado” o prolongaciones del mismo, de manera que todo lo que aconteciera a bordo de ellos era considerado como ocurrido en territorio nacional. Y la misma teoría se extendió más tarde a los aviones.
La ficción de la extraterritorialidad de los barcos, aun cuando ha sido impugnada como “figura retórica” o “metáfora” por algunos tratadistas, fue confirmada repetidamente por las decisiones de los tribunales británicos, norteamericanos y de otros países.
En nuestro ámbito regional, la Sexta Conferencia Internacional Americana reunida en 1928 en La Habana aprobó el Código de Derecho Internacional Privado, mejor conocido como Código Sánchez de Bustamante, en el que después de sentar como principio que “las leyes penales obligan a todos los que residen en el territorio” estatal, es decir, después de afirmar la tesis de la territorialidad de la ley, señala como excepciones: a) el caso de los barcos de guerra en altamar o en aguas territoriales extranjeras, que están sometidos a la jurisdicción del Estado cuya bandera ostentan; b) el de los aviones militares que sobrevuelan el espacio aéreo internacional o el territorio aéreo de otro Estado, en cuyo interior rige la ley del Estado al que pertenecen; y c) las naves y aeronaves comerciales o privadas en altamar o en el espacio aéreo internacional, en las cuales rigen las leyes de su país de origen.
En estos casos se considera que las naves y aeronaves son partes “flotantes” o “volantes” del territorio del Estado al que pertenecen y, por consiguiente, todo lo que a bordo de ellas suceda será juzgado por las leyes y autoridades de su país.
El Código Sánchez de Bustamante manda que los delitos cometidos a bordo de naves y aeronaves militares serán siempre juzgados por los jueces y tribunales del Estado cuya bandera ostentan, independientemente del lugar por donde estén al momento de la comisión de la infracción. El Estado local tiene derecho a oponerse a que una nave militar ingrese en su territorio o a expulsarla de él pero no a juzgar a sus tripulantes ni pasajeros por acciones delictivas perpetradas en el interior de ella. Están a su alcance procedimientos diplomáticos más no judiciales para actuar contra ellos.
El problema es diferente con relación a los barcos y aviones privados. La jurisdicción del país de origen opera solamente mientras ellos están en su territorio o en espacios marítimos y aéreos internacionales. Desde el momento en que ingresan al ámbito territorial de otro Estado quedan totalmente sometidos a las leyes y autoridades de éste, cuyos tribunales son los competentes para juzgar las acciones delictivas cometidas a bordo.
Queda claro, entonces, que los barcos y los aviones privados —sean mercantes, comerciales, científicos, de turismo o de cualquier otra clase— mientras surquen aguas y aires territoriales de otro Estado están sometidos a la jurisdicción de éste.
Sin embargo, según manda el Código Sánchez de Bustamante, los llamados “delitos contra el Derecho Internacional”, que son, entre otros, la piratería, la trata de negros, el comercio de esclavos, la trata de blancas, la destrucción de cables submarinos y los demás delitos de la misma índole, cometidos en altamar o en el aire libre, se castigarán por el captor de acuerdo con sus leyes penales. Esto lo manda el artículo 308 de este Código de Derecho Internacional Privado. Habría que entender que entre “los demás delitos de la misma índole”, a los que se refiere el precepto, están comprendidos el >terrorismo y el >narcotráfico.
Sin embargo, el Código Sánchez de Bustamante tiene solamente un alcance regional. En el ámbito mundial se han desarrollado dos prácticas sobre esta materia: la francesa e italiana y la inglesa y norteamericana, cada una de las cuales ha generado sus propios principios y procedimientos.
La práctica de Francia y de Italia concede importancia decisoria, en la aplicación de la ley penal sobre los barcos mercantes y privados que se encuentran dentro de sus aguas territoriales, al “impacto” que un delito cometido en ellos haya causado en el área del puerto. Si no ha trascendido hacia el exterior, si no ha perturbado la vida y el orden portuarios, el delito debe ser juzgado por las autoridades del Estado cuya bandera lleva la nave. Pero si el acto punible ha repercutido en el orden exterior del puerto y lo ha intranquilizado, la ley local es la que debe sancionarlo. La doctrina francesa arranca de la Ordenanza de la Marina Mercante expedida el 29 de octubre de 1883. Ella introdujo incluso sutiles distinciones en torno a si el delito fue cometido contra un miembro de la tripulación o contra una persona ajena a ella para efectos de señalar el juez competente.
La doctrina inglesa y norteamericana, en cambio, es mucho más rígida: aplica sin distingos la ley del Estado donde se encuentra el barco mercante o privado. No deja posibilidad alguna de que intervenga la ley extranjera. También Alemania sigue el criterio de que las naves mercantes están sometidas a la ley penal del Estado en cuyas aguas territoriales navegan o están acoderadas.
Bajo la preocupación por las acciones de secuestro de aeronaves, se han reunido en las últimas décadas tres conferencias internacionales para analizar el tema. La primera en Tokio en 1963, la segunda en La Haya en 1970 y en Montreal la tercera, en 1971.
El tema central de estos encuentros fue el de las infracciones cometidas a bordo de aeronaves comerciales. No solamente las infracciones de orden penal sino también los actos que pongan o puedan poner en peligro la seguridad de las aeronaves o de sus pasajeros.
En el Convenio de Tokio del 14 de septiembre de 1963 se estableció el principio de que el Estado competente para juzgar esos actos es el de la matrícula de la aeronave, aunque ante la presencia de diversas circunstancias se admite también que otro Estado pueda ejercer su jurisdicción penal sobre ellos.
El Convenio de La Haya suscrito el 16 de diciembre de 1970, referente a la represión del apoderamiento ilícito de naves aéreas, establece la competencia concurrente de los 109 Estados suscriptores para la aprehensión y castigo de los delincuentes que se encuentren en su territorio o para la extradición de ellos. Los Estados están obligados a tomar una de estas dos decisiones: o castigan a los delincuentes o los extraditan, bajo el principio de aut dedere aut punire. Lo que no se admite es la impunidad.
Ciento tres Estados firmaron el 23 de septiembre en 1971 el Convenio de Montreal sobre la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación. En él se repite la opción alternativa de los Estados de aplicar su jurisdicción penal contra los delincuentes o tramitar la extradición de ellos al país que los quiera castigar. En este instrumento se amplía la enumeración de actos delictivos contra la seguridad de la aviación. Ya no es solamente el apoderamiento ilícito de una aeronave sino también cualquier ataque contra la aeronave, las personas a bordo o los bienes que se transportan.
Estas son las implicaciones que tiene el principio de la extraterritorialidad, no obstante que ha sido superado ya en los ámbitos diplomáticos, con respecto a los quehaceres de la navegación marítima y aérea.