Al sentar las bases de la futura integración económica y política de Europa, el Tratado de la Unión Europea —conocido también como Tratado de Maastricht— celebrado el 7 de febrero de 1992, ratificado en fechas distintas por los Estados suscriptores y en vigor desde finales de 1993, previó entre otras metas la formación de la Unión Económica y Monetaria (UEM), la implantación de la moneda única y la institucionalización del Banco Central Europeo (BCE) para regir la política monetaria común.
En cumplimiento de tales metas se estableció el primero de enero de 1999 la moneda única —el euro— en once países de la Unión Europea, destinada a reemplazar a las monedas nacionales en el marco de un solo mercado financiero y de una política monetaria unificada.
Fue un acontecimiento histórico de enorme significación puesto que desde los tiempos del Imperio Romano era la primera vez que una amplia zona de Europa tenía la misma moneda. Por supuesto que fue un proceso largo y trabajoso que se inició a finales de los años 60 del siglo pasado con el plan Werner —que llevó el nombre de Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo en aquel tiempo— encaminado a conducir a los países europeos hacia la unión monetaria. Y aunque este plan no prosperó en ese momento, la semilla dio sus primeros frutos una década más tarde cuando la Comunidad Económica Europea (CEE) creó el nuevo sistema monetario y alcanzó impulso diez años después cuando Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea, formuló su informe —denominado plan Delors, aprobado en la cumbre de Madrid en diciembre de 1989— que condujo hacia el Tratado de Maastricht donde se estableció el marco jurídico para la moneda única.
El nombre de la nueva moneda fue adoptado por el Consejo Europeo de Madrid de diciembre de 1995, a propuesta de la delegación alemana. Se buscaba una palabra sencilla, pronunciable en todas las lenguas europeas. Su símbolo fue diseñado a partir de la letra griega épsilon y fue incluido en los teclados de los ordenadores y en los cheques bancarios y documentos de cambio.
El proceso de implantación del euro ha comprendido varias etapas a lo largo de casi tres décadas, desde que se planteó la idea de la moneda única. Se empezó la coordinación de las políticas económicas, se eliminaron progresivamente las restricciones para el movimiento de capitales, se creó el Instituto Monetario Europeo con sede en Frankfurt —que fue el sistema unificado de los bancos centrales—, entró en vigor el Tratado de Maastricht, se acordó el criterio de convergencia a fin de aproximar los índices de inflación, déficit fiscal, tasas de interés, deuda pública y tipos de cambio y, en función de ellos, se designó a los países habilitados para participar en la Unión Económica y Monetaria (UEM). La última etapa se inició el 1 de enero de 1999 en que entró el vigencia el euro en el mercado financiero de los once países calificados y se extendió hasta el 1 de julio del 2002 en que se pusieron en circulación los billetes y monedas comunes.
Los órganos comunitarios para el diseño, planificación y ejecución de la política monetaria única son el Sistema Europeo de Bancos Centrales (European System of Central Banks) y el Banco Central Europeo (BCE), con su sede en Frankfurt. El Banco Central Europeo empezó a operar el 1 de julio de 1998 y remplazó al Instituto Monetario Europeo.
El Sistema Europeo de Bancos Centrales —que agrupa al Banco Central Europeo y a los bancos emisores de los países de la comunidad— es el organismo multinacional encargado de definir y trazar la política monetaria común. Está dirigido por un presidente asistido por un comité ejecutivo (Executive Board) de seis miembros y por un consejo de gobierno (Governing Council) más amplio compuesto por los miembros del comité ejecutivo y los presidentes de los bancos centrales nacionales.
Las más importantes decisiones para preparar el establecimiento de la unidad monetaria se tomaron en el Consejo de la Unión Europea celebrado en Madrid en diciembre de 1995, en el que se definió la cronología para alcanzar este objetivo, y en las cumbres de Dublin un año después y de Amsterdam en junio de 1997, donde se estableció la infraestructura legal.
El 2 de mayo de 1998 el Consejo de la Unión Europea, al que en esa ocasión asistieron los jefes de Estado y de gobierno de los países miembros, reconoció de acuerdo con las estipulaciones del Tratado de Maastricht que Alemania, Austria, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos y Portugal cumplían las condiciones establecidas en el denominado criterio de convergencia para participar como miembros iniciales de la Unión Económica y Monetaria de Europa (UEM) y adoptar la moneda única. Grecia no reunía todavía tales condiciones e Inglaterra, Suecia y Dinamarca expresaron su deseo de mantenerse provisionalmente fuera de ella.
El criterio de convergencia —convergence criteria— buscó alcanzar una relativa homogeneidad entre los países miembros de la Unión Europea en cuanto a los índices de precios, los tipos de cambio, el equilibrio fiscal, las tasas de interés y, en general, las políticas económicas, para que ellos pudieran participar en el programa de la moneda común. Representó un gran esfuerzo de aproximación de los principales indicadores macroeconómicos: la tasa de inflación anual no debía exceder en más del 1,5% de la cifra de los tres Estados miembros que tenían la inflación más baja; el déficit fiscal no podía sobrepasar el 3% del PIB en cifras de 1997; la deuda pendiente de pago no podía ser mayor del 60% del PIB calculado para 1997; la moneda debía haber permanecido estable en la banda de fluctuación del sistema monetario europeo durante los dos años anteriores; y los tipos de interés a largo plazo no habían de exceder en más de un 2% del nivel medio de los tres Estados miembros con la menor inflación.
En estas condiciones el euro empezó a operar en los mercados financieros de los once países el primero de enero de 1999 aunque la circulación de sus billetes y de su moneda fraccionaria comenzó a partir del primero de enero del año 2002, fecha en la que ya se había incorporado Grecia al proceso de la nueva moneda.
Al comenzar el año 2009 ingresaron a la zona del euro cinco Estados más: Grecia (2001), Eslovenia (2007), Chipre (2008), Malta (2008) y Eslovaquia (2009). De modo que, con los once Estados originales, eran ya dieciséis sus participantes, con alrededor de 320 millones de personas que usaban la moneda única.
Las denominaciones de los billetes son de 5, 10, 20, 50, 100, 200 y 500 euros. Cada uno de los siete billetes, de acuerdo con su denominación, tiene un color dominante: gris, rojo, azul, naranja, verde, marrón y púrpura, para facilitar su diferenciación. El anverso de ellos lleva el número representativo de su valor, la grafía latina EURO —con su equivalente en griego EYPO— y un dibujo de elementos arquitectónicos representativos —pórticos y ventanales— de siete épocas distintas de la cultura europea: la clásica, la románica, la gótica, la renacentista, la barroca y rococó, la época de la arquitectura del hierro y el vidrio, y la arquitectura moderna del siglo XX; y el reverso muestra puentes que representan los estilos arquitectónicos de las siete diferentes épocas. El diseño pertenece al dibujante austriaco Robert Kalina, empleado del Banco Central de su país, quien ganó el concurso de la primera generación de euros convocado en 1996 por el Instituto Monetario Europeo (IME), que luego se convirtió en el Banco Central Europeo. El objeto del concurso fueron las “épocas y estilos de Europa”, pero con la prohibición de reproducir imágenes susceptibles de ser asociadas con un país determinado. Kalina se decidió entonces por la representación de ventanas, puertas y puentes de las diferentes épocas históricas que simbolizan “el espíritu de franqueza y cooperación de la Unión Europea”. En uno de sus bordes los billetes llevan además el valor grabado en signos Braille para que los ciegos puedan distinguir su denominación.
Las monedas son de 1, 2, 5, 10, 20 y 50 cents y de 1 y 2 euros. Su diseño se debe al programador informático belga Luc Luycx, empleado de la fábrica de la moneda de Bélgica. La cara de ellas lleva un motivo de cada país. Las monedas españolas, por ejemplo, tienen en el centro del círculo formado por las 12 estrellas de la Unión Europea la efigie del rey Juan Carlos I en las de 1 y 2 euros, la de Miguel de Cervantes Saavedra en las 10, 20 y 50 euro cents y la figura de la catedral de Santiago de Compostela en las de 1, 2 y 5 euro cents. Bélgica y Holanda han optado por la efigie de sus respectivos monarcas: Alberto II y la reina Beatriz. Italia incorpora el Uomo Vitruviano de Leonardo da Vinci, Irlanda muestra su emblema celta —la lira— y Portugal su signo nacional más antiguo: el sello de lacra de su primer rey, Alfonso Herinques. Austria pone a Mozart, la flor de Edelweiss y figuras de edificios clásicos. Alemania reproduce en sus monedas el águila imperial y la Puerta de Brandenburgo. Finlandia optó por el león utilizado en sus monedas del siglo XVII y Francia las identifica con el árbol que simboliza el lema revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad y la imagen de la nouvelle Marianne, alegoría de la Patria.
En cambio, el dorso de todas las monedas lleva elementos comunes: el número representativo de su denominación y diversas formas del mapa europeo. Dependiendo de su valor ellas tienen diferente color, diámetro, peso, material, espesor y forma: las de 1, 2 y 5 euro cents son cobrizas, las de 10, 20 y 50 euro cents doradas, las de 1 euro plateadas en su parte central y doradas en la periferia y las de 2 euros a la inversa: plateadas en la periferia y doradas en la parte central. Las monedas de 20 euro cents tienen siete muescas en los bordes. Todos éstos son elementos diferenciadores para facilitar la identificación, incluso por los invidentes.
La sola tarea de imprimir los billetes y acuñar las monedas fue ingente. Sofisticadas medidas de seguridad se emplearon en su emisión —uso de tintas especiales, impresiones microscópicas y otros elementos secretos— a fin de impedir la falsificación. Se necesitaron más de 13.000 millones de billetes y más de 70.000 millones de monedas para atender los requerimientos de medios de pago de los países participantes y tuvo que acudirse a fábricas de otros países —incluida la Armat de Chile— para producir esa enorme masa monetaria.
Desde el primer día de 1999 se abrió un período de transición durante el cual las monedas nacionales dejaron de ser independientes, puesto que se vincularon irrevocablemente al euro a través de un tipo de cambio fijo e irreversible, sin embargo de lo cual mantuvieron su condición de medios de pago de curso legal hasta que fueron totalmente reemplazadas por los nuevos billetes y monedas a partir del 1 de julio del 2002.
En el curso de los últimos seis meses del período de transición —o sea de enero a junio del 2002— se desarrolló un proceso de conversión entre las monedas nacionales y la moneda común de acuerdo con las tasas de cambio fijadas irreversiblemente, no obstante lo cual los pagos pudieron hacerse todavía en cualquiera de esas monedas. Durante este lapso nadie estuvo obligado a utilizar el euro pero tampoco impedido de hacerlo, según el principio de no obligación, no prohibición. Este proceso concluyó el 30 de junio del 2002, ya que al día siguiente los billetes y monedas euro empezaron a regir como únicos signos monetarios. De allí en adelante las monedas nacionales pudieron ser canjeadas por euros pero no usadas como medios de pago.
El tipo de conversión al euro de cada una las monedas de los países participantes, y de conversión de ellas entre sí, fue fijado irrevocablemente el 1 de enero de 1999.
Según las regulaciones de conversión del Consejo de la Unión Europea, el <ecu fue cambiado por el euro a la tasa 1:1, salvo en los casos en que las partes de un contrato habían acordado otra cosa, y, en cuanto a las monedas nacionales, los tipos de cambio fueron los que empezaron a regir irrevocablemente desde el 1 de enero de 1999. Esos tipos de cambio —que señalaron la relación de valor entre el euro y las diferentes monedas nacionales— se expresaron en seis dígitos —entre enteros y decimales—, con base en los cuales se hizo la conversión. Cuando el resultado tuvo decimales, éstos se redondearon en función de su tercera cifra: la cifra 5 o mayor de 5 se redondeó hacia arriba (o sea que se incrementó en 1 el decimal anterior), de lo contrario hacia abajo.
A partir de su plena vigencia financiera y monetaria, el euro se convirtió en la unidad de cuenta, medio de pago, instrumento de cambio y medida del valor en la economía de los países de la Unión Económica y Monetaria (UEM). O sea que desempeñó todas las funciones clásicas de la moneda. En consecuencia, ellos lo usan para ajustar su comercio exterior, estructurar sus presupuestos, sustentar su reserva monetaria, contabilizar su deuda externa y mantener sus relaciones con los organismos internacionales de crédito.
La moneda única facilita los intercambios entre los países de la eurozona, elimina las tasas de conversión monetaria, baja los costes de sus transacciones, reduce los riesgos cambiarios, amplía los mercados financieros y contribuye al proceso de integración económica y política entre los Estados de la Unión Europea.
Con respecto al mundo exterior, es decir, a los países de fuera de la zona del euro, la moneda única europea flota con relación al dólar, al yen y a las demás divisas duras. Compite con el dólar como moneda de reserva internacional, que lo ha sido por muchos años. Hasta finales de 1997 el 57% de las reservas internacionales estaba constituido por la moneda norteamericana, el 12,8% por el deutsche mark, el 4,9% por el yen y el 1,2% por el franco francés. Casi la mitad del comercio mundial estaba valorada en dólares. En tales condiciones, no hay duda de que el euro mantendrá permanentemente una dura competencia con las unidades monetarias norteamericana y japonesa.
En el curso de esa competencia, el euro se ha valorizado con relación al dólar. Cuando inició su circulación en el 2002, la relación entre las dos monedas era 0,8964 centavos de euro por un dólar, y seis años más tarde, a finales del año 2008, la relación había cambiado en favor de la moneda europea: era de 0,7153 centavos de euro por un dólar.
Dado que este es un proceso sin precedentes históricos ha tenido que afrontar ingentes problemas de todo tipo: monetarios, cambiarios, financieros, fiscales, presupuestarios, crediticios, políticos, jurídicos y hasta psicológicos. El nuevo sistema monetario empezó por involucrar a once países, varios centenares de millones de habitantes, miles de bancos, decenas de millones de empresas, miles de millones de billetes y monedas, modificaciones jurídicas de hondo calado, políticas monetarias nuevas y nuevos organismos multinacionales para regirlas. Ha ido un proceso sumamente complicado y difícil que Europa ha podido impulsar gracias a su madurez de juicio, a su estabilidad política, a la lucidez de sus líderes públicos y privados y a su estabilidad macroeconómica. Los Estados han tenido que conciliar su soberanía con la pérdida de toda autonomía en materia de políticas monetaria y cambiaria. Este no ha sido un proceso fácil. Instituciones comunitarias —la reunión de ministros de economía y finanzas de la Unión Europea (ECOFIN), el Sistema Europeo de Bancos Centrales (SEBC), el Banco Central Europeo (BCE)— han asumido la responsabilidad de definir tales políticas en nombre del interés comunitario. Es cierto que la unidad económica y monetaria se formó en ejercicio de las propias facultades soberanas de los Estados, en un esfuerzo de autoobligación y de autolimitación, pero no es menos cierto que el proceso ha debido superar una enorme cantidad de obstáculos que pusieron a prueba la capacidad y madurez de líderes y pueblos.
Eventualmente se han escuchado voces políticas europeas contrarias a la nueva moneda. Cito una: de la lideresa derechista radical Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional y, en ese momento, aspirante a la presidencia de Francia en las elecciones del 2012, quien planteó como elementos principales de su programa de gobierno: la salida de Francia de la Unión Europea, el freno a la inmigración y el abandono del euro como moneda única para volver a su moneda nacional.
Se suponía que los billetes euro era infalsificables por sus sofisticados elementos de seguridad —papel de fibras de algodón, impresión calcográfica, hilo de seguridad, marca de agua, banda holográfica, tintas OVI, fibrillas luminiscentes a varios colores, banda iridiscente—, que representan un avance cualitativo con relación a los billetes de los sistemas monetarios anteriores. Sin embargo, el Banco Central Europeo (BCE) informó que en el 2002 —año en que fue introducida la nueva moneda— se retiraron de circulación 167.118 billetes falsos, 551.287 billetes en el 2003, 594.223 en el 2004 y 600.000 en el 2005, aunque explicó que “estas cifras deben ser vistas en el contexto del número de billetes auténticos en circulación, que asciende a unos 9.000 millones”. Los que más se falsifican son los billetes de 50, 20 y 100 euros. Es en los Balcanes y en los países bálticos donde se han establecido grupos de falsificadores que manejan la más alta tecnología de reproducción gráfica para la adulteración. Y Francia, Italia y España han sido los países donde se ha dado la mayor circulación de los euros falsificados.