Llámase eudemonismo al sistema ético que postula como meta y estímulo de las acciones humanas el placer de quien las ejecuta. La palabra viene del griego eudamonía (de eu = “bien” o “bueno”, y daimon = “destino”), que significa felicidad. Fue en sus orígenes la teoría de la felicidad, según las propias palabras de Aristóteles. La felicidad, sin embargo, es para esta escuela filosófica un concepto amplio. No sólo se trata del placer sensual sino también del gozo espiritual. Cierto que para ella el bien es el placer y hay que tratar de alcanzarlo —en esto tiene puntos de contacto con el >hedonismo— pero la práctica de la virtud también es el placer. Platón afirmaba que el hombre virtuoso es feliz y que el perverso es desgraciado. En consecuencia hay que conquistar la virtud como medio para alcanzar la felicidad.
Los filósofos alineados en la posición eudemonista sostienen que para el hombre, como ser racional, el pensamiento es su expresión esencial. O, para decirlo mejor, que el pensamiento es la expresión de su esencia. Dicen que todos los actos humanos deben estar sometidos a la razón. Ella aconseja al hombre optar por el justo medio, en donde está la virtud y, por ende, la felicidad. La virtud es el justo medio entre dos vicios. Así, la fortaleza es el justo medio entre la temeridad y la cobardía, la generosidad lo es entre la avaricia y el dispendio. La virtud humana está en aquella equidistancia, según esa escala de valores, típicamente griega, que exalta la armonía y el equilibrio en todos los ámbitos de la conducta humana.
De la aplicación de estos principios a la vida política nacen las posiciones moderadas. Para los modernos seguidores de tal filosofía, la virtud pública resulta de la opción del justo medio entre los >extremismos.
El rechazo a las posturas >radicales es, para ellos, la virtud pública por excelencia y, consecuentemente, la fuente de la felicidad social, dado que la práctica de la virtud conduce a la ventura.