En su más simple acepción, es el Estado sometido al Derecho, o sea el Estado sujeto a la acción omnicomprensiva de la ley, a la manera como hace doscientos años lo proclamaron los constitucionalistas norteamericanos al hablar de “government of law and not of men” o lo postularon los revolucionarios franceses que, inspirados en las ideas del <enciclopedismo, afirmaron que “il n’y a point en France d’autorité supérieure a celle de la loi”.
El Estado de Derecho nació en contraposición al Estado absolutista del ancien régime, que no reconocía fronteras para la voluntad del soberano. Fue el fruto más noble del <constitucionalismo francés de fines del siglo XVIII, que se difundió por el mundo a partir de la gesta revolucionaria. Aunque sus antecedentes fueron ingleses, puesto que Inglaterra forjó los primeros elementos del Estado constitucional, y su primera plasmación escrita pertenece a los Estados Unidos de América en el momento culminante de su independencia, la sustentación filosófica corresponde a Francia, por obra de la constelación de sus más brillantes pensadores, y la refinación doctrinaria al genio filosófico y jurídico alemán —con Emmanuel Kant (1724-1804) y Johann Fichte (1762-1814), especialmente—, que le suministró la precisión jurídica necesaria.
Como ocurrió con muchas de las instituciones legadas por la Revolución de Francia, la inspiración del Estado de Derecho provino de Inglaterra, su elaboración ideológica fue francesa y su ejecución norteamericana, porque los Estados Unidos de América plasmaron en la práctica las doctrinas filosóficas europeas y crearon el Estado de Derecho en la Constitución de 1787, que fue el primer documento constitucional escrito de la historia.
De manera que el proceso constitucionalista y su obra maestra: el Estado de Derecho, han recorrido un dilatado itinerario histórico.
La característica fundamental de este tipo de Estado es su entera sumisión a normas jurídicas, es decir, la total racionalización de su hacer político con arreglo a un esquema lógico-jurídico que regula imperativa y minuciosamente la actividad del Estado, las competencias de sus órganos gubernativos y los derechos de las personas, de modo que la autoridad no puede requerir ni prohibir algo a los ciudadanos más que en virtud de un precepto legal previamente establecido.
Los alemanes designan con la palabra nomokratie (derivada de las voces griegas nomos = ley, y kratein = poder) la autoridad o dominación de las leyes sobre una sociedad. En una arbitraria conversión al castellano, podría escribirse “nomocracia” para significar lo mismo: o sea el poder de la ley, que caracteriza esencialmente al Estado de Derecho y que forma lo que los clásicos constitucionalistas norteamericanos describían como el gobierno de las leyes y no de los hombres.
Vistas así las cosas, el Estado constitucional representa un admirable esfuerzo de autolimitación en cuanto todas sus manifestaciones, aun aquellas que más directamente tocan su soberanía, son objeto de supeditación a normas jurídicas. Esto se realiza con arreglo a la teoría de la autolimitación del Estado, en cuya virtud todas las autoridades subordinan sus actos a normas legales e imponen límites jurídicos a su propio poder, bajo un Derecho omnicomprensivo a cuya acción englobante nada de lo que ocurre dentro de su territorio escapa.
El Derecho engloba, con creciente eficacia, todos los actos estatales. El propósito es que el gobierno y la organización del Estado respondan fielmente a la voluntad general de la sociedad, expresada en las leyes. Se estima que sólo así los derechos de las personas están garantizados y la sociedad puede marchar confiada y libre bajo el imperio de la ley y no de la arbitrariedad.
Esta forma de organización estatal implica para los gobernantes limitaciones efectivas e institucionalizadas al ejercicio de su poder. Son limitaciones de orden público, solemnemente declaradas, permanentes, que someten la voluntad de los gobernantes y que, al mismo tiempo, dan a los gobernados una idea clara de lo que les está permitido o prohibido hacer. A esta certidumbre sobre los alcances y efectividad de la ley se llama >seguridad jurídica. Lo más importante, sin embargo, es la naturaleza institucional de las limitaciones al poder. Son restricciones establecidas en la ley y no en el capricho de las personas. Las limitaciones de orden personal o meramente circunstanciales escapan al ámbito del constitucionalismo. Como tan agudamente afirma el matemático y pensador alemán Carl J. Friedrich (1777-1855), “aunque un regaño de madame Pompadour dirigido al rey sentado a los pies de su cama o una rebelión de los camisas pardas contra Hitler puedan ser obstáculos muy eficaces a los caprichos arbitrarios de un gobernante inconstitucional, no pueden clasificarse ni siquiera como rudimentos de restricciones constitucionales. La restricción a que dan lugar es absolutamente irregular. Es también absolutamente impredecible”.
La restricción de naturaleza jurídica —añado yo— es, al contrario, regular y predecible ya que está fijada de antemano en el texto constitucional como condición de validez de todos los actos del gobernante.
De otro lado, el ordenamiento jurídico, que es el armazón que sustenta al Estado de Derecho, contempla los mecanismos jurídicos y judiciales para garantizar las prerrogativas de las personas. En caso de que alguien las vulnere, ellas pueden acudir ante un juez para que restablezca los derechos atropellados y ordene resarcir los daños causados. Dentro de este esquema es vital que quienes ejercen la judicatura gocen de absoluta independencia y estén protegidos ante todo tipo de injerencias políticas o presiones económicas. La independencia del poder judicial frente a todas las interferencias que pudieran distorsionar la recta administración de la justicia es un elemento vital de la organización política moderna. No solamente los otros poderes del Estado sino los partidos políticos, los gremios, los grupos de interés, los medios de comunicación y los ciudadanos deben abstenerse de tomar injerencia en las dirimencias judiciales, para que nada tuerza la delicada función de los jueces y tribunales. Ya desde los tiempos del Act of Settlement inglés de 1701 se reconoció a los jueces un estatuto de independencia respecto de los demás poderes, principio que fue consagrado más tarde por la revolución de la independencia de las trece colonias inglesas de Norteamérica y por la Revolución Francesa.