Locución que se emplea para describir, dentro de los regímenes democráticos con economía de mercado, una serie de políticas de orden social que persiguen proporcionar a la población más pobre de un país, en forma gratuita y con cargo a fondos y asistencia estatales, los servicios básicos y otras prestaciones que mejoren su <calidad de vida.
La expresión ha sido tomada del inglés “welfare state” que empezó a usarse en Gran Bretaña en los años 40 del siglo pasado cuando el papel asistencial del gobierno se amplió considerablemente de acuerdo con las ideas keynesianas. Por esos días el >laborismo inglés proclamó, como fundamento del Estado de bienestar, que independientemente de sus ingresos todos los ciudadanos tenían derecho a ser protegidos mediante pagos en efectivo o con servicios en las situaciones de enfermedad, desempleo, maternidad, vejez, invalidez y cualquier otra que les afectara temporal o definitivamente. Y acuñó en 1945 el <eslogan: “la parte justa para todos”, como resumen del concepto universal de las prestaciones del Estado.
Pero ya antes en Estados Unidos, a partir de 1933, se había puesto en práctica por iniciativa del presidente Franklin D. Roosevelt la política del >new deal que aplicó sistemas de ayuda estatal a los desocupados, impulsó programas de obras públicas, promovió la creación de puestos de trabajo, empujó alzas salariales, estableció sistemas de protección social, elevó los precios agrícolas y estimuló el aumento de la demanda de los consumidores para hacer frente a la crisis depresiva iniciada en 1929 y reactivar la economía norteamericana de abajo hacia arriba.
Estaban ya en plena emergencia en los medios académicos, económicos y políticos de Estados Unidos e Inglaterra las nociones del Estado planificador que promueve el desarrollo, del Estado administrador de la demanda que procura el pleno empleo y del Estado benefactor que busca la equitativa distribución y redistribución del ingreso.
Durante la segunda postguerra esta política asistencial iniciada en Estados Unidos y en Inglaterra se generalizó en los países de Europa occidental a través de la creación de nuevas redes de servicios sociales y de ampliación de las existentes.
En 1932 triunfó espectacularmente el Partido Socialdemócrata sueco y abrió en su país —si bien con ciertos antecedentes de política social iniciados a partir de 1870— una etapa de crecimiento equitativo, promoción del empleo y protección social a través de la implantación de pensiones estatales, subsidios a la infancia, seguro de salud, control de tarifas de arrendamiento, regulación de las condiciones de contratación laboral y otras medidas destinadas a proteger a los sectores de menores ingresos.
Si bien el Estado de bienestar de alguna manera ha sido aceptado por las diferentes corrientes ideológicas, probablemente con la única excepción del >”miniarquismo” neoliberal, hay grandes diferencias en cuanto a la profundidad con que se lo aplica. Para los grupos conservadores, liberales y afines estas políticas no deben ir más allá de impedir que haya estratos sociales que estén por debajo del nivel mínimo de bienestar establecido, pero para las diversas corrientes socialistas el Estado de bienestar, forjado a través de las políticas asistenciales en las áreas de la educación, sanidad, salud, vivienda, nutrición, recreación y seguridad social, debe ser un mecanismo real de redistribución de los ingresos.
En torno a este tema están en juego principios y nociones muy importantes. El Estado de bienestar representa, en el fondo, un esfuerzo por sustituir el concepto de riqueza (wealth), propio de la economía clásica, por el de bienestar (welfare) que incorpora a la ciencia económica juicios normativos sobre las necesidades sociales. Fue un compromiso contraído por la economía clásica con las demandas de orden social. Así nació la teoría del bienestar como una nueva rama de la doctrina económica y se formó entonces la economía de bienestar (welfare economics), que asignó al gobierno la competencia de la política asistencial en favor de los pobres, para remplazar a la economía de la riqueza (wealth economics) que consideró que la única obligación de la autoridad pública era la preservación del orden y la defensa común.
El Estado de bienestar opera en el ámbito de la distribución del ingreso mediante asignaciones monetarias directas (pensiones, subsidios, prestaciones compensatorias, asignaciones familiares, seguros de desempleo, etc.), programas de complementación alimenticia, prestación de servicios de educación, salud, salubridad y otros, regulaciones protectoras del trabajo, políticas ambientalistas y otros arbitrios dirigidos a aliviar las deplorables condiciones de vida de los estratos más pobres de la población. La característica del Estado de bienestar es que la prestación de todos estos servicios se realiza, no como un acto de caridad pública, sino como obligada respuesta a un derecho de las personas de menores recursos. Son consideraciones de justicia social y no de caridad las que determinan este orden de cosas que busca implantar la seguridad económica en la sociedad.
Reconociendo un solo estatus en la sociedad democrática que regimenta —el estatus de ciudadano— el Estado de bienestar es, en sí mismo, un gran instrumento de distribución de la renta. Y se vale de una serie de mecanismos para lograr sus objetivos distribucionistas y redistribucionistas y para aproximarse a la igualdad de oportunidades: el sistema educativo, la política fiscal, el gasto público dirigido hacia las áreas sociales deprimidas, el control de precios, la política de empleo, la regulación de salarios, las prestaciones de la seguridad social y otros arbitrios.
El Estado de bienestar —combatido por el fuego cruzado de las izquierdas extremas, que lo consideran un instrumento estabilizador de la sociedad capitalista, y de las derechas, que objetan rabiosamente su “intervencionismo” en aquello que debe ser regulado exclusivamente por las fuerzas del mercado— atraviesa por una seria crisis. Nada odian más los hombres de la vertiente neoliberal que el Estado benefactor. Les parece un monstruo que ahoga todas las libertades individuales, especialmente la de emprender libremente y la de enriquecerse, y que obstaculiza el crecimiento económico de la sociedad. El Estado de bienestar sustituyó al Estado liberal en la primera postguerra y jugó un papel muy importante en la segunda, pero luego fue reemplazado en muchos lugares por el Estado neoliberal, cruzado de brazos frente a todo lo que ocurre en la economía, que miraba impasible como el pez grande se comía al chico en medio de la orgía de libertades económicas.
Aunque en un momento se puso de moda hablar mal del Estado de bienestar —esta fue una de las tantas modas políticas de ese tiempo— la verdad es que durante la segunda mitad del siglo XX él cumplió una importantísima tarea económica y social en el ordenamiento de las colectividades más desarrolladas. Vertebró la convivencia social, impulsó el progreso económico y fomentó la equidad. Fue el instrumento de ejecución de los derechos económicos y sociales de la población, que de otra manera hubieran sido letra muerta. De ahí que me parece muy grave renunciar a esta gran conquista social simplemente porque así lo quieren los exégetas del neoliberalismo y de su “Estado de malestar”.
En esta línea de pensamiento, los socialdemócratas europeos afirman que el rol de los gobiernos es principalmente promover la estabilidad macroeconómica, desarrollar políticas de bienestar y empleo —bajo la convicción de que el Estado benefactor no ha muerto—, retomar la seguridad social, mejorar la educación e impulsar la empresa, particularmente la empresa del futuro basada en el conocimiento.
“En toda Europa —dijo alguna vez el primer ministro inglés Tony Blair— los gobiernos socialdemócratas son los pioneros en la reforma del Estado de bienestar, abordando el problema de la marginación social, comprometiendo a las empresas en nuevas formas de colaboración y creando una base económica estable para propiciar la inversión y la estabilidad a largo plazo”.
En la Unión Europea la posición mayoritaria es mantener el Estado de bienestar como ejecutor y garante de los derechos sociales, aunque adaptándolo a las nuevas condiciones socioeconómicas y tecnológicas del mundo. El Estado de bienestar está inseparablemente ligado al cumplimiento de los derechos sociales, a la redistribución del ingreso y al desarrollo humano.
El primer ministro británico y líder del partido laborista Tony Blair, al plantear su >tercera vía en 1998 en la Universidad de Nueva York, dijo que para sustentar y mejorar una sociedad sana de cara al nuevo siglo debe defenderse el Estado de bienestar que “es uno de los grandes logros de los últimos cien años. Ha librado a mucha gente de la pobreza y ha ofrecido nuevas oportunidades a muchos millones de personas. Ocuparse de los que están en los estratos más bajos es, de algún modo, la esencia de una sociedad justa”. Y el primer ministro francés y líder del partido socialista, Lionel Jospin, ha defendido con toda su pasión el Estado de bienestar para proteger a los más débiles.
Y es que el Estado de bienestar —al que los franceses llaman État-providence, expresión mucho más elocuente que la inglesa welfare— es el resultado de empecinadas luchas históricas en las cuales las fuerzas de izquierda han desempeñado un papel de enorme magnitud. Él representó la contrapartida de la política del laissez-faire instrumentada por los partidos de la Derecha, que condujo al mundo a la terrible crisis depresiva de 1929. Con las sinergias del Estado social inversor —como lo llama el sociólogo inglés Anthony Giddens— se rehabilitaron las economías norteamericana y europea y éstas empujaron con fuerza la superación de la crisis internacional. Vino entonces un largo y fecundo período de expansión económica y de equidad social a partir de la segunda posguerra. Después el Estado de bienestar entró en un eclipse por la arremetida neoliberal pero resurgió en la última década del siglo XX para desfacer los entuertos causados por el laissez-faire, el fundamentalismo del mercado, la monarquía del capital y la indiscriminada privatización de las economías.
De cara a las conquistas de la ingeniería biogenética, que está cada vez más cerca de descifrar el mapa genético completo del ser humano, es menester tomar medidas para evitar que las compañías de seguros privadas caigan en la tentación de personalizar las primas en función de los diferentes niveles de riesgo genético de sus clientes. Sin duda, hay el peligro de que las empresas aseguradoras soliciten en el futuro a sus potenciales clientes los exámenes genéticos para decidir si los aceptan o no, a menos que oportunamente los Estados legislen para impedirlo. Esa posibilidad ha sido advertida por especialistas en la materia, como el biólogo sueco Svante Pääbo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig o el biólogo estadounidense David Baltimore, Premio Nobel del California Institute of Technology de Pasadena. En lo que fue un alegato en favor del Estado de bienestar, Pääbo dijo a la revista "Nature" en febrero del 2001 que el riesgo de que eso ocurra es mayor “en aquellos Estados que, a diferencia de la mayoría de los países europeos, no han sido bendecidos con sistemas sanitarios públicos que comparten los riesgos de modo equitativo entre toda la población”.