Se denomina así, en el ámbito de la economía, a la corriente de opinión iniciada por el economista inglés Adam Smith (1725-1790) con su célebre libro “An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations”, publicado en 1776.
La escuela clásica fue, en la historia de las doctrinas económicas, la segunda teoría científicamente formulada, después de la escuela fisiocrática fundada por el economista francés Francisco Quesnay a mediados del siglo XVIII.
La escuela clásica fue formada por Smith y sus seguidores Jean-Baptiste Say (1767-1832), Thomas Robert Malthus (1766-1834), David Ricardo (1772-1823), James Mill (1773-1836), John Stuart Mill (1806-1875) y otros, quienes sostenían que la actividad económica de la sociedad está sometida a sus propias leyes —que son leyes naturales—, en las que no debe intervenir la autoridad pública. Afirmaban que los individuos, en la vida económica de la comunidad, están “guiados” por una suerte de poder imperceptible que les impele a buscar su propio bien particular y que, al hacerlo, les lleva a actuar de la manera más conveniente para todos, dada la plena identificación que existe entre el interés individual y el bienestar social.
El principal protagonista de este orden de cosas era el >homo oeconomicus: ser humano codicioso, racional, en permanente búsqueda de lucro y de riqueza, que subordina todos sus valores a la acumulación de bienes económicos y que, para los economistas clásicos, era la pieza clave en el desarrollo de la economía de un país.
Estaba guiado por la llamada “mano invisible” —invisible hand, que decía Adam Smith—, es decir, por la “inteligencia” que se atribuía al mercado para resolver, por la vía de la confrontación de intereses individuales y de la formación de los precios, los intrincados problemas de la producción y distribución de bienes. Según el criterio de Smith y de sus seguidores de la escuela clásica y neoclásica, es el mercado el que determina el qué, el cómo y el para quién de la producción económica de un país. Es el que conduce la marcha del proceso económico y pone orden en el intercambio.
Los economistas de la escuela clásica y sus sucesores, desde los tiempos de Adam Smith, tienen fe ciega en las virtudes del mercado para regular la economía y creen que es un sistema que organiza la producción y el intercambio de manera automática y eficiente porque, según ellos, el interés personal desata las iniciativas de la producción, el libre juego de las decisiones individuales opera como factor de regulación de la vida económica, la ley de la oferta y la demanda mantiene los equilibrios entre productores y consumidores, la libre competencia señala los precios y los volúmenes de producción necesarios, los cuales, a su vez, determinan el desplazamiento de la mano de obra redundante hacia otras actividades económicas.
Según el pensamiento clásico, la ley de la oferta y la demanda determina también el salario de los trabajadores. Los pensadores socialistas —entre ellos, Ferdinand Lassalle, fundador de la Federación General de Trabajadores en 1863— denominaron ley de bronce del salario al sistema. Sostenía Lassalle —y en esto difería de Marx y Engels— que esta ley económica impedía a los trabajadores mejorar sus condiciones de vida en la sociedad capitalista y proponía, por tanto, la formación de asociaciones y cooperativas, mediante la ayuda y bajo la supervisión del Estado, para garantizar que los obreros recibieran “el producto completo de su trabajo”. Pero Marx y Engels criticaron agriamente la propuesta de Lassalle porque, según ellos, había sido tomada sin modificaciones del arsenal de las ideas del economista clásico David Ricardo.
Para los economistas clásicos el egoísmo individual es el instinto fundamental de la economía. Adam Smith —a quien suele considerarse como el padre de la economía política— aseveró que se debía agradecer el egoísmo de los hombres que les lleva a producir lo que nosotros necesitamos, en el marco de la división social del trabajo. Desde este punto de vista, el afán de lucro, defendido por la escuela clásica como el motor del adelanto económico, no es más que una manifestación del egoísmo individual. Lo mismo puede decirse de la competencia, de la acumulación, del ahorro, del espíritu de empresa o de las fuerzas del mercado.
La economía es el escenario de las acciones egoístas del ser humano —del homo oeconomicus—, que se mueve por el interés personal, calcula y pondera sus decisiones con entera racionalidad para alcanzar el mayor beneficio, trabaja dentro de un medio implacablemente competitivo y subordina todos sus sentimientos, valores e ideas al afán de lucro personal. La suma de estos esfuerzos individuales —piensan los economistas clásicos y neoclásicos— produce el progreso colectivo.
Otros de los rasgos de la escuela clásica son el respeto absoluto a la propiedad privada, el cosmopolitismo de la economía y la actitud crematística, amoral y hedonista de los agentes económicos en el proceso de la producción y el intercambio.
Pero la economía del laissez-faire fue duramente criticada, primero, por los socialistas utópicos de principios del siglo XIX —François-Nöel Babeuf, Henri de Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen, Etienne Cabet, Louis Blanc, Thomas Peine, Charles Hall, Saint-Amand Bazard, Pierre Henri Leroux, Philippe-Joseph-Benjamin Buchez, Víctor Prosper Considérant, Wilhelm Weitling—, quienes incurrieron en la generosa fantasía de bosquejar su quimera social del futuro pero sin señalar los medios para alcanzarla; después fue condenada por los pensadores políticos y económicos del >marxismo, que fueron implacables en su combate contra ella; y, luego, por los socialistas democráticos de todos los países, que señalaron las deficiencias económicas y éticas de los planteamientos clásicos.
Sin embargo, esa línea de pensamiento económico fue retomada, en buena medida, por el >neoliberalismo durante la última década del siglo XX y la primera del XXI, en el marco de la >globalización, y culminó con la crisis económica y financiera global que estalló un lunes negro de septiembre del 2008 en Wall Street y que se extendió rápidamente por el mundo globalizado.