Se denominan así los grupos armados clandestinos formados por gobiernos u organizaciones progubernamentales para reprimir a la subversión de las izquierdas. La formación de esos grupos fue muy frecuente durante el período de la >guerra fría. Ellos fueron movimientos paramilitares organizados generalmente desde el poder como instrumentos represivos de los sectores radicalizados de la Derecha contra los trabajadores, estudiantes, intelectuales y dirigentes políticos de izquierda que cuestionaban el orden establecido o insurgían contra él.
Tales grupos fueron parte de la lucha antisubversiva internacional y con frecuencia utilizaron métodos propios del >terrorismo de Estado. Ejecutaron a sus enemigos sin fórmula de juicio. En América Latina surgieron incontables escuadrones de la muerte en las décadas anteriores, algunos de los cuales protagonizaron >guerras sucias para exterminar a la insurgencia.
Los escuadrones de la muerte fueron, en el marco de la confrontación global entre las grandes potencias, instrumentos del combate de las dictaduras militares o de ciertos gobiernos de Derecha sometidos a la influencia militar contra los movimientos de Izquierda, asistidos entonces de cierto poder y mística, que habían optado por la lucha guerrillera urbana o rural para la toma del poder.
Los regímenes dictatoriales de aquellos tiempos, contagiados de la crispación de las pasiones de la guerra fría, entendieron la política como una guerra interna en la que era imperativo aniquilar al “enemigo” por cualquier medio y destruir las bases de su poder. Anímica y políticamente condicionados por la beligerancia mundial, sostuvieron que en el interior de cada país se desarrollaba una verdadera guerra contra la subversión izquierdista como parte de la confrontación internacional y que en ella la única opción era matar o morir. Fue en este contexto en que actuaron los escuadrones de la muerte como los brazos armados y clandestinos de tales gobiernos o de sus grupos cercanos para exterminar a los insurgentes.
Estos grupos violentos —que portan armas y que tienen organización y mandos militares sin ser militares— por lo general cuentan con la tolerancia y el encubrimiento de las autoridades del Estado. Son grupos clandestinos de represión, exterminio, guerra psicológica, propaganda, contrapropaganda e intimidación formados usualmente por miembros y exmiembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía para “limpiar” de delincuentes la sociedad. Pero esta limpieza es fundamentalmente política. En realidad, como esos grupos consideran “delincuentes” a los militantes de los partidos y movimientos de izquierda, contra ellos desatan una represión brutal.
Repito que los escuadrones de la muerte fueron parte de la guerra fría y del alineamiento bipolar de las fuerzas políticas en bandos irreconciliables y violentos. En esa aguda polarización estuvieron, de un lado, los focos de la guerrilla urbana y rural que, imbuidos por las prédicas revolucionarias que a la sazón provenían principalmente del >fidelismo y estimulados por el éxito de los barbudos de la Sierra Maestra, habían optado por el único camino que en su concepto podía conducir hacia el cambio social: la lucha armada revolucionaria; y de otro, los gobiernos autoritarios de Derecha —muchos de ellos dictaduras militares— y las fuerzas tradicionales del >establishment, con todo su aparato de control social, que formaron grupos paramilitares clandestinos para detener a los movimientos insurgentes a sangre y fuego. Y, en el medio, los partidos y agrupaciones de la izquierda marxista y no marxista sometidos al fuego cruzado de los grupos radicalizados.
Por entonces estaba en plena vigencia en América Latina la doctrina de la >seguridad nacional incubada en los círculos militares norteamericanos y difundida a la región, como proyección de la >guerra fría, por las elites castrenses de Brasil, Argentina y Chile para combatir al comunismo. Sostenía esta doctrina que la lucha interna en los países no era más que una parte de la lucha global entre dos sistemas ideológicos que se disputaban la hegemonía mundial. En ella había que vencer o morir. No había espacio para la neutralidad entre las dos posiciones contendientes. De allí surgió la noción del “enemigo interno” al que era menester eliminar. El concepto de “enemigo interno” era, por cierto, sumamente amplio y abarcaba desde comunistas hasta socialdemócratas y frailes progresistas. Los grupos insurgentes, por su parte, catalogaron como sus enemigos no solamente a los personeros y funcionarios del Estado y a los miembros de las instituciones armadas sino también a representantes del poder económico y a empresarios. En términos tan irracionales se trabó la lucha. Era considerado “comunista” todo hombre o mujer que pensara en términos de derechos humanos, de justicia social o de solidaridad con los pobres; y era tenido como “burgués” u “oligarca” para efecto de ser sometido a la “justicia revolucionaria” todo aquel que no se alineaba. Por eso cayeron líderes socialdemócratas, que no tenían un pelo de comunistas, pero que alzaron su voz contra la injusticia social imperante.
Puede citarse el caso, no único pero sí representativo, de la Alianza Anticomunista Argentina, generalmente conocida como la Triple A, organización terrorista secreta de extrema Derecha que inauguró sus tareas de exterminio de todo lo que le “olía” a comunismo el 21 de noviembre de 1973 con el atentado al senador radical Hipólito Solari Irigoyen, un hombre de pensamiento libre y profundas convicciones democráticas que se había caracterizado por la defensa de los derechos humanos y la denuncia de los actos que los violaban. Era pleno gobierno de Juan Domingo Perón. Una bomba explosiva colocada bajo el automóvil Renault del senador explosionó tan pronto como éste lo puso en marcha. El vehículo saltó por los aires pero su ocupante se salvó milagrosamente con sólo heridas de menor consideración.
Después siguieron numerosos actos criminales que costaron la vida de mucha gente, como el profesor Silvio Frondizi, el diputado Rodolfo Ortega Peña, el diputado Angel Pisarello, el dirigente radical Felipe Rodríguez Araya y muchos otros. El propósito era exterminar a toda persona de pensamiento progresista, que para la Triple A era “comunista”. Ella solía anticipar y reivindicar sus crímenes por medio de amenazas suscritas con su nombre. Amenazas que aparecían sobre las curules de los legisladores de izquierda o en los domicilios de las otras víctimas. El propio Solari, después del atentado, recibió un anuncio: “Esta vez no fallaremos”.
Es cierto que por ese tiempo, al otro lado, actuaban también dos grupos terroristas de extrema izquierda: los >montoneros y el ejército revolucionario del pueblo (ERP), que habían sembrado violencia. Sin embargo, la gran mayoría de las víctimas de la Triple A fueron personas ajenas a la escalada de violencia de un lado y del otro.
La Triple A estaba constituida principalmente por elementos de las Fuerzas Armadas y de la Policía argentinas bajo la inspiración de José López Rega, apodado el “brujo” por sus inclinaciones a la magia negra, al espiritismo y a otras prácticas esotéricas, ministro de bienestar social de Perón, hombre de tendencia fascista. Esta conexión permitía a la organización secreta actuar en connivencia con los servicios del información del Estado y gozar de la más absoluta impunidad. Nunca se investigaron sus actos. No hubo un solo preso.
Tres años más tarde advino el golpe de Estado militar y entonces las tareas encubiertas del escuadrón de la muerte pasaron a ser ejecutadas directamente por los militares en el curso de la >guerra sucia argentina.
En Guatemala se abrió en 1962 un proceso de indescriptible violencia política que se extendió por más de tres décadas, con el saldo de 42.275 muertos —entre hombres, mujeres y niños— y un número no bien determinado de desplazados que va de 500 mil hasta un millón y medio, según cifras presentadas por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) en su informe de 1998. Del número total de muertos, 23.671 corresponden a ejecuciones arbitrarias y 6.159 a desapariciones forzadas. Sin embargo, la Comisión dice que, combinando estos datos con otros estudios realizados sobre la violencia política en Guatemala, estima que el saldo de muertos y desaparecidos por el enfrentamiento armado a lo largo de más de tres décadas llegó a 200 mil. Saldo trágico del período más ominoso y devastador de la historia guatemalteca.
Una mezcla de factores políticos antidemocráticos, viejas injusticias en la distribución del ingreso y sesgos culturales racistas llevaron a la lucha armada. Tras las jornadas de movilización estudiantil de marzo y abril de 1962 el grupo insurgente de izquierda MR-13 se levantó en armas contra el gobierno del general Miguel Ydígoras Fuentes y poco tiempo después, con base en la unión de tres pequeñas agrupaciones guerrilleras de orientación marxista con el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) —nombre que en Guatemala tenía el partido comunista—, se formaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) que, bajo la comandancia de Marco Antonio Yon Sosa, prendieron en diciembre de 1962 los primeros focos guerrilleros en las montañas de Mico, Izabal, Granadilla, Zacapa y Sierra de las Minas.
Eran los momentos en que la revolución cubana irradiaba ilusiones de transformación revolucionaria por toda América Latina, alentaba a los grupos insurgentes y les prestaba apoyo logístico y de entrenamiento. Lo cual empujó a muchos jóvenes a empuñar las armas para la toma del poder por la única vía que ellos consideraban posible: el alzamiento armado revolucionario.
La respuesta del gobierno y de las fuerzas militares guatemaltecas fue la represión armada, las detenciones y ejecuciones a cargo de tribunales castrenses, la formación de una fuerza militar especial contrainsurgente denominada kaibiles —en cuyo decálogo se leía: “el kaibil es una máquina de matar”— y los escuadrones de la muerte.
Los escuadrones de la muerte fueron grupos paramilitares que contaron con la tolerancia y el encubrimiento de las autoridades del Estado. Más aun: muchas de sus acciones de represión, guerra psicológica, propaganda e intimidación obedecieron a instrucciones de los mandos militares, para cuya ejecución recibieron financiamiento, instrucción operacional, armas, equipos y vehículos. Eran en definitiva unidades militares clandestinas para realizar operaciones encubiertas contra los subversivos, cuyas listas eran proporcionadas por los servicios de inteligencia militar. Por esos años en Guatemala los más importantes escuadrones de la muerte fueron el Movimiento de Acción Nacionalista Organizado (MANO) —mejor conocido como la “mano blanca”—, la Nueva Organización Anticomunista (NOA), el Consejo Anticomunista de Guatemala (CADEG), el Ejército Secreto Anticomunista (ESA), las organizaciones denominadas Ojo por Ojo y Jaguar Justiciero y, a partir de 1981, las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) formadas por el ejército en todo el país.
La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) describe la extremada vesania con que llevaron su acción contrainsurgente los escuadrones de la muerte. Afirma en su documentado y prolijo Informe que “en la mayoría de las masacres se han evidenciado múltiples actos de ferocidad que antecedieron, acompañaron o siguieron a la muerte de las víctimas. El asesinato de niños y niñas indefensos, a quienes se dio muerte en muchas ocasiones golpeándolos contra paredes o tirándolos vivos a fosas sobre las cuales se lanzaron más tarde los cadáveres de los adultos; la amputación o extracción traumática de miembros; los empalamientos; el asesinato de personas rociadas con gasolina y quemadas vivas; la extracción de vísceras de víctimas todavía vivas en presencia de otras; la reclusión de personas ya mortalmente torturadas, manteniéndolas durante días en estado agónico; la abertura de los vientres de mujeres embarazadas y otras acciones igualmente atroces constituyeron no sólo actos de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además, el desquiciamiento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes inspiraron, ordenaron o toleraron estas acciones”.
Pero la Comisión señala también que “las organizaciones guerrilleras cometieron hechos violentos de extrema crueldad que aterrorizaron a la población y dejaron secuelas importantes en la misma. Fueron las ejecuciones arbitrarias, sobre todo las cometidas frente a familiares y vecinos, las que agudizaron el clima de miedo, arbitrariedad e indefensión ya generalizado en la población”.
Después de un año y medio de investigaciones, la Comisión llegó a la conclusión de que el período más sangriento de la lucha fue de 1978 a 1984 y que las fuerzas del Estado, los grupos paramilitares y los escuadrones de la muerte fueron responsables del 93% de las violaciones de los derechos humanos, del 92% de las ejecuciones arbitrarias y del 91% de las desapariciones forzadas, mientras que la guerrilla fue la causante del 3% de las violaciones de los derechos humanos, el 5% de las ejecuciones y el 2% de las desapariciones.
En esta vorágine de violencia entre los grupos contendientes perdieron la vida miles y miles de guatemaltecos y muchos más fueron obligados a abandonar sus tierras o sus ciudades y a desplazarse internamente o buscar refugio en el exterior. Dos amigos míos, opositores al gobierno del general Romeo Lucas García, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte en 1979: Alberto Fuentes Mohr, excanciller del Estado, y Manuel Colom Argueta, exalcalde de la ciudad de Guatemala. Ninguno de ellos marxista, ninguno “subversivo”. Se declararon socialdemócratas y tuvieron profundos compromisos con la causa de la libertad y de la justicia social. Estuve con ellos semanas antes de su muerte en el Congreso de la >Internacional Socialista en Vancouver. Recuerdo que un día de esos, mientras almorzábamos, se trabó una amable discusión entre ellos a propósito de la demencial situación de su país. Manuel Colom reprochaba a Alberto su falta de precaución al andar sin la debida protección por las calles de Guatemala. Éste le respondía que “con guardia o sin guardia de todas maneras nos van a matar”. Pocos días después de mi retorno al Ecuador leí consternado la noticia del asesinato de Fuentes Mohr en una calle céntrica de Guatemala, por obra de sicarios de los escuadrones de la muerte. En mis adentros pensé que había tenido razón Manuel en aquella discusión del almuerzo de Vancouver. Pero poco tiempo después fue asesinado Colom Argueta, con guardaespaldas y todo. Entonces cambié de opinión: tuvo Alberto la razón —trágica razón póstuma— puesto que, sin guardias el uno y con guardias el otro, corrieron la misma suerte.
Este es el estilo y la lógica de los escuadrones de la muerte que se formaron en algunos países latinoamericanos y en otros lugares en el curso y como parte de la >guerra fría para exterminar indiscriminadamente a las fuerzas de izquierda, bajo cuya acción cayeron también hombres y mujeres no alineados en las corrientes marxistas —socialistas democráticos, socialdemócratas, pacifistas, defensores de los derechos humanos, incluidos liberales que no se volvieron fascistas por temor al comunismo— pues el primitivismo de los represores no les permitía distinguir las diferencias ideológicas.
Los regímenes democráticos que advinieron después de la dilatada y sangrienta etapa hicieron meritorios esfuerzos para pacificar el país. La búsqueda de una solución negociada entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) —que a partir de 1982 reunió a todos los movimientos alzados en armas— se inició bajo la administración del presidente Vinicio Cerezo con la primera conversación de Madrid en 1997. Como parte de las negociaciones de paz, el gobierno presidido por Ramiro de León Carpio y la URNG suscribieron el Acuerdo de Oslo el 23 de junio de 1994, en el que se creó la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), integrada por Christian Tomuschat, Alfredo Balsells Tojo y Otilia Lux de Cotí, con la misión de indagar en profundidad lo acontecido, establecer las causas y efectos del enfrentamiento armado y fijar responsabilidades. El valiente informe de la comisión fue presentado el 25 de febrero de 1999. El presidente Álvaro Arzú y la URNG concluyeron a finales de 1996, bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, los acuerdos de paz que incluyen compromisos duraderos de no acudir a las armas para dirimir las diferencias políticas.
En conformidad con el Acuerdo de Oslo, que invocó la necesidad de recordar y dignificar a las víctimas del enfrentamiento armado, tanto el Presidente de la República como la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, en actos simbólicos de hondo contenido humano, formularon peticiones de perdón por los horrores cometidos en la lucha fratricida.
Sin embargo, Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz en 1992, acusó de genocidio y tortura en diciembre de 1999 ante los tribunales de justicia españoles a los exdictadores militares guatemaltecos Efraín Ríos Montt, Fernando Romeo Lucas Óscar y Humberto Mejías Víctores. El juez español Guillermo Ruiz Polanco acogió las acusaciones y a comienzos del año 2000 abrió un proceso de investigación.