Del griego episteme, que significa “conocimiento”, y logos, “teoría”, es la rama de la filosofía que trata de la teoría del conocimiento, o sea de la relación entre el sujeto cognoscitivo y el objeto conocido, así como de las fuentes, criterios y tipos de conocimiento y el grado de certeza que éste puede tener.
Varios filósofos cuestionaron muy tempranamente las posibilidades y los límites del conocimiento. En el siglo V antes de nuestra era los sofistas griegos pusieron en duda la fidelidad del proceso cognitivo. Gorgias, uno de los principales exponentes de esta escuela, afirmó que si algo existe no se puede conocer y que, si se pudiera conocer, no se podría comunicar. Y Protágoras sostuvo que el individuo es el único juez de su propia conciencia, por lo que ninguna opinión es más correcta que otra. Platón, siguiendo las huellas de Sócrates, respondió a los sofistas que el mundo de las formas y las ideas es accesible al conocimiento humano con cierto grado de certitud y que las imágenes que el ser humano ve y palpa son copias, aunque imperfectas a veces, de las cosas que existen en la realidad. Aseguró que, como parte de la contemplación filosófica del mundo, la concepción de las ideas es la función más elevada de la existencia humana. Aristóteles, convencido de que el conocimiento nace de la experiencia, siguió a Platón al considerar que el conocimiento abstracto es superior a cualquier otro conocimiento y afirmó que éste se adquiere a través de los datos proporcionados por los sentidos y por la deducción lógica que permite tener nuevos datos además de los que proporciona la experiencia. Sostuvo que las reglas de la lógica sirven para evitar caer en las trampas teóricas creadas por los sofistas. En la Antigüedad también las escuelas estoica y epicúrea se preocuparon de la fidelidad y límites del conocimiento.
En la Edad Media santo Tomás de Aquino y otros filósofos escolásticos combinaron los métodos racionales con la fe religiosa para elaborar una teoría del conocimiento basada en la percepción sensorial y en la fe en la autoridad bíblica que permitiera llegar a un conocimiento fiable.
Entre los siglos XVII y XIX se abrió una amplia discusión que enfrentó a los filósofos racionalistas —René Descartes, Baruch Spinoza, Gottfried Wilhelm Leibniz—, para quienes la principal fuente y prueba final del conocimiento es el razonamiento basado en las evidencias, contra los filósofos empiristas —Francis Bacon, John Locke, David Hume y George Berkeley, entre otros— que sostenían que la fuente principal del conocimiento es la percepción. El empirismo afirma que todo conocimiento se basa en la experiencia y niega la posibilidad del conocimiento a priori. El racionalismo, en cambio, afirma que la mente es capaz de reconocer la realidad mediante su capacidad para razonar, facultad que es independiente de la experiencia. En esa discusión quedó claro que no todo es percepción sensorial, que hay cosas que se perciben y otras que no. Hay cosas que, aunque no se perciban, existen. Y hay cosas que se saben no por percepción sino por discernimiento lógico a partir de los datos que ofrece la realidad por medio de los sentidos.
Francis Bacon (1561-1626), con su obra "Novum Organum", inauguró la era de la ciencia moderna con sus críticas al dogmatismo anterior y aportó nuevas normas para articular el método científico, entre las que estuvieron las reglas de la lógica inductiva. Bacon llamó la atención hacia los engaños a los que puede estar sometida la razón, a los que denominó “ídolos”, que son de cuatro clases: el idola tribus, prejuicio propio de la naturaleza humana y común a toda la especie, que surge de los engaños provenientes de los sentidos y de la imaginación; el idola specus, referido a los errores originados en los defectos personales, ya que cada individuo tiene una “especie de caverna, de antro individual que quiebra y corrompe la luz natural, en virtud de diferentes causas, como ser: la naturaleza propia y particular de cada individuo, la educación, las conversaciones, las lecturas, las amistades, la autoridad de las personas que admira y respeta y, finalmente, la diversidad de impresiones que producen las mismas cosas”; el idola fori, que nace de las relaciones y condicionamientos sociales y de las imperfecciones del lenguaje; y el idola theatri, que proviene de las enseñanzas y dogmas de las diversas escuelas filosóficas, que han terminado por “incrustarse” en la inteligencia.
Según afirma el filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626), todos estos “fantasmas o falsas nociones que arraigaron en el entendimiento humano, llegando hasta gran profundidad”, son prejuicios que distorsionan el proceso del conocimiento. Despistan al entendimiento. Por eso es menester proporcionar al hombre un nuevo método —cosa que se propuso en su Novum Organum publicado en 1620— a fin de enseñarle a no adherirse a vanas abstracciones ni perseguir quimeras sino extender “su conocimiento y acción a medida que descubre el orden natural de las cosas, ayudado por la observación y la reflexión”.
John Locke (1632-1704) postuló que todo conocimiento deriva de la experiencia del mundo externo, que imprime sensaciones en la mente, y de la experiencia interna, esto es, del discernimiento. Por medio de las sensaciones obtenemos las cualidades sensibles de las cosas. La percepción es precisamente la conciencia de las sensaciones provenientes del mundo exterior. En consecuencia, el proceso del conocimiento consiste en la obtención de los datos de las cosas —las sensaciones— y en su procesamiento por la mente, que establece las relaciones lógicas entre los datos obtenidos. Las operaciones de pensar y de percibir están íntimamente ligadas, hasta el punto de que el pensamiento no puede existir sin la percepción y de que el único destino de ésta es el pensamiento. Negó toda forma de conocimiento innato o a priori. Previno de los errores en que con frecuencia incurren los sentidos y que tornan relativo el conocimiento humano.
El filósofo escocés David Hume (1711-1776), dentro de la tradición empirista de Locke, distinguió dos tipos de conocimiento: el conocimiento de la realidad, derivado de la percepción, y el conocimiento que nace de las relaciones entre las ideas, que es el conocimiento matemático y lógico. Sostuvo que los elementos simples de la conciencia con los cuales la inteligencia elabora las ideas complejas —que se unen, asocian y forman las leyes de causalidad, continuidad, contigüidad, semejanza y otras— son las impresiones sensibles de los objetos del mundo exterior.
El filósofo alemán Emmanuel Kant (1724-1804), uno de los más influyentes de la era contemporánea, en su intento de zanjar las diferencias entre racionalistas y empiristas, propuso una solución en la que combinaba elementos del racionalismo y del empirismo. Kant se propuso establecer el poder real de la razón y para lograr su propósito creó una compleja arquitectura lógica, dentro de la cual sometió a los juicios a una serie de categorías en función de las cuales ellos son clasificados según la cantidad (juicios universales, particulares o singulares), la cualidad (juicios afirmativos, negativos o infinitos), la relación (juicios categóricos, hipotéticos o disyuntivos) y la modalidad (juicios problemáticos, asertóricos o apodícticos). Estas formas lógicas son dependientes de las siguientes categorías: unidad, pluralidad, totalidad (relativas a la cantidad); realidad, negación, limitación (relativas a la cualidad); sustancia y accidente, causa y efecto, reciprocidad (relativas a la relación); y posibilidad, existencia y necesidad (relativas a la modalidad).
Kant estableció que el conocimiento tiene dos fuentes: la sensibilidad y el entendimiento. La sensibilidad proporciona la percepción inmediata y material del objeto —es una forma empírica del conocimiento— mientras que el entendimiento da los conceptos del objeto, es decir, la representación mediata y abstracta de él. Las matemáticas y la filosofía, de acuerdo con Kant, aportan este último tipo de conocimiento. El ser humano, por tanto, conoce por experiencia y por razón. Pero el conocimiento está sujeto a los errores de los sentidos, que con frecuencia se despistan y se engañan.
El sistema kantiano de valores éticos sostiene que la razón es la autoridad última de la moral y que, por tanto, los actos humanos han de ser ejecutados por mandato de ella y no por conveniencias egoístas o por obediencia a la ley solamente. La razón da dos clases de mandatos: el imperativo hipotético, que señala un curso de acción para lograr un fin específico; y el imperativo categórico, que dicta una conducta que debe ser seguida exacta y necesariamente. El imperativo categórico es la base de la moral. Fue definido por Kant en su axioma: “Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza”.
Durante el siglo XIX, el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel retomó la afirmación racionalista de que el conocimiento certero de la realidad puede alcanzarse con carácter absoluto equiparando los procesos del pensamiento, de la naturaleza y de la historia. Hegel provocó un interés por la historia y el enfoque histórico del conocimiento que más tarde fue realzado por Herbert Spencer en Inglaterra y la escuela alemana del historicismo. Spencer y el filósofo francés Auguste Comte llamaron la atención sobre la importancia de la sociología como una rama del conocimiento y ambos aplicaron los principios del empirismo al estudio de la sociedad.
A principios del siglo XX la escuela angloamericana del >pragmatismo, fundada por los filósofos Charles Sanders Peirce (1839-1914), William James (1842-1910) y John Dewey (1859-1952), llevó muy lejos el empirismo al mantener que el único criterio válido para juzgar la verdad de las doctrinas científicas, políticas, morales o religiosas es el de los resultados que ellas producen en la práctica. De modo que para esta corriente filosófica todos los juicios, creencias, ideas y tesis tienen que ser juzgados por su utilidad. Nada es bueno o malo, verdadero o falso independientemente de sus resultados. El conocimiento es un instrumento de acción que tiene que condensarse en experiencia.
Después vinieron diversas escuelas epistemológicas en función de la relación entre el sujeto perceptor y el objeto percibido. Una de ellas, la fenomenológica, afirma que los objetos del conocimiento son iguales que los objetos percibidos. La neorrealista sostiene que las cosas en sí, conocidas por el cerebro mediante las percepciones directas, no son iguales a los estados mentales que cada persona tiene sobre ellas. O sea que hay porciones incognoscibles de las cosas para la mente humana. La escuela realista crítica adopta una posición intermedia: aunque el conocimiento empieza por la percepción sensorial —colores, olores, formas, peso, tamaño, consistencia, movimiento, sonido— él es la representación más o menos fidedigna de los objetos físicos conocidos.
El filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938) elaboró un método para identificar la relación entre el acto de conocer y el objeto conocido —al que denominó fenomenología— por medio del cual pudo distinguir cómo son las cosas en sí a partir de cómo uno piensa que son —el nóumeno, que llamaba Platón— y pudo con ello tener bases conceptuales del conocimiento más precisas.
El profesor austriaco de Cambridge Ludwig Wittgenstein (1889-1951) inspiró la fundación de la escuela del empirismo lógico en Viena durante el segundo cuarto del siglo XX, que sostenía que hay sólo una clase de conocimiento: el conocimiento científico, verificable por la experiencia. Y partiendo del hecho de que hay un “embrujamiento” del lenguaje, se empeñó además en establecer las reglas de un lenguaje exacto, que fuera capaz de comunicar con fidelidad los conceptos de las cosas.
Esta fue, en general, una preocupación de la denominada filosofía del lenguaje encargada de estudiar el uso de los términos epistemológicos claves para formular reglas que traten de evitar las confusiones verbales causadas por la ambivalencia y ambigüedad de las palabras. Muchas de ellas en realidad tienen más de una significación o se han vaciado de contenido porque a menudo son empleadas con diferente intención.
La filosofía kantiana, con su método de razonamiento por antinomias, y las ideas dialécticas de Hegel, combinadas con la vieja filosofía materialista de los siglos XVII y XVIII, fueron las bases sobre las cuales Carlos Marx (1818-1883) y Federico Engels (1820-1895) pudieron levantar su >materialismo dialéctico. Por supuesto que ellos no fueron enteramente originales en sus planteamientos. Muchos de sus conceptos habían sido enunciados con anterioridad. El materialismo dialéctico o la dialéctica materialista sostiene que el mundo material que nos rodea, y del cual formamos parte, constituye la realidad primaria de la que dependen todas las cosas, incluido el pensamiento humano, que no puede existir sin la materia. El pensamiento mismo, según este punto de vista, no es más que una manifestación de la materia en un grado superior de evolución. La materia tiene vida propia y se rige por sus leyes. El mundo existe independientemente del pensamiento humano. No son las ideas las que crean las cosas —como pretenden ciertas corrientes de la filosofía idealista— sino, a la inversa, las cosas las que crean las ideas, o sea que, como afirma Marx al comienzo de su libro “El Capital” y en su crítica a la dialéctica idealista de Hegel, el pensamiento no es el demiurgo de lo real sino que es lo material traducido y transpuesto al cerebro del hombre.
De este modo, la filosofía materialista desecha toda afirmación metafísica de la existencia de un espíritu, idea absoluta, alma o cualquier otro elemento inasible o incognoscible, como quiera que se llame, y sostiene que todos los fenómenos del universo son sólo diversas formas de la materia en movimiento y en distintas fases de su evolución.
La dialéctica materialista de Marx concibe al mundo en movimiento, en un fluir interminable, en un permanente ser y dejar de ser: en un devenir. Lo mismo en el orden de la naturaleza que en el orden humano y en el social, nada es eterno, todo es transitorio, todo es perecible. Todo nace, crece, se desarrolla, llega a su apogeo, declina y muere. La quietud no existe. El cambio es la ley ineluctable de la vida.
En cuanto a la teoría del conocimiento, afirma que la razón humana es la autoridad suprema para la búsqueda de la verdad y reivindica la confianza en el poderío de la ciencia, del saber y de la inteligencia humana para descubrir los secretos del hombre, de la naturaleza y de la sociedad, por lo que no hay cosas misteriosas, arcanas ni esotéricas, sino simplemente no descubiertas todavía por la ciencia.