Se llama efecto invernadero, en el ámbito de la <ecología, al calentamiento de la Tierra por acción de la pantalla de gases tóxicos emanantes de la superficie terrestre que se forma en la atmósfera, alrededor del planeta, y que atrapa el calor y la radiación infrarroja emitidos por la superficie terrestre.
Fue el científico sueco Svante Arrhhenius (1859-1927) quien descubrió en 1896 que la quema de los combustibles fósiles podría producir el calentamiento de la Tierra. Estableció la relación entre las concentraciones de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera y la temperatura superficial terrestre. Y sugirió que si se duplicaba esa concentración se produciría un aumento de 5º centígrados en la temperatura del planeta.
El efecto invernadero existió siempre, porque de lo contrario no hubiera habido vida en la Tierra; pero hoy ha crecido en magnitudes peligrosas. Se produce porque ciertos gases que se desprenden de la Tierra, principalmente el bióxido de carbono (CO2) proveniente de la oxidación del carbono y de la quema de combustibles fósiles —los derivados del petróleo, el carbón, el gas natural—, al condensarse en la atmósfera, forman una capa que impide la salida de las emisiones de calor de la superficie terrestre y origina el aumento de la temperatura del planeta. A su vez, el incremento de la temperatura planetaria produce cambios en el clima, tormentas tropicales, deshielo de los glaciares, aumento del nivel de los mares, inundaciones y otros efectos que con el tiempo pueden llegar a ser catastróficos para la vida humana.
Se les llama “combustibles fósiles” porque se han formado en el subsuelo a partir de la descomposición de animales y plantas muertos hace millones de años. Consecuentemente, el origen de los combustibles fósiles —que producen energía por combustión— es orgánico.
Estudios científicos señalan que los bosques y los suelos almacenan unos 200.000 millones de toneladas de carbono, que es aproximadamente el triple de la cantidad concentrada en la atmósfera por efecto de la combustión. Los bosques absorben anhídrido carbónico y, mediante su metabolismo, lo transforman en oxígeno. Pero la deforestación impide que los bosques cumplan esta vital función ecológica y origina la oxidación de ese carbono y su liberación hacia la atmósfera en forma de dióxido de carbono. Se calcula que desde 1860 hasta nuestros días la tala de bosques en el mundo ha lanzado al aire, de esta manera, entre 90.000 millones y 180.000 millones de toneladas de carbono. La deforestación es culpable de enviar a la atmósfera más del doble de bióxido de carbono (CO2) que el que lanza la combustión sumada de petróleo, gas natural y carbón para fines industriales. Esto significa que los países en desarrollo de África, Asia y América Latina, que en la actualidad son los principales deforestadores en el planeta, tienen también responsabilidad en la formación de la capa de gases de efecto invernadero.
La ingeniera forestal costarricense Doris Cordero Camacho, en su estudio sobre los bosques de América Latina elaborado para la Friedrich Ebert Stiftung en el año 2011, sostiene —con amplia experiencia en la materia— que los bosques del planeta ocupan un área global de 4.000 millones de hectáreas, de las cuales 861,5 millones hectáreas —o sea el 22%— se ubican en América Latina y el Caribe; y que “en América del Sur se encuentra el mayor bloque de bosque tropical, en la cuenca amazónica, la misma que comprende una enorme diversidad de especies, hábitats y ecosistemas”.
Precisa que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —Food and Agriculture Organization of the United Nations (FAO)—, de la extensión forestal mundial, que cubre el 31% de la superficie del planeta, 831,5 millones de hectáreas están en América del Sur, 22,4 millones en América Central y 5,9 millones en el Caribe.
Sostiene que “los bosques del mundo almacenan 289 giga-toneladas de carbono sólo en su biomasa. De estas, alrededor de 100 giga-toneladas están almacenadas en los bosques de América del Sur” —giga significa mil millones de veces una unidad de medida—, pero “la deforestación, la degradación y la escasa ordenación forestal las reducen”.
Afirma Doris Cordero que, “además de la importancia de los bosques como medios de vida para las poblaciones rurales y su rol en la conservación de la biodiversidad y el mantenimiento de las reservas de carbono, los bosques proveen otros servicios imprescindibles para la vida humana y societal, como son la regulación hídrica, la conservación de suelos, la provisión de espacios para recreación y turismo, además de ser el continente de valores sociales, culturales y espirituales asociados”.
Y pone énfasis en que “la producción maderera sigue siendo peligrosamente alta en algunos países de la región. Los bosques son gestionados principalmente mediante concesiones privadas a largo plazo, y abarcan desde extensiones pequeñas hasta grandes áreas de más/menos 200 mil hectáreas en países como Bolivia, Guyana y Surinam. En la mayoría de las concesiones, la extracción selectiva de las maderas más valiosas en el mercado es el principal objetivo que se persigue”.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en un instrumento aprobado en diciembre del 2007, definió el manejo forestal sostenible (MFS) como “la ordenación sostenible de los bosques, como concepto dinámico en evolución, cuyo objeto es mantener y aumentar el valor económico, social y medioambiental de todos los tipos de bosques, en beneficio de las generaciones presentes y futuras”, para lo cual los Estados miembros deben formular y ejecutar “programas forestales nacionales u otras estrategias de ordenación sostenible de los bosques”, teniendo en cuenta la cantidad de recursos forestales de cada país, su diversidad biológica, salud y vitalidad, sus funciones productivas y la protección de los recursos forestales de acuerdo con las demandas ecológicas y la calidad de vida de las poblaciones.
Lamentablemente poco o nada de esto se cumple en los procesos productivos de los países latinoamericanos, sea por negligencia o por corrupción de las autoridades encargadas del control forestal sostenible y del manejo y conservación de los bosques, en complicidad con empresarios privados nacionales e internacionales. Por lo cual sigue adelante la deforestación destructiva e ilegal con todos sus perniciosos efectos ambientales para el planeta.
Pero no son solamente los recursos forestales los afectados. Una alta proporción de los recursos hídricos superficiales del planeta está también infectada porque los ríos y lagos se han convertido en depósitos de los desechos tóxicos de la agricultura, de la industria y de los desagües urbanos.
Doscientos cincuenta de los quinientos ríos más importantes del mundo están seriamente afectados. Sólo cinco de los cincuenta y cinco grandes ríos europeos se consideran limpios. Cada día dos millones de toneladas de basura van a parar a los cauces de agua. En la India el fanatismo religioso se encarga de contaminar el Ganges —el “río sagrado”—, donde sumergen a los difuntos y con eso transmiten a los vivos que se bañan en sus aguas el cólera, el tifus y numerosas enfermedades gastrointestinales.
Sólo dos ríos importantes en el planeta, que son el Amazonas (6.788 kilómetros de largo) y el Congo (4.670 kilómetros), se pueden considerar sanos gracias a que no tienen en sus orillas centros industriales ni grandes ciudades.
En Europa el 80% de los humedales ha sido drenado por la agricultura, el urbanismo o el desarrollo industrial. Cerca de la mitad de los lagos se ha degradado por los desechos industriales y las actividades económicas. Por eso los científicos han recomendado iniciar la “revolución azul” para administrar y conservar las reservas de agua dulce y defenderlas de la contaminación de los fertilizantes y pesticidas iniciada por la “revolución verde” de los años 60 del siglo anterior.
El economista británico Nicholas Stern, en su estudio “The Economics of Climate Change”, publicado en octubre del 2006, sostiene que la agricultura y otros usos de la tierra son responsables del 32% de las emisiones de CO2, la producción de energía el 24%, la industria el 14%, los transportes el 14% y otras actividades el 16%.
El efecto invernadero probablemente producirá un aumento en el calentamiento global estimado entre 1,6 y 4,7 grados centígrados hacia el año 2030 y de 2,9 a 8,6 hacia el año 2075. Según algunos científicos, el aumento de la temperatura terrestre es ya perceptible y a él se atribuyen las grandes sequías, inundaciones, tormentas tropicales y otros desórdenes del clima que sufren algunos lugares de la Tierra.
Uno de los efectos catastróficos que tendrá el aumento de la temperatura terrestre es la subida de nivel de los mares, a causa de los deshielos de los glaciares. Lo cual producirá la inundación de ciudades y zonas costeras bajas y la destrucción de regiones agrícolas y pondrá en peligro la vida de millones de personas. El incremento de 1,5 a 4,5 grados centígrados en la temperatura de la Tierra causaría un aumento del nivel general de los mares de 40 a 120 centímetros, suficiente para producir indecibles estragos en vastas zonas del planeta. Según cálculos científicos, la elevación de un metro en el nivel de las aguas marinas inundaría alrededor del 15% de las tierras labrantías de Egipto y comprometería la vida del 16% de su población, y en Bangladesh perjudicaría a tierras que albergan al 8,5% de sus habitantes. En Asia dejaría sumergidas enormes extensiones de manglares, especialmente en los deltas del Ganges y el Mekong. Si el nivel de las aguas marinas aumentara de 1,4 a 2,1 metros, se perdería por inundación del 40 al 76% de las tierras húmedas en producción de 52 áreas estudiadas por los científicos en Estados Unidos de América. Estas serían algunas de las consecuencias devastadoras que produciría la elevación de la temperatura de la Tierra, a causa del llamado efecto invernadero de los gases que la deforestación, los procesos industriales, los transportes y otras actividades humanas emiten desde la superficie terrestre.
El exvicepresidente norteamericano Al Gore, en su documental cinematográfico “Una Verdad Incómoda”, bajo la dirección de Davis Guggenheim, estrenado en Estados Unidos el 24 de mayo del 2006 y difundido después en DVD, sostiene que treinta enfermedades nuevas han emergido en el último cuarto de siglo por causa del calentamiento: ebola, arena virus, hantavirus pulmonary syndrome, severe acute respiratory syndrome (SARS), lyme disease, legionnaires, vibrio cholerae, avian flu y otras. Y que además han resurgido enfermedades que estaban controladas, como la malaria, el dengue, la leptospirosis o el west nile virus.
Afirma Gore que el calentamiento global rompe el equlibrio ecológico y pone como ejemplo, entre tantos otros, el de las plantaciones de pinos en Estados Unidos. Dice que los climas helados matan a los escarabajos de pinos que se comen la corteza de los árboles; pero que como hoy hay menos días helados que antes —por los cambios anómalos de las estaciones— quedan vivos muchos escarabajos que devastan los bosques de pinos. En prueba de su afirmación, Gore mostró en su documental una dramática imagen tomada de las 5,5 millones de hectáreas de abetos en Alaska asolados por el escarabajo.
Según informó en marzo del 2002 el Centro Norteamericano de Datos sobre las nieves y los hielos (NSIDC, siglas en inglés), el calentamiento del clima planetario produjo a fines de enero de ese año una gigantesca fractura y hundimiento de la plataforma glacial Larsen B del continente antártico, que se fragmentó en miles de icebergs que quedaron flotando en el mar de Weddell. Esta plataforma, cuya formación se remonta a 12 mil años, tenía 720.000 millones de toneladas de hielo que ocupaban una superficie de 3.250 kilómetros cuadrados. Los científicos afirman que los glaciares de la región antártica han disminuido su volumen en 13.500 kilómetros cuadrados a partir de 1974 y han producido un aumento del nivel de los mares.
El NSIDC, cuya principal función es la vigilancia de los glaciares, obtuvo la información mediante imágenes enviadas por satélite.
A comienzos de noviembre del 2006 las autoridades marítimas de Nueva Zelandia informaron a los navegantes que alrededor de cien gigantescos bloques de hielo —el mayor de los cuales medía 1,8 kilómetros de largo por 1,3 kilómetros de ancho y 130 metros de altura—, desprendidos del continente antártico, flotaban a 250 kilómetros de distancia de las costas sur de Australia.
Según esta misma revista, edición del 15 de octubre del 2003, científicos de la Dirección Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA, en sus siglas en inglés) y del Departamento de Defensa de Estados Unidos midieron por medio de satélites la disminución de dos campos de hielo en el extremo austral de Sudamérica —que abarcaban 17.000 kilómetros cuadrados y 63 glaciares— y descubrieron que el volumen de su derretimiento se había duplicado entre los años 1995 y 2000. Los investigadores estimaron que los glaciares pierden 41,68 kilómetros cúbicos de hielo por año, volumen que aumenta el nivel de los mares en 0,102 milímetros anualmente.
El British Antartic Survey (BAS) denunció a finales de marzo del 2008 que un gigantesco bloque de hielo de una superficie de 16.000 km2 —que había estado allí por centenares de años— amenazaba con desprenderse de la meseta Wilkins, en la península antártica, “mucho más rápido de lo pensado”, según dijo el profesor David Vaughan, aunque ese desprendimiento “no tendrá ningún efecto en los niveles de los mares, pues ya estaba flotando; pero es otro indicador del impacto que el cambio climático tiene en esa región”.
Al Gore, en su “Una Verdad Incómoda”, sostiene dramáticamente que si se descongelara la península antártica occidental o la mitad de Groenlandia por los efectos del calentamiento global, el aumento del nivel de los mares causaría la inundación de buena parte de Florida, de San Francisco de California, de la isla de Manhattan en Nueva York y de muchas otras partes del territorio norteamericano. Holanda desaparecería del mapa, una amplia zona de Pekín, donde viven millones de personas, sería cubierta por las aguas y lo mismo ocurriría con Shanghai, Calcuta, Bangladesh y muchos otros lugares altamente poblados del planeta. Todo lo cual produciría el desarraigo de más de cien millones de personas.
En algún día de la segunda semana de julio del 2017 un gigantesco iceberg de más 5.800 kilómetros cuadrados de tamaño —siete veces más grande que la ciudad de Nueva York— y un billón de toneladas de peso se desprendió de la plataforma de hielo Larsen C al oeste de la Antártida en el Polo Sur e, impulsado por los vientos atmosféricos y las corrientes oceánicas, empezó a flotar sin rumbo y se constituyó en un peligroso obstáculo para los navegantes. Recordemos la tragedia del transatlántico británico Titanic —el mayor barco turístico del mundo en ese momento, con capacidad para 2.787 pasajeros—, que en la madrugada del 15 de abril de 1912, en su viaje inaugural desde el puerto inglés Southampton a la ciudad de Nueva York, chocó contra un iceberg y se hundió, causando la muerte de 1.514 pasajeros de los 2.223 que iban a bordo.
Con relación al polo norte, los investigadores de la Universidad de Alaska publicaron en la revista “Science”, julio del 2002, un estudio que demostró que “desde mediados de los años 50 hasta mediados de los 90 (del siglo XX) los glaciares perdieron unos 52 kilómetros cúbicos al año” y que “en los recientes cinco años el ritmo casi se ha duplicado”. Agregaron que en más de medio siglo ellos han perdido 805 kilómetros cúbicos de hielo y que esos deshielos de Alaska han contribuido con la mitad del volumen del agua que ha llegado a los océanos del planeta procedente de las montañas.
A este ritmo —según las apreciaciones a mediados del 2008 de los científicos del NSIDC de Boulder, Colorado, Estados Unidos—, muy pronto los barcos podrán cruzar la zona ártica con facilidad. Lo cual generará un problema no solamente medioambiental sino también político, ya que entrarán en disputa internacional las enormes riquezas mineras que guarda la zona polar norte del planeta. Científicos suponen que allí está la cuarta parte de las reservas mundiales de petróleo y gas. En agosto del 2007 una expedición científico-militar rusa plantó la bandera de su país en el fondo del Océano Ártico como signo de reivindicación territorial. “El Ártico ha sido y será nuestro”, dijo entonces el vicepresidente de la Cámara de Diputados de Rusia, Artur Chilingarov. La inmediata respuesta del primer ministro del Canadá, Stephan Harper, fue que su país aumentará la presencia en el Océano Ártico con la construcción de un puerto en el norte de la isla de Baffin, en el marco de una agresiva política de defensa de su soberanía sobre la región. Se volvió a escuchar entonces la retórica de la guerra fría. Pocos días más tarde Dinamarca envió una expedición para cartografiar el fondo marino del norte de Groenlandia. Y los Estados Unidos situaron su propia expedición, a bordo del rompehielos Healy, para investigar el fondo del Océano Ártico. Cinco son los Estados que se disputan porciones de esas riquezas mineras por tener líneas de costa en la región: Rusia, Estados Unidos, Canadá, Dinamarca y Noruega.
A comienzos del año 2010 un gigantesco iceberg de 19 kilómetros de largo por 8 kilómetros de acho y 200.000 millones de toneladas de peso, desprendido de los glaciares del polo antártico diez años antes, flotaba lentamente a 1.700 kilómetros de distancia de las costas del sur de Australia. Como todos los de su clase, el iceberg terminó por fragmentarse y disolverse en las aguas del océano.
En un encuentro de científicos en cambio climático celebrado en Nueva York bajo el patrocinio de la organización ecologista internacional Greenpeace, a mediados de septiembre del 2012, se presentaron imágenes captadas por satélite que evidenciaban que el volumen de los glaciares del Ártico había disminuido en un 13% desde el año 1979 al 2012.
Estudios conjuntos de la National Aeronautics and Space Administration (NASA) y la Universidad de California, realizados en una amplia zona de los glaciares de la Antártida occidental, frente al mar de Amundsen —donde se encuentran seis glaciares gigantes que bajan de las montañas hacia el mar— confirmaron a comienzos del 2014 que el proceso de derretimiento de los glaciares, causado principalmente por el aumento de las temperaturas oceánicas, había llegado a un “punto de no retorno”.
Afirmó Tom Wagner, científico de la agencia espacial estadounidense, que esos estudios “no se sustentan en simulacros de computadora o modelos numéricos” sino “en la interpretación empírica de más de cuarenta años de observaciones desde satélites de la NASA”. El científico norteamericano se refería a las investigaciones iniciadas por la agencia espacial norteamericana en los años 70 del siglo anterior.
Con base en tales investigaciones, las dos entidades científicas aseguraron que el derretimiento de los glaciares era más rápido de lo previsto y que, con el aumento del nivel de los mares —82 centímetros o más hasta el fin de este siglo— muchas ciudades costaneras del planeta tendrán que ser evacuadas en décadas venideras.
Estas son algunas de las consecuencias debidas al calentamiento del planeta, a causa del efecto invernadero de ciertos gases.
En la búsqueda del desarrollo sustentable, como Presidente de Ecuador expedí un decreto el 22 de abril de 1990 mediante el cual fueron declarados los años 90 como la década del ecodesarrollo en mi país, a fin de someter todos los planes y proyectos relacionados con la producción a una calificación previa desde la óptica ambiental para que pudieran ser ejecutados. De esa manera, según dispuso el decreto, “el desarrollo económico y social del país será planificado, ejecutado y evaluado con criterios ambientales a fin de que dicho desarrollo sea sostenido y no aniquile el medio ambiente y los recursos naturales y busque, al mismo tiempo, no sólo la acumulación material sino el mejoramiento de la calidad de vida de nuestro pueblo”. El decreto estuvo acompañado de una ley para el manejo de los recursos costeros, de la conservación de las Islas Galápagos, de la repartición gratuita de tierras a los grupos étnicos de la región amazónica, del canje de deuda externa para fines ambientales y de la creación de la subsecretaría del medio ambiente (viceministerio) y de la corporación ambiental en la empresa ecuatoriana de petróleos.
Sin embargo, hay climatólogos —como el francés Haroun Tazieff— que no aceptan que el efecto invernadero sea generado principalmente por las emisiones de dióxido de carbono provenientes de la quema de combustibles fósiles. En criterio del mencionado vulcanólogo francés el CO2 “juega un rol poco significativo en el efecto invernadero” y es el agua, en cualquiera de sus estados, la responsable de tal efecto. Por eso, concluye que “el efecto invernadero es máximo en las regiones húmedas y mínimo en las áridas” no obstante que ambas generan la misma proporción de CO2: el 0,03%. Según esta opinión, el aumento de la temperatura del aire incrementa la evaporación del agua en la superficie terrestre y en los océanos y genera la nubosidad que aumenta el albedo de la Tierra, o sea la reflexión del calor solar que regresa al espacio.
En varios sitios de internet pueden localizarse entidades científicas y personas escépticas de la tesis del calentamiento de la Tierra. Ellas además no creen que el derretimiento de los glaciares pueda tener efectos dramáticos en el aumento del nivel de los mares y en las inundaciones que prevén los científicos. Anotan que los glaciares árticos derretidos no aumentan el volumen de las aguas ya que, como son hielos flotantes sobre el océano, el espacio que ellos dejan al licuarse es el mismo que luego ocupan sus aguas. El polo ártico es en realidad un océano congelado rodeado por las tierras de América y de Asia. Para demostrar esto se remiten al experimento de colocar en un vaso dos o tres cubitos de hielo y llenarlo luego con agua tibia hasta el borde: cuando los trozos de hielo sobresalientes se derriten ni una gota de agua rebasa el vaso. No dejan de reconocer, sin embargo, que la situación del continente antártico es diferente porque allí los glaciares están asentados sobre tierra firme, de modo que sus deshielos incrementan el volumen de agua de los mares.
La creciente preocupación por el tema se reflejó en la cumbre mundial sobre el cambio climático celebrada en la ciudad japonesa de Kioto, bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, del 1 al 12 de diciembre de 1997, que juntó a los representantes de 159 países para tratar la cuestión de los gases de calentamiento del planeta. Tras borrascosas discusiones —que enfrentaron a los países de la Unión Europea, partidarios de ambiciosas cifras de reducción, contra la postura reticente y conservadora de los norteamericanos, presionados internamente por sus grandes industrias— se aprobó por consenso una convención internacional en virtud de la cual Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón se comprometieron a disminuir durante los próximos quince años sus emisiones de gas en el 7%, el 8% y el 6%, respectivamente, en relación con los niveles de 1990. Otros países industriales se obligaron a porcentajes menores. Los gases en cuestión fueron el dióxido de carbono, el óxido nitroso, el metano, el hexaflurido sulfúrico, el hidrofluorocarbono y el perfluorocarbono, que son los responsables directos o indirectos del efecto invernadero.
Sin embargo, la organización ecologista Greenpeace calificó a la reunión como una “farsa” puesto que las medidas acordadas estaban muy lejos de disminuir los impactos ambientales.
Las discusiones de la cumbre apenas toparon el tema de la deforestación y dejaron al margen de toda obligación a los países del mundo subdesarrollado.
En realidad, las discusiones de la cumbre toparon sólo tangencialmente el tema de la deforestación, con lo cual se exoneró de toda obligación a los países del tercer mundo, entre los que están dos grandes contaminadores: China e India, que en los últimos años han dado grandes pasos en el camino de la industrialización.
De todas maneras, el Protocolo de Kyoto entró en vigor para sus 128 países suscriptores el 16 de febrero del 2005, cuando se cumplieron noventa días desde que Rusia depositó sus instrumentos de ratificación y, con ello, hizo posible el cumplimiento de la condición estipulada en el acuerdo: la adhesión de no menos de 55 países que representaran al menos el 55% de las emisiones totales de dióxido de carbono de los países miembros, en cifras de 1990.
Estados Unidos y Australia, en nombre de sus respectivas conveniencias económicas, se negaron a ratificar el Protocolo. El presidente norteamericano George W. Bush había argumentado en el 2001 que éste era un acuerdo “carente de solidez científica”, aunque todo hizo pensar que su decisión —que causó gran malestar en Europa y en el mundo— obedeció a la presión de las compañías del petróleo y del carbón.
Sin embargo, el gobierno australiano ha buscado una solución alternativa al problema de la emisión de gases de efecto invernadero. Científicos norteamericanos, japoneses, europeos y australianos, que trabajaban en una organización financiada por el gobierno de Australia, informaron en febrero del 2003 que estudiaban la posibilidad de enterrar un millón de toneladas métricas de dióxido de carbono para disminuir el efecto invernadero. De lo que se trataba era de encerrar el CO2 en enormes depósitos subterráneos, a mil metros de profundidad, para evitar que fueran hacia la atmósfera. “Australia tiene suficiente capacidad subterránea para almacenar potencialmente la totalidad de sus emisiones en los próximos 2.000 años”, dijo Peter Cook, jefe del proyecto, en aquellos días.
A partir del cambio de gobierno —la sustitución del régimen conservador por el laborista presidido por Hevin Rudd—, Australia rectificó la postura anterior y ratificó el Protocolo de Kyoto en la conferencia sobre el cambio climático reunida en Bali, Indonesia, del 3 al 14 de diciembre del 2007.
Según datos de 1990, del total de las emisiones de dióxido de carbono producidas por los países industriales —en los términos del artículo 25 del Protocolo de Kyoto—, Estados Unidos eran responsables del 36,1%, Rusia 17,4%, Japón 8,5%, Alemania 7,4%, Inglaterra 4,3%, Canadá 3,3%, Italia 3,1%, Polonia 3%, Francia 2,7%, Australia 2,1%, España 1,9%, Holanda 1,2%, República Checa 1,2%, Rumania 1,2% y los otros países, de porcentajes menores.
En el año 2005 los mayores emisores de gases de efecto invernadero fueron China, Estados Unidos, India, Rusia, Brasil, Japón, Alemania, Indonesia, Canadá, México, Inglaterra, Australia, Irán, Italia y otros países, en ese orden.
Desde aquel año China se convirtió en el mayor contaminante de dióxido de carbono del planeta. Superó a Estados Unidos, que durante el 2008 y el 2009 había bajado en un 9% su emisión de gases contaminantes, según información del Earth Policy Institute de Washington.
De acuerdo con datos del Instituto para Investigaciones del Impacto Climático de Potsdam, en el 2007 el país asiático emitió 8.106 millones de toneladas de CO2 mientras que de suelo norteamericano salieron 6.087 millones de toneladas. Y si todo sigue igual, en el año 2020 China lanzará a la atmósfera 11.292 millones de toneladas y Estados Unidos 6.308 millones; y, en el año 2050, China producirá 16.232 millones, Estados Unidos 7.098 millones, India 6.912 millones y la Unión Europea 5.027 millones. Esas son las proyecciones.
Un caso ejemplar fue el de Noruega. Su primer ministro Jens Stoltenberg presentó el 19 de abril del 2007 el denominado “libro blanco” sobre el clima, en el que se fijó como objetivo hacia el año 2050 convertirse en un país de “cero emisiones” de gases de calentamiento. Para alcanzarlo se instrumentará en los próximos años un intenso programa de reforestación, generación de energía limpia, promoción de biocombustibles, prohibición de la calefacción a diésel, veda de desechar material reciclable y otras medidas.
Desde comienzos de los años 70 del siglo anterior se ha ido forjando en el mundo una creciente preocupación por el calentamiento global y los desórdenes del clima. En 1972 la degradación medioambiental entró a formar parte de la agenda ambiental internacional con la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático —la denominada Cumbre de la Tierra— que juntó en Río de Janeiro a 172 jefes de Estado y jefes de gobierno. En junio de ese año, en la conferencia de las Naciones Unidas sobre medio ambiente celebrada en Estocolmo, se planteó el problema del desarrollo sustentable, es decir, el desarrollo en un ambiente sano para beneficio de las generaciones humanas presentes y futuras. El tema quedó planteado internacionalmente. Por recomendación de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Humano fue creado el Programa de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente (PNUMA) —cuya sede fue Nairobi, Kenia— con el propósito de generar una conciencia ecológica mundial que produjera acciones en favor de la sostenibilidad del planeta. Inmediatamente se reunió en Estocolmo la Conferencia sobre Medio Ambiente Humano y, desde entonces, la degradación medioambiental empezó a formar parte de la agenda de las reuniones internacionales.
En 1995 vino la I Conferencia sobre Cambio Climático en Berlín, a la que siguieron las conferencias mundiales de Ginebra 1996, Kioto 1997, Buenos Aires 1998, Bonn 1999, La Haya 2000, Marrakech 2001, Nueva Delhi 2002, Milán 2003, Buenos Aires 2004, Montreal 2005, Nairobi 2006, Bali 2007, Poznan 2008, Copenhague 2009, Cancún 2010, Durban 2011, Catar 2012, Varsovia 2013, Lima 2014, París 2015.
Pero lamentablemente, en la realidad, esa ha sido la historia de más de cuatro décadas de fracasos en encontrar soluciones concretas y eficaces al problema del calentamiento global. Los gobiernos y los grupos empresariales, en general, no han estado a la altura de la preocupación mundial y han defraudado a los pueblos con su ineficacia en la toma de soluciones. Influidos y presionados principalmente por las grandes constelaciones petroleras dedicadas a la extracción de hidrocarburos alrededor del mundo y a la comercialización de combustibles fósiles —con sus poderosos lobbies—, o por los intereses de las grandes empresas deforestadoras, los gobiernos han rehuido tomar decisiones vinculantes y han dejado todo para el futuro, sin asumir sus responsabilidades frente al calentamiento global que, según sostiene el climatólogo norteamericano James Hansen, podría ser más acelerado y peligroso de lo que se supone.
El Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático creado por las Naciones Unidas en 1988 —Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC)—, que reunió en París a quinientos expertos de ciento treinta países a fines de enero del 2007, hizo público su cuarto informe sobre los cambios del clima en el planeta y las proyecciones de este fenómeno durante el presente siglo. Sus datos e informaciones fueron alarmantes. El Grupo Intergubernamental sostiene que las actividades humanas durante los últimos cincuenta años, con la emisión de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, fueron la causa principal del calentamiento global. El informe explica cómo la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera impide la ventilación del planeta y provoca el aumento de su temperatura. Señala que a comienzos del 2007 esa concentración fue de 380 partes por millón en comparación a las 270 partes que había en el año 1750. Advierte que el planeta sufrirá durante este siglo un calentamiento de entre 1,8 y 4 grados, aunque en los polos será de 6,4º C. Lo cual elevará el nivel de los mares en 58 centímetros y producirá gigantescas inundaciones, fuertes olas de calor o de frío, ciclones tropicales, huracanes, tornados, tifones, sequías y otros fenómenos meteorológicos que destruirán superficies fértiles y afectarán gravemente la vida sobre la Tierra. “El aumento de 40 centímetros en el nivel de los océanos —dice el informe— significará que doscientos millones de personas deberán abandonar su hogar y su lugar de residencia”.
El número de “refugiados climáticos” crecerá incesantemente.
Durante la primera semana de abril del mismo año se volvieron a reunir en Bruselas más de cien expertos del IPCC para proseguir el análisis del impacto del calentamiento del planeta sobre la vida humana. Como resultado de esta reunión se formuló un informe adicional titulado “El cambio climático 2007: impactos, adaptación y vulnerabilidad”, que resumió los elementos de las investigaciones científicas de los cinco años precedentes, región por región, y propuso medidas para reducir el impacto de este fenómeno. Los expertos señalaron que los daños serán mayores de lo previsto, vendrán antes y afectarán a todas las regiones del planeta pero especialmente a las zonas tropicales. En aquella ocasión el investigador hindú Rajendra Pachauri, presidente del IPCC, afirmó que las peores consecuencias las asumirán los pobres de los países pobres y los pobres de los países ricos. Algunas de las consecuencias previstas serán la caída de los cultivos de Africa, con su secuela de hambre para millones de personas; el derretimiento de los glaciares del Himalaya que alimentan los ríos de China y la India, que dejará sin agua dulce a centenares de millones de personas; olas de calor en Norteamérica y Europa; sequías e inundaciones en varias zonas del planeta; extinción del 20% al 30% de especies animales y vegetales; disminución de los glaciares andinos, que constituyen una de las principales reservas de agua dulce de Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia.
En la cumbre del cambio climático reunida en Bali, Indonesia, del 3 al 15 de diciembre del 2007, los Estados Unidos se adhirieron a un tibio documento de acuerdos al que llegaron los representantes de 190 países, a condición de que no se mencionaran, con carácter vinculante, normas ni medidas de reducción de las emisiones de bióxido de carbono (CO2) y de otros gases de efecto invernadero, mención que exigía la Unión Europea. En el curso de las largas y encendidas discusiones hubo un consenso respecto de los índices de emisión que no debían superar las 445 partículas por millón, pero esta información no constó en el documento final por la presión ejercida por los delegados del gobierno republicano de Estados Unidos. Uno de los argumentos de los representantes estadounidenses fue la “falta de compromiso” de los países del tercer mundo —especialmente China, India y Brasil— para aceptar límites en sus emisiones de CO2 generadas principalmente por la agricultura, el uso del suelo y la deforestación. Brasil, que era uno de los grandes emisores de dióxido de carbono por la tala de árboles en su región amazónica, había declarado días antes de la reunión de Bali que “no estaba dispuesto a que los países ricos le impusieran políticas ambientales”. Tesis que ha sido mantenida por casi todos los gobiernos brasileños de los últimos años. La misma rigidez tienen los gobiernos de China, India y, en general, de los países del mundo subdesarrollado, responsables de alrededor del 20 por ciento de las emisiones por la vía de la deforestación, que no admiten las obligaciones ambientales.
Thomas Kolly, jefe de la delegación suiza, opinó en esa oportunidad que debía incluirse a los “países emergentes” en las normas limitantes de la emisión de gases contaminantes, ya que “los países vinculados al Protocolo de Kyoto no pesan más que una cuarta parte de las emisiones de CO2”.
En los círculos ambientalistas del mundo se considera que China y Estados Unidos, los mayores contaminadores, constituyen un escollo para lograr un acuerdo global de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. China, para eludir la disminución de sus emisiones, se va por la coartada de que sus emisiones per cápita representan una sexta parte de las norteamericanas.
La reunión de Bali se celebró en el momento en que la Organización Mundial de Meteorología (OMM) publicó un estudio que demostraba que se había llegado a cantidades nunca antes alcanzadas de emisión de dióxido de carbono y de óxido nitroso (N2O) y en que los climatólogos de las Naciones Unidas habían advertido que el calentamiento del planeta y el aumento del nivel de los mares habían tomado un ritmo más rápido que el previsto, con claros impactos sobre la extinción de especies y el agravamiento de las condiciones meteorológicas globales.
No obstante, no han faltado quienes han juzgado con suspicacia los informes de la IPCC, cuyos alarmantes datos los han atribuido a la intención de las Naciones Unidas de consolidar un gobierno mundial, para lo cual usan el tema del calentamiento global y de los desórdenes climáticos como piedra angular de su proyecto. Y han afirmado que los modelos matemáticos y computacionales usados por la agencia internacional —sobre los fenómenos climáticos que pertenecen al mundo de la complejidad— han sido poco fiables y han recibido críticas de importantes científicos, que sostienen que el efecto invernadero, en su mayor parte, es un fenómeno de carácter natural que se origina en el vapor del agua.
Pero Al Gore descalificó a esos científicos —algunos de ellos ubicados en la Casa Blanca durante la administración de George W. Bush— por haber estado al servicio de las grandes empresas contaminantes.
Por analogía con la denominada curva de Kuznets —formulada en los años 50 del siglo XX por el economista norteamericano Simon Kuznets para establecer las correlaciones entre el crecimiento económico y la distribución del ingreso—, los investigadores estadounidenses Thomas M. Selden y Daqing Song, en su libro “Environmental Quality and Development: is there a Kuznets Curve for Air Pollution Emissions?” (1994), idearon la curva ambiental de Kuznets —environmental Kuznets curve (EKC)— para demostrar que al iniciarse el proceso de crecimiento del ingreso per cápita en un país desarrollado se da una mayor presión sobre el medio ambiente y se aumenta su deterioro, pero que al alcanzarse niveles superiores de prosperidad económica y de ingreso per cápita surgen cambios estructurales y tecnológicos que detienen el deterioro del medio ambiente y que, incluso, lo revierten en alguna medida. Cambios estructurales que están relacionados con la declinación de industrias contaminantes y el auge de actividades económicas limpias; y cambios técnicos que van asociados a la adopción de procesos productivos menos contaminantes y a la aplicación de tecnologías reductoras del impacto medioambiental.
La curva ambiental de Kuznets —que es la extrapolación de la hipótesis del economista norteamericano a la medición de las condiciones ambientales— pretende demostrar que, a corto y mediano plazos, el crecimiento económico puede ser dañino para el medio ambiente; pero que, a largo plazo, disminuye o detiene ese deterioro.
Representa gráficamente las relaciones entre crecimiento económico y ambientalismo en forma de una letra “U” invertida, que indica que en las primeras etapas del crecimiento se produce un deterioro ambiental que es revertido después cuando se alcanza un determinado nivel de renta per cápita.
Selden y Song sostienen que “a medida que los ingresos aumentan, la capacidad para invertir en mejores condiciones ambientales y la disposición a hacerlo aumentan también”.
Sustentan su hipótesis en el hecho de que, en la actual era postindustrial del capitalismo, los países altamente desarrollados orientan su economía preferentemente hacia el sector de los servicios —especialmente de los servicios de la última generación tecnológica— y encomiendan, a través del denominado offshoring, buena parte de los procesos industriales de los bienes manufacturados que consumen o comercializan a países del tercer mundo de reciente industrialización, que asumen la carga del deterioro medioambiental. De modo que en no despreciable medida los bienes y mercancías que consumen los países más desarrollados se fabrican en lejanos centros industriales y, con ello, pueden mejorar sus condiciones ambientales locales.
La hipótesis, sin embargo, ha tenido muchos impugnadores. Sus afirmaciones no han sido probadas a cabalidad ni se ha podido demostrar una relación causal entre crecimiento y disminución de daños ambientales. Todo lleva a creer que los múltiples efectos del crecimiento producen, de todas maneras y en cualquier plazo, daños acumulativos e irreversibles en el entorno ambiental, la biodiversidad, los ecosistemas y la integridad de las especies.
En el empeño de encontrar una fórmula capaz de medir con la mayor precisión posible los avances o los retrocesos de los países en sus políticas de defensa del medio ambiente, las universidades de Yale y de Columbia en Estados Unidos, bajo la dirección de sus catedráticos Daniel C. Esty y Marc A. Levy, han propuesto el Índice de Rendimiento Medioambiental —Enviromental Perfomance Index (EPI)—, cuya metodología fue presentada al Foro Económico Mundial de Davos en enero del 2006.
El Índice de Rendimiento Medioambiental del año 2010, que evaluó a 163 países en función de veinticinco indicadores relacionados con la salud ambiental y la vitalidad de los ecosistemas, estableció el escalafón de acuerdo con los éxitos de cada uno de ellos en la defensa del medio ambiente. Los 25 indicadores que sirvieron de base para la medición se agruparon en diversas categorías de política ecológica: sanidad ambiental, calidad del aire, recursos hídricos, biodiversidad y hábitat, recursos naturales y cambio climático. Estas fueron las categorías de política ambiental que sirvieron para hacer las evaluaciones cuantitativas. Islandia estuvo a la cabeza del ranking, seguida de Suiza, Costa Rica, Suecia, Noruega, Islas Mauricio, Francia, Austria, Cuba, Colombia, Malta y los demás países, todos los cuales destinaban importantes recursos y energías a la protección medioambiental; en tanto que al final quedaron situados Sierra Leona (163º) República Centroafricana (162º), Mauritania (161º), Angola (160º), Togo (159º) y Níger (158º), todos ellos en África subsahariana. Los Estados Unidos ocuparon la posición 61º a causa de su bajo nivel de eficiencia en el manejo de las energías renovables, los recursos hídricos y las emisiones de gases de efecto invernadero, y China se ubicó en el lugar 121º por su lamentable política ambiental. Los países con mejores resultados en América Latina y el Caribe fueron: Costa Rica (puesto 3º), Cuba (9º), Colombia (10º), Chile (16º), Ecuador (30º) y Perú (31º), mientras que los de menor puntuación fueron Haití (155º), Bolivia (137º), Honduras (118º), Guatemala (104º) y Trinidad & Tobago (103º).
Las cifras cambiaron un tanto en el 2012, en cuyo Índice de Rendimiento Medioambiental los primeros países fueron: Suiza, Letonia, Noruega, Luxemburgo, Costa Rica, Francia, Austria, Italia, Reino Unido, Suecia y Alemania. En ese año los mejores de América Latina fueron: Costa Rica (5º), Colombia (27º), Brasil (30º), Ecuador (31º), El Salvador (35º), Panamá (39º), Uruguay (46º), Cuba (50º) y Argentina (50º).
El EPI pretende demostrar que la asignación de altos recursos financieros y la toma de medidas gubernativas para controlar la contaminación y para administrar correctamente los recursos naturales tienen incidencia beneficiosa en los resultados de la política ambiental. Obviamente, estos arbitrios están directamente relacionados con la riqueza de un país y con la eficiencia de su gobierno. Hay casos dramáticos como el de República Dominicana y Haití que, no obstante compartir la misma isla e igual entorno natural, tienen resultados diametralmente diversos en el manejo ecológico: la primera está situada en el lugar 36º y el otro en el 155º del escalafón. Como bien anotó el profesor Daniel C. Esty de la Universidad de Yale, “el tipo de política medioambiental que se adopta es de vital importancia” y “el buen gobierno es un factor determinante en la consecución de la eficiencia medioambiental”.
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, reunida en Copenhague del 7 al 19 de diciembre del 2009, no pudo alcanzarse un acuerdo amplio en torno a medidas concretas y cuantificables de regulación de las emisiones de gases de efecto invernadero. En las postrimerías del encuentro los jefes de Estado, jefes de gobierno, ministros y jefes de delegación de Estados Unidos, China, India, Brasil, Sudáfrica y veintitrés otros Estados propusieron el denominado Acuerdo de Copenhague, que carecía de valor jurídico vinculante y de objetivos concretos de lucha contra la contaminación planetaria. El documento fue rechazado frontalmente por los delegados de varios países del tercer mundo en el curso de la larga, accidentada e interminable última noche de discusiones. La Conferencia llegó al borde del fracaso total. Lo cual forzó al primer ministro danés Lars Lokke Rasmussen, presidente de la Conferencia, para salir del atascadero, a renunciar a la unanimidad de votos requerida para aprobar un documento en este tipo de encuentros de las Naciones Unidas y optar por la fórmula simple de “tomar nota” de él. En medio de las caóticas y ásperas discusiones, el Acuerdo recibió dos respuestas: una esperanzadora de los países desarrollados y una duramente crítica —y hasta violenta, en algunos casos— de los países del mundo subdesarrollado.
El Acuerdo de Copenhague fue una mera declaración de buenas intenciones, desprovista de valor jurídico, que postergó hacia el futuro los compromisos obligatorios de los países emisores. Entre esas buenas intenciones estuvo el designio de Estados Unidos y otros países desarrollados de establecer nuevas, fiables y previsibles fuentes de financiación para las tareas ecológicas del tercer mundo, su promesa de movilizar conjuntamente desde el año 2020 cien mil millones de dólares anuales en recursos financieros de diversas fuentes —públicas y privadas, bilaterales y multilaterales, incluidas las fuentes alternativas de financiación— para impulsar la transferencia tecnológica necesaria hacia los países pobres de modo que pudieran reducir sus emisiones, derivadas principalmente de la deforestación y la degradación forestal, y la oferta de los líderes del mundo desarrollado de proveer a los países más pobres y vulnerables durante el trienio 2010-2012 recursos financieros por el monto de 30 billones de dólares —o sea 30 mil millones, porque un billón, en inglés, significa un millar de millones de unidades, en tanto que, en castellano, expresa un millón de millones— para que pudieran hacer frente a los cambios climáticos, previnieran la deforestación e impulsaran la silvicultura.
Todo lo cual permitió al presidente estadounidense Barack Obama, horas después de su retorno de Copenhague, declarar en Washington que se alcanzó un “avance significativo y sin precedentes” sobre el combate contra el cambio climático, que “pone las bases para la acción internacional en los años por venir”, aunque advirtió que “quedaba mucho por hacer para llegar a un acuerdo efectivo y vinculante”.
Como respuesta a Copenhague se reunió la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra en la ciudad de Cochabamba, Bolivia, del 19 al 22 de abril del 2010, en la que se condenó a los países desarrollados por contaminar el planeta con los gases de efecto invernadero emitidos por sus actividades industriales. Se puso énfasis en que, “bajo el capitalismo, la Madre Tierra se convierte en fuente sólo de materias primas y los seres humanos en medios de producción y consumidores”, por lo que se postuló “la necesidad de cambiar el actual sistema capitalista”. Se pidió a los países desarrollados que “restablezcan a los países en desarrollo el espacio atmosférico que está ocupado por sus emisiones de gases de efecto invernadero” para ir hacia “la descolonización de la atmósfera mediante la reducción y absorción de sus emisiones”. Los delegados propusieron el proyecto de Declaración Universal de Derechos de la Madre Tierra, en el cual se consignaron, entre otros, su “derecho a estar libre de la contaminación y polución, de desechos tóxicos y radiactivos” y el “derecho a no ser alterada genéticamente y modificada en su estructura”.
No obstante, se volvió a reproducir el conocido maniqueísmo de ignorar la deforestación como una de las causas mayores de la contaminación planetaria y de culpar exclusivamente a los países desarrollados de las agresiones contra el planeta. Se repitió el error de Kioto. Por supuesto que los países industrializados tienen una enorme culpabilidad en la tragedia planetaria, pero los países del mundo subdesarrollado no pueden eludir la suya por las emisiones de gases contaminantes provenientes de la destrucción de las selvas, los bosques y la vegetación. No hubo una sola palabra de condenación contra la deforestación de la madre tierra —la pachamama de los pueblos andinos—, que lanzaba a la atmósfera más del doble de CO2 que la combustión sumada de petróleo, gas natural y carbón para fines industriales. China, India, Brasil, Indonesia, Colombia, Cote D’Ivoire, Tailandia, Laos, Nigeria, Filipinas, Myanmar y Perú eran, en este orden, los mayores contaminadores por deforestación y uso del suelo.
Del 29 de noviembre al 10 de diciembre del 2010 se reunió en Cancún la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —COP16— con la concurrencia de representantes de 194 países. Al final de sus deliberaciones aprobó por consenso el denominado Acuerdo de Cancún, en virtud del cual se dio continuidad al Protocolo de Kyoto —que expiraba en el 2012—, resolvió crear el “fondo verde climático” de 100.000 millones de dólares por año a partir del 2020 para atender las necesidades de los países más pobres ante los cambios climáticos y ayudarlos a proteger sus selvas y sus bosques y a disminuir sus emisiones por deforestación, aprobó la transferencia de 30.000 millones de dólares, de financiación rápida, hasta el año 2012, desde los países industriales con el objetivo de sustentar las políticas y acciones de control climático de los países subdesarrollados; acordó impulsar la transferencia tecnológica de los países ricos a los pobres para el manejo de los bosques, las selvas y las forestas; recomendó a los miembros del Protocolo de Kyoto que redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero entre el 25% y el 40% con respecto a los niveles de 1990, que es lo que la ciencia recomendaba; y señaló que la temperatura de la Tierra no debía aumentar más de dos grados centígrados.
El fondo verde climático, que implicaba la transferencia de recursos financieros de los países ricos a los pobres, estaba destinado a disminuir la deforestación de sus tierras. El fondo sería administrado durante los primeros tres años por el Banco Mundial —organismo que no se había distinguido por su sensibilidad medioambiental— y después por un consejo integrado por 24 países: 12 desarrollados y 12 subdesarrollados.
En la reunión de Cancún, como en las anteriores, no se dio un claro y concreto compromiso de los países del norte y del sur para bajar sus emisiones de gases de efecto invernadero: los primeros principalmente en su industria y transportes, y los segundos, en la deforestación.
Como siempre, las opiniones respecto de la cumbre estuvieron divididas: el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, dijo que el encuentro fue “un importante éxito para el mundo” y el negociador cubano Orlando Rey señaló que permitía “recobrar la confianza, el valor del multilateralismo y el basamento para empeños superiores”, mientras que varios grupos ecologistas calificaron de “débiles”, “modestos” e “ineficaces” a sus resultados.
Paralelamente a la cumbre de Cancún se congregaron en la misma ciudad alrededor de cuatrocientos altos dirigentes de empresas multinacionales privadas en el foro Green Solutions para discutir opciones alternativas “verdes” en la industria y otras actividades productivas. Defendieron la conveniencia de poner un precio a las emisiones contaminantes, eliminar los subsidios a los combustibles fósiles y dirigir apoyos económicos al desarrollo de las energías renovables.
En el seno de la reunión empresarial se criticó que se destinaran subsidios por alrededor de 300.000 millones de dólares en el mundo para la producción de combustibles fósiles, cifra que representaba casi seis veces más que lo que se otorgaba a las energías renovables eólica y solar.
En el seno de esa reunión Adnan Amin, director interino de la Agencia Internacional de Energías Renovables, subrayó que las energías fósiles resultaban más baratas que las energías renovables por los subsidios que tenían y también “porque los costos externos del petróleo, como la contaminación, no se integran en el precio de esos combustibles sino que son asumidos por la sociedad”. Y agregó: “no habrá una solución de largo plazo para el problema del cambio climático hasta que pongamos un precio a las emisiones de carbono”.
La XVII Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —COP17—, reunida del 28 de noviembre al 10 de diciembre del 2011 en la ciudad de Durban, Sudáfrica, volvió a defraudar las aspiraciones de la opinión pública mundial que esperaba acuerdos concretos y duraderos para disminuir la emisión de los gases contaminantes de efecto invernadero. Esperaba que se estableciesen compromisos entre todos los grandes emisores de CO2 —tanto los países industrializados como los no industrializados— para bajar las emisiones. Después de enredadas discusiones —en las que brotaron las diferencias entre China, la Unión Europea, Estados Unidos e India—, los delegados de los 193 Estados participantes apenas pudieron aprobar la Plataforma de Durban para la Acción Reforzada, que fue un conjunto de acuerdos tibios que prorrogaron los compromisos de Kyoto —aunque con la desvinculación de China, Rusia, Estados Unidos, Canadá y Japón— y apuntaron hacia un eventual acuerdo en el año 2015, que entraría en vigor el 2020 con fuerza vinculante.
En Durban no pudo alcanzarse un consenso global para que los países desarrollados disminuyesen sus emisiones industriales y los países infradesarrollados bajasen sus índices de deforestación.
Sin embargo, se mantuvo el fondo verde climático cuya creación fue aprobada en Cancún para ayudar anualmente a partir del 2020 a los países subdesarrollados a afrontar los estragos de los desórdenes del clima.
La decimonovena cumbre de las Naciones Unidas sobre cambio climático —COP19—, celebrada del 11 al 22 de noviembre del 2013 en Varsovia con la participación de 192 países, buscó acercar posiciones hacia un acuerdo global en el año 2015 que permitiera reducir las emisiones contaminantes. Se acordó que el fondo de financiamiento de medidas de control de los fenómenos climáticos se mantuviera en 100.000 millones de dólares anuales —fondo que fue negociado en la COP16 de Cancún, pero que seguía sin concretarse— y se convocó a los países desarrollados para integrar esa cantidad a partir del año 2020 con recursos públicos y privados.
En la conferencia de Varsovia se decidió establecer un mecanismo internacional para asistir y proteger a los países pobres más vulnerables ante los fenómenos meteorológicos severos. Y se acordó crear un instrumento —al que se denominó Marco de Varsovia, cuyo financiamiento fue prometido por Estados Unidos, Noruega e Inglaterra— para ayudar a los países subdesarrollados a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero causadas por la deforestación y la degradación de los bosques, que son sumideros de carbono, estabilizadores del clima y hábitat de la diversidad biológica.
Sin embargo, los avances de esta conferencia no fueron mayores en las cuestiones más urgentes y vitales. La Internacional Socialista, en una declaración que formuló al respecto, afirmó que “las decisiones para sellar un nuevo acuerdo global, para reemplazar el de Kioto y lograr compromisos financieros firmes y suficientes de parte del mundo desarrollado (…) fueron débiles o estuvieron ausentes”. Añadió: “sobre el tema del Consejo del Fondo Verde del Clima (…) algunos requerimientos esenciales para su administración aún no han sido finalizados y la movilización se observa débil”. Y concluyó: “urgimos enérgicamente a la comunidad internacional a apoyar el Fondo con suficientes contribuciones financieras (…) porque la tarea más crucial de esta generación es asegurar la estabilidad del planeta para la raza humana, y la acción debe tener lugar en todos los rincones del mundo, en todas las naciones del planeta”.
Con el propósito de frenar la emisión de gases de efecto invernadero se ha creado el denominado mercado del carbono, que busca evitar o reducir la deforestación, emprender proyectos de forestación o reforestación y hacer un manejo forestal sostenible a cambio de incentivos económicos, pagos, bonos o créditos en dinero. Los precios del CO2, la fijación de metas específicas de reducción y las demás condiciones de estas transacciones se acuerdan entre los oferentes y los demandantes de la disminución de gases contaminantes. En el seno de este mercado, los emisores de gases contaminantes venden sus reducciones a gobiernos, compañías financieras, grandes corporaciones y entidades ambientalistas interesadas en bajar las emisiones de gases contaminantes. El derecho a no emitir se ha convertido en un bien valorado y canjeable.
Sin embargo, el tema es materia de una intensa discusión. Hay quienes consideran —GAIA, Grupo ETC, Jubilee South, Marea Creciente Mexico, Fronteras Comunes, Carbon Trade Watch, Otros Mundos Chiapas— que el sistema, en sus dos modalidades: cap and trade y compensación de emisiones, es un fracaso porque da vía libre a los grandes contaminadores y no es capaz de contribuir a liberar a las economías de los combustibles fósiles.
En lo que fue una toma de posición muy importante por Estados Unidos, su presidente Barack Obama propuso el 3 de agosto del 2015, en un acto especial desarrollado en la Casa Blanca, un plan para reducir en un 32% las emisiones de dióxido de carbono (CO2) hacia el año 2030, con relación a los niveles registrados en el 2005.
Esa decisión afectaba especialmente a las centrales eléctricas norteamericanas, de las que procedía en ese momento alrededor de un tercio de las emisiones contaminantes de dióxido de carbono, cuyas plantas de energía termoeléctrica, movidas con carbón, eran su principal fuente de emisión de gases de efecto invernadero.
Las medidas propuestas se inscribían en el Plan de Energía Limpia impulsado por el gobierno estadounidense que, según dijo Obama, constituía “el paso más grande y más importante que hemos dado para combatir el cambio climático”.
Obama reconoció la responsabilidad de su país en la emisión de gases de efecto invernadero y aseguró que el cambio climático era la mayor amenaza para las futuras generaciones. En su discurso advirtió que la emisión de dióxido de carbono y los cambios climáticos que éste produce se desarrollaban más rápido que los planes para detenerlos y que constituían la mayor amenaza para la vida en el planeta, por lo que era “una obligación moral” detenerlos.
La propuesta alcanzó una gran resonancia dentro y fuera de Estados Unidos por provenir del presidente del país que era —después de China— el segundo mayor contaminante en el planeta.
Sin embargo, el plan recibió la condena de sus opositores del Partido Republicano y de parte de la comunidad empresarial, especialmenter de la ligada a la industria del carbón.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés) finalizó en el 2014 su Quinto Informe de Evaluación, que puso énfasis en los efectos socioeconómicos del cambio climático y en sus consecuencias sobre el desarrollo sostenible. Reiteró que el cambio climático, al ser un problema de escala planetaria, afecta a la humanidad en su conjunto y requiere la cooperación internacional para limitar las emisiones de gases contaminantes y abordar otras cuestiones del calentamiento global.
Durante el año 2015 la concentración media de dióxido de carbono alcanzó el nivel de 400 partes por millón a escala planetaria. Y los sumideros de absorción del gas —bosques, vegetación y océanos, que absorbían parte de las emisiones— estuvieron cerca de su saturación.
También los incendios forestales, cuyos volumen y extensión siguen en aumento, lanzan hacia la atmósfera crecientes cantidades de gases de efecto invernadero.
El metano (CH4) es, después del dióxido de carbono (CO2), el segundo gas más contaminante en la atmósfera, seguido del hexafloruro de azufre (SF6), todos los cuales destruyen la capa de ozono destinada a proteger la Tierra de los nocivos rayos ultravioletas procedentes del Sol.
Por ello, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha clamado por la colaboración internacional en el ámbito de la ciencia, la investigación, la observación, la vigilancia y el intercambio de datos sobre las crecientes emisiones de CO2, CH4, N2O y otros gases provenientes de las actividades industriales, agrícolas y ciudadanas que van a concentrarse en la atmósfera, donde permanecerán por millones de años.
El Acuerdo de París, que formaba parte de la Convención Marco sobre el Cambio Climático celebrada el 12 de diciembre del 2015, entró en vigencia el 4 de noviembre del 2016 después de que esta fue ratificada por 55 Estados cuyas emisiones de gas sobrepasaban globalmente el 55% de las emisiones contaminantes del planeta. Fue este un hito muy importante en la brega mundial contra el cambio climático.