Es la expresión que usan los dirigentes de la República Popular de China para designar las nuevas relaciones de producción e intercambio establecidas a partir del proceso de “reforma y apertura” económica puesto en marcha por resolución del Comité Central del Partido Comunista, bajo el liderato e inspiración de Deng Xiaoping, desde diciembre de 1978.
En virtud de estas reformas se abrió la economía del país hacia el exterior, se combinó la planificación estatal con las fuerzas del mercado y se estableció una nueva estructura de la propiedad.
Los dirigentes chinos consideran que la economía socialista de mercado es la tercera etapa del proceso de >reforma y apertura. Ella se inició en 1992 con la modificación del sistema de formación de los precios, con los nuevos métodos de administración macroeconómica del Estado y con la diversificación de las formas de propiedad.
Durante la vigencia del nuevo sistema económico China ha experimentado profundos cambios. El control estatal sobre la economía, que estuvo tradicionalmente basado en las decisiones directas de la autoridad pública, ha dado paso a un sistema de intervención indirecta ejercida principalmente por medio de palancas económicas y jurídicas —tales como las tarifas tributarias, tasas de interés, tipos de cambio, emisión monetaria, política crediticia— para orientar la economía de una manera más eficiente.
La Asamblea Popular Nacional de China —el parlamento— aprobó en marzo del 2004, casi por unanimidad de sus integrantes —todos miembros del Partido Comunista—, la enmienda constitucional que reconoce, por primera vez desde la toma del poder por Mao en 1949, la propiedad privada “legalmente” adquirida y le da el carácter de inalienable. Consagró en el texto jurídico una realidad práctica: la propiedad privada, fruto de las relaciones capitalistas de producción que constituyen más de la mitad de sus exportaciones y contribuyen con un tercio del PIB, sin tomar en cuenta a los denominados “sombreros rojos”, que son empresas estatales dirigidas y manejadas por empresarios privados. Ya en 1988 y 1989 se habían aprobado enmiendas constitucionales que declaraban a la propiedad privada como “complemento” y “componente importante” de la economía nacional, aunque el gobierno y la burocracia oficial conservaban el control político del proceso económico. Esta reforma constitucional fue posible gracias a una alianza entre el Partido Comunista de China y el “lobby” de empresarios capitalistas norteamericanos con el propósito de mantener el control político sobre este nuevo paso en el proceso de transición económica, que tiende a proteger y garantizar la integridad de las inversiones extranjeras. Sin embargo, en lo que es parte de la dualidad social y económica de China, el reconocimiento de la propiedad privada de la tierra aún no ha llegado al campo, cuyos trabajadores sólo tienen el usufructo de la tierra.
Como consecuencia de la coexistencia de la planificación con las fuerzas del mercado, como medios de regulación económica, afirman los dirigentes chinos que se han abierto posibilidades de competencia “justa” en el seno de un amplio mercado unificado, abierto y ordenado. De lo cual han resultado nuevos y más flexibles mecanismos de fijación de los precios. Después de las reformas progresivas en la estructura económica, los precios del 80% de los medios de producción, del 85% de los productos agrícolas y del 95% de los bienes industriales de consumo están fuera del control gubernativo directo y se fijan en función de la oferta y la demanda.
Un poderoso mecanismo de mercado cobró fuerza en las cinco zonas de apertura del sur de China (Shenzhén, Zhu Hai, Shan Tou y Xia Men, establecidas en 1980, por decisión de la Asamblea Popular Nacional, y Hainán en 1988) en combinación con un fuerte <dirigismo estatal. Con la reversión de Hong Kong a la soberanía china el primero de julio de 1997 y el compromiso del gobierno de Pekín de observar en él durante 50 años la política de “un país, dos sistemas” —según la imaginativa fórmula propuesta por Deng Xiaoping en 1984—, este territorio pasó a constituir sin duda la avanzada de la liberalización económica en China. Y conforme aumenta la prosperidad de los ciudadanos, en el curso de la dinamizada economía de los focos de apertura, se establecen nuevos negocios y pequeñas empresas de naturaleza privada que contribuyen a la progresiva modificación de la estructura de la propiedad, en el marco del proceso de profunda transformación política y económica que se adelanta en China.
La muerte del jefe del Estado Deng Xiaoping, artífice del proceso de reforma y apertura, ocurrida el 19 de febrero de 1997 y su reemplazo por Jiang Zemín no detuvieron el avance del régimen de economía socialista de mercado. Al contrario, alentado por los éxitos económicos logrados entre 1992 y 1996 —el producto interno bruto aumentó en promedio el 12,1% por año, según las estadísticas oficiales chinas— el XV Congreso del Partido Comunista reunido del 12 al 18 de septiembre de 1997 en Pekín, bajo el liderato de Zemín, reafirmó los principios del sistema y puso especial énfasis en emancipar y desarrollar las fuerzas productivas, reconocer los diversos tipos de propiedad, impulsar el papel del mercado en la asignación de los recursos, todo esto en el marco del marxismo leninismo-pensamiento de Mao Tse-tung-teoría de Deng Xiaoping, que es como oficialmente se llama a la ideología política china. El sistema afirma la propiedad estatal en las principales industrias y en las áreas claves de la economía, pero al lado de ella y paralelamente consagra también la propiedad colectiva, la mixta y la privada, aunque con el claro predominio de la propiedad pública a la que le confía el papel directivo del desarrollo económico.
Lo cierto es que en la nueva etapa histórica que se abrió con la muerte de Xiaoping y la asunción del poder por Zemín, nuevo líder en ese momento del gigantesco país, avanzaron la apertura económica, la reforma política y la modernización socialista.
A mediados de noviembre de 2002 se produjo en la dirigencia política de China una renovación fundamental. Bajo el liderazgo de Hu Jintao, la cuarta generación de dirigentes revolucionarios chinos asumió las principales responsabilidades del poder en el curso del XVI Congreso del Partido Comunista reunido en Pekín. Jintao reemplazó a Zemín en la Secretaría General del Partido, acompañado de los ocho nuevos dirigentes del buró político del Comité Central, y en marzo de 2003 fue elegido por el parlamento Presidente de China, con lo cual culminó la última etapa del proceso de transferencia del poder a una nueva generación, aunque Jiang Zemín retuvo el cargo de jefe de la Comisión Militar Central y la comandancia de las fuerzas armadas, en una inusitada separación de las competencias de la jefatura del Estado, hasta el 19 de septiembre del 2004 en que renunció y ellas se reintegraron al ámbito de la autoridad presidencial de Hu Jintao.
Después de diez años de funciones, Hu Jintao fue sustituido en sus responsabilidades partidistas y gubernamentales —que en China forman una sola unidad— por el vicepresidente Xi Jinping —ingeniero químico de 59 años, poseedor de un doctorado en teoría marxista, considerado un reformista cauto—, quien fue designado Secretario General del Partido Comunista por su XVIII Congreso quinquenal reunido en Pekín del 8 al 14 de noviembre del 2012. Esa fue la transición hacia la quinta generación de líderes chinos desde la época de Mao Tse-Tung, que se inició con la revolución de 1949.
Xi Jinping, en su discurso de asunción del mando partidista y gubernativo, emitió un mensaje de tranquilidad a la comunidad internacional al asegurar que China está “comprometida con un desarrollo pacífico” que no se producirá “a expensas de otros” y prometió, en la política exterior, “una apertura aún mayor” de su país, que no será “una amenaza para el mundo”. Y agregó que, para cumplir sus metas, China “se abrirá aún más hacia el exterior”.
Los logros del sistema socialista de mercado han sido buenos. A pesar de ser un país eminentemente agrícola —el 70% de su población se dedica a las tareas del campo— China atrajo la segunda mayor cantidad de inversión extranjera en el mundo durante las dos últimas décadas del siglo XX. Según los datos oficiales, su producto interno bruto creció a un promedio anual del 9,8 % en el mismo período, su producción de cereales estuvo entre las más altas del planeta, el volumen de su comercio exterior —exportaciones más importaciones— se situó en el décimo lugar entre los países de mayor intercambio y la economía china, a comienzos del siglo XXI, alcanzó el séptimo puesto en cuanto a su tamaño, con una tasa de inflación del 10% y con el 3% de desempleo, aunque en la segunda década de este siglo el proceso económico y las cifras estadísticas disminuyeron notablemente.
Por cierto que los datos del Banco Mundial no concuerdan con los indicadores oficiales chinos en cuanto crecimiento del PIB en el país asiático. Fundándose en las informaciones de la entidad bancaria internacional, el profesor de la Universidad de Londres, Diego Sánchez Ancochea, sostiene que la tasa de crecimiento anual del PIB en China —calculada en dólares del año 2000— fue del 1,51% desde 1961 a 1970, del 4,31% en 1971-1980, del 7,74% en 1981-1990, del 9,24% en 1991-2000 y del 9,04% en 2001-2006. En el 2008, como consecuencia de la crisis global, cayó al 6,1% pero algo se recuperó en el 2009.
Sin embargo, persisten graves desequilibrios sociales y económicos. China es un país que tiene un acusado dualismo entre las zonas urbanas desarrolladas y una amplia periferia campesina atrasada, con niveles muy bajos de ingreso. Esto hacía, a comienzos del siglo XXI, que su inmensa población de 1.333 millones de habitantes tuviera apenas un ingreso per cápita de alrededor de 620 dólares y una tasa de analfabetismo oficialmente reconocida del 18,5%.
Mientras tanto, el hombre más rico de China en el año 2010 era Wang Chuan-Fu (43 años), fundador y presidente de la compañía fabricante de automóviles eléctricos y de la fábrica de baterías BYD Co. Ltd. La revista “Fortune” calculó que los bienes de Chuan-Fu ascendían a 5.800 millones de dólares. China fue en ese año, según la revista “Forbes”, el segundo país con el mayor número de multimillonarios en el mundo, después de Estados Unidos y antes que Alemania. Tenía 64 multimillonarios y uno de cada tres de ellos estaba afiliado al Partido Comunista chino. Pero las cifras pudieron haber cambiado en el 2015. Según la revista de negocios de Pekín “Hurun Report”, China superó a Estados Unidos en número de multimillonarios: 596 contra 537 en ese año.
China es el tercer país territorialmente más grande del globo y el más populoso. En términos cuantitativos, su economía ocupó en el año 2006 el cuarto lugar en el escalafón mundial, tras Estados Unidos, Japón y Alemania, con el 13% del producto interno bruto global. Pero el banco de inversiones norteamericano Goldman Sachs sostiene que pasará a ocupar el primer lugar hacia el año 2045. El gigantesco país socialista se ha convertido en los últimos años, paradójicamente, en una gran potencia capitalista, pero con una peculiaridad: su proceso económico ha estado controlado por el Estado, de modo que no se ha desnaturalizado mayormente el modelo político. Los dirigentes chinos consideran que el mercado es una necesidad histórica objetiva pero que nada impide que él sea gobernado por el Estado. Así nació la economía socialista de mercado, uno de cuyos elementos fundamentales son las zonas económicas especiales abiertas al capital, los conocimientos, la tecnología y la mano de obra calificada del exterior para la producción industrial en gran escala dirigida hacia la exportación. El pragmatismo chino permitió concebir la política de “un país, dos sistemas” —según la fórmula propuesta por Deng Xiaoping en 1984— y aplicarla en las zonas económicas especiales y en los enclaves occidentales de Hong Kong y Macao, vueltos a su control, para viabilizar el desarrollo industrial de corte capitalista-occidental dentro del régimen político comunista, sin mayores tensiones. Recordemos la famosa frase de Deng Xiaoping: “No importa si el gato es negro o blanco: lo que importa es que cace ratones”.
Durante las últimas décadas del proceso chino se incorporaron reformas económicas graduales sin afectar las instituciones políticas. Sus objetivos fueron tan claros como pragmáticos: impulsar en las ciudades el dinamismo industrial y comercial a través de las zonas económicas especiales y, en el campo, confiar a los grupos familiares las responsabilidades del uso y del cultivo de la tierra y entregarles la libre disposición de lo producido por encima de las cuotas impuestas por el Estado, con lo cual se despertó el interés de los campesinos por impulsar la producción de alimentos, cuyo resultado fue un mejoramiento de la producción y de la productividad de las faenas agrícolas.
Tras cinco años de agrios debates, la Asamblea Nacional Popular de China aprobó el 16 de marzo del 2007 —por 2.799 votos contra 52 y 37 abstenciones— la Ley de Propiedad, reformatoria del código civil, que colocó por primera vez la propiedad privada al mismo nivel que la estatal y la colectiva, cuya intangibilidad garantizó —incluida la inversión extranjera— en favor de las personas y empresas particulares. Una de las finalidades de la ley fue acabar con el régimen jurídico de usufructo que tenían los campesinos sobre las tierras agrícolas de propiedad estatal que trabajaban, por plazos de treinta años renovables, y eliminar las frecuentes y protestadas expropiaciones de fundos agrícolas, que habían afectado la seguridad jurídica de los campesinos. Uno de los artículos del estatuto en referencia establecía que “todo tipo de propiedad, desde la estatal a la colectiva, individual o de otro tipo, está protegida por la ley y nadie puede atentar contra ella”.
Los sectores capitalistas de Occidente saludaron esta decisión parlamentaria como un gran paso del capitalismo y de la economía de mercado en el país asiático, que había costado catorce años de lucha.
Uno de los objetivos de la política económica de Deng Xiaoping en los años 80 fue promover el retorno de los denominados “magnates de la diáspora china” —que eran acaudalados empresarios que abandonaron su país a raíz del triunfo de la revolución de Mao en 1949 y que fueron a trabajar en Estados Unidos, Indonesia, Tailandia, Taiwán, Hong Kong o Singapur en tareas industriales de baja tecnología— para que invirtieran sus capitales en la China continental y contribuyeran al crecimiento económico de su país. La publicación “International Economy”, de noviembre/diciembre de 1996, estimaba que los ingresos anuales de los cincuenta millones de chinos expatriados sumaban más de 540 mil millones de dólares y que ellos controlaban alrededor del 90% de la economía indonesia, el 75% de la tailandesa, entre el 50% y el 60% de la malaya y la casi totalidad de las economías de Taiwán, Hong Kong y Singapur.
Al contrario de lo que ocurrió en la Unión Soviética y en los países del este europeo, todo este proceso de apertura económica fue estrechamente controlado por el Estado, bajo el comando del Partido Comunista. Así pudo China dar el gran salto en apenas veinte años. Período durante el cual disminuyeron en algo los índices de pobreza, se cuadruplicó el ingreso per cápita, subieron los niveles de consumo y aumentó la expectativa de vida de la población: de 64 años en 1970 a 70 años en 1990.
A comienzos del siglo XXI China era el más grande productor de carbón, acero, cemento y aluminio del mundo, el mayor fabricante de aparatos electrónicos, el tercer mayor exportador mundial —detrás de los Estados Unidos y Alemania, según cifras del año 2005— y el segundo más grande consumidor de energía. Dos tercios de los DVD, televisores, teléfonos celulares, hornos microondas, refrigeradoras, copiadoras y otros aparatos electrónicos que se vendían en el mercado internacional eran producidos en China, a precios notablemente menores que los de los países occidentales. La tercera parte de sus exportaciones estaba constituida por equipos electrónicos. Sus bajos costes de producción —basados fundamentalmente en los bajos salarios— le habían dado una muy alta <competitividad en el mercado internacional y habían sido un aliciente para atraer inversión extranjera y para que las corporaciones industriales de Occidente abrieran sucursales en el país asiático.
En China han funcionado muy bien el >outsourcing y el >offshoring, que son dos sistemas de trabajo empresarial ideados por los capitalistas occidentales dentro de la revolución digital de nuestros días. El primero consiste en la subcontratación de servicios susceptibles de digitalizarse para que personal especializado de China, India, Malasia, Vietnam, Singapur y otros países del tercer mundo, que son suministradores más baratos, rápidos y eficientes, asuma la tarea de prestarlos. Y el segundo, en el traslado de las instalaciones de las empresas de un país desarrollado hacia otro lugar, donde los costes de producción son más baratos —menores salarios, impuestos más bajos, inferiores aportes al seguro social, energía subvencionada, etc.— para fabricar allí sus productos en términos más competitivos. Las videoconferencias permiten reunir en forma virtual a los ejecutivos, venciendo las dificultades de la distancia, para tomar decisiones y ejercer la administración transnacional de las empresas. Y, por obra de las diferencias horarias, ellas pueden trabajar sin interrupción las 24 horas del día, los 7 días de la semana, todas las semanas del mes y todos los meses del año, con extraordinarios índices de productividad y competitividad.
El impulso que ha recibido la educación es impresionante. La demanda china de bienes y servicios en los mercados mundiales —con especial énfasis en la informática y las telecomunicaciones— crece indeteniblemente. Se afirma que desde el año 2010 China tiene mayor número de doctores e ingenieros que Estados Unidos. En un informe elaborado a finales del 2005 por las academias norteamericanas de ciencias, ingeniería y medicina se afirmaba que en China e India juntas se graduaban en ese momento 950.000 ingenieros cada año mientras en Estados Unidos solamente 70.000; y que, por el sueldo de un químico o un ingeniero de Estados Unidos, una empresa podría contratar cinco químicos en China u once ingenieros en la India. Son profesionales mucho más baratos, según los estándares occidentales.
En términos cuantitativos —referidos al producto interno bruto (PID)— China es a partir del 2011 la segunda economía mundial, después de Estados Unidos. Según cifras del Fondo Monetario Internacional, el producto interno bruto de China —5.75 billones— superó al de Japón —5.39 billones— a partir de ese año.
El outsourcing y el offshoring instrumentados en China por las grandes empresas transnacionales occidentales —a los que me referí antes— fueron los factores determinantes de la enorme expansión de las exportaciones chinas.
Pero no obstante estos avances, el país asiático afronta problemas inconmensurables, que empiezan con la responsabilidad de alimentar a mil trescientos noventa y un millones de personas y siguen con la creación de diez millones de puestos de trabajo cada año para atender el crecimiento de su población económicamente activa. Tiene un gigantesco déficit de energía para sus industrias, lo cual le obliga a importar cada vez más productos energéticos, especialmente petróleo. Sus problemas ambientales son enormes, con efectos que van más allá de sus fronteras nacionales. Padece una gravísima contaminación ambiental, que ha causado un gran malestar social contra el gobierno. De las veinte ciudades más contaminadas del planeta, dieciséis están en China. Avanza la desertización de vastas zonas geográficas. La lluvia ácida afecta a más de un tercio de su extensión territorial. Cinco de sus siete ríos más grandes soportan niveles altísimos de polución. Trescientos millones de personas consumen diariamente agua contaminada. Pende una terrible amenaza de sequía sobre sus regiones del norte.
En lo político —según anota en un importante trabajo de investigación de junio del 2006 el profesor brasileño Joanisval Brito Gonçalves, consultor legislativo del Senado Federal de Brasil en el área de relaciones exteriores y defensa nacional—, China “enfrenta são os protestos por maiores liberdades, que tendem a crescer, apesar da forte e sistemática repressão estabelecida pelo governo. Esse é um dos grandes desafios para o regime de Pequim nos próximos anos, sobretudo com o aumento das liberdades econômicas e o contato com valores ocidentais por parte de um número cada vez mais crescente da população. Entretanto, não se espere que questões como direitos humanos ou maiores liberdades individuais possam produzir grandes mudanças, ao menos a curto prazo, no governo de Pequim ou na maneira como os chineses conduzem sua política interna. A China não tem uma tradição democrática, mas sim um passado milenar de estruturas de governo bem estabelecidas e organizadas em torno de uma burocracia estatal que tem suas origens séculos antes da era cristã. O que queremos dizer com isso é que participação democrática popular nos moldes ocidentais não se encontra entre os valores fundamentais da sociedade chinesa. Isso é uma realidade, goste-se ou não”. Y agrega: “Importante assinalar a condição de potência nuclear, de membro permanente do Conselho de Segurança das Nações Unidas —com direito a veto— e de país que desenvolve suas indústrias de defesa e aeroespacial sem intimidar-se com qualquer outra potência do globo. Nesse sentido, os investimentos chineses em despesas militares têm crescido e o país está indubitavelmente no rol das grandes potências também nesse aspecto. Ou seja, uma nova “Guerra do Ópio” certamente teria resultados bem diferentes…”
“Os chineses criam suas próprias regras” —afirma el profesor brasileño—, de modo que “é ilusório acreditar que o país vai se submeter a qualquer regra de regimes internacionais —inclusive no âmbito da Organização Mundial do Comércio— se essas regras não forem ao encontro de seus interesses. Esse é o comportamento característicos das potências e temos que estar preparados para lidar com tal realidade”.
En el presente siglo China será una de las grandes potencias regionales y los países del primer y tercer mundos tendrán que aprender a convivir con ella. Algunos sectores intelectuales y dirigentes de los Estados Unidos han expresado su preocupación por el crecimiento chino y por la desaceleración del progreso norteamericano, adormecido en el regazo de una sociedad hedonista que ha privilegiado el consumo y el placer. Tales sectores están empeñados en producir miedo para que su país reaccione, como ocurrió a finales de los años 50 del siglo anterior cuando la Unión Soviética, con el lanzamiento del sputnik, tomó la delantera en la carrera espacial; o con la crisis del petróleo en la década de los 70 que amenazó con una recesión en la economía estadounidense; o con el avance de la innovación tecnológica del Japón hace pocos años; retos frente a los cuales reaccionaron vigorosamente los Estados Unidos para recuperar el terreno perdido.
El periodista y escritor norteamericano Thomas Friedman, en su libro “La Tierra es Plana” (2006), alerta que “hoy países como la India tienen capacidad para competir por el conocimiento global como nunca en la historia”, lo cual supone un desafío para Estados Unidos, pero agrega que “ese desafío será bueno para los americanos porque nosotros siempre rendimos más cuando se nos desafía”. Varios intelectuales y pensadores norteamericanos se han empeñado en generar una “paranoia” de temor —recuérdese que, según el hombre de empresa húngaro-norteamericano Andy Grove, “sólo el paranoico sobrevive”— y exhiben estadísticas que demuestran que Finlandia ha superado a los Estados Unidos en competitividad, que China y otros países tienen cifras mayores de crecimiento del producto interno bruto, que las inversiones norteamericanas en investigación y desarrollo han bajado —a mediados del 2006: Suecia, Finlandia, Japón e Islandia tenían porcentajes superiores— y que sus índices de patentes de invención se han reducido —el 43,7% pertenece a China, seguida de Corea del Sur (33,6%) y Japón (24,3%)—, de modo que, según dicen, la propia preocupación norteamericana por su decadencia terminará por evitarla (cifras de “Newsweek”, 26 de junio del 2006).
Pero, a pesar de estas cifras, la participación de los Estados Unidos en la economía global ha sido constante a lo largo del tiempo. En el año 1913 representó el 32%, en 1960 el 26%, en 1980 el 22%, el 27% en el 2000 y el 29% en el 2007. De otro lado, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los trabajadores norteamericanos, noruegos, franceses y belgas son los más productivos del mundo, es decir, los que más rinden por jornada de labor, pero los trabajadores norteamericanos trabajan mayor número de horas al día y, por tanto, son lo que más producen en la jornada.
Al analizar la situación y perspectivas geopolíticas y geoestratégicas venideras del mundo, el profesor norteamericano de origen polaco Zbigniew Brzezinski —inspirador de la creación de la <Comisión Trilateral y asesor del presidente Jimmy Carter— sostiene en su libro “El Gran Tablero Mundial” (1998) que la futura ruta geopolítica del planeta dependerá fundamentalmente del control que los Estados Unidos —al que Brzezinski califica de “la primera potencia realmente global” de la historia— puedan ejercer sobre Eurasia, que es el continente que, en su opinión, “ha sido centro del poder mundial desde hace quinientos años”.
Afirma que en la postguerra fría el “tablero” de ajedrez donde se juegan los destinos del planeta ha vuelto a ser Eurasia, en cuya periferia occidental —Europa— está localizada gran parte del poder político y económico mundial y cuya región oriental —Asia— se ha convertido en un centro de crecimiento económico vital, acompañado de una creciente influencia política.
En los términos planteados por Brzezinski, Eurasia es el continente territorialmente más extenso —que va desde Lisboa, al oeste, hasta Vladivostok, al este—, en el que están situados los Estados más activos y dinámicos del mundo, las seis economías más importantes —excepto la norteamericana, obviamente—, los seis países que gastan más en armamentos después de los Estados Unidos, todas las potencias nucleares excepto una y los dos países más poblados del planeta. Por eso, el gran objetivo geoestratégico de la Unión Soviética en el curso de la guerra fría fue expulsar a los Estados Unidos de su influencia en Eurasia. Dice Brzezinski que la suma del poder económico euroasiático supera al estadounidense, pero “afortunadamente para los Estados Unidos, Eurasia es demasiado grande como para ser una unidad política”.
No ve a China como potencia global que amenace en el futuro la hegemonía de los Estados Unidos. Afirma que, “incluso para el 2020, es bastante improbable, ni en las circunstancias más favorables, que China pueda llegar a ser verdaderamente competitiva en las dimensiones clave del poder global”, debido a su fragmentación estructural interna —la China rural, la China urbana, la China de las zonas económicas especiales— y a la pobreza de amplias zonas de su población. “Incluso con un PNB triplicado —dice el profesor norteamericano— la población china seguirá ocupando los puestos más bajos en la clasificación de los ingresos per cápita de los países del mundo”. Crecerán las disparidades regionales y el sistema productivo y laboral profundizará las desigualdades sociales, con el riesgo de una explosión de descontento popular por la injusta distribución del ingreso. Lo que China podrá ser es una potencia regional en Asia oriental “porque su poder militar y económico supera en mucho al de sus vecinos más cercanos, con excepción de la India”. En el año 2007 el gobierno aumentó en el 17,8% el presupuesto militar de China y en el 2008 en el 17,6%, asunto que no dejó de preocupar a varios gobiernos occidentales por los riesgos que el armamentismo chino supone para la estabilidad regional.
El sinólogo español Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China, en un artículo publicado el 1 de mayo del 2009 en “Dossier sobre la Crisis Global” Nº 13 del Instituto Prisma, escribió que las “sombras” del proceso chino de transición de una economía centralmente planificada a otra de mercado —de economía mixta, en realidad— se manifiestan en los desequilibrios territoriales y en las desigualdades sociales. Sostuvo que “en 2007, de un total de 177 países, China se encontraba en la posición 81 en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD. Las desigualdades, por otra parte, constituyen una auténtica bomba de relojería. En 2007, el PIB per cápita de Shanghai era 13 veces mayor que el de la provincia de Guizhou, por ejemplo, que ya era diez veces mayor en 2005. El coeficiente Gini de China se sitúa en el 0,48, un límite de riesgo que advierte de las profundas tensiones que habitan en su interior, ocultas en ese magma de prosperidad que nos ciega en el exterior. Por otra parte, entre el campo y la ciudad, las cifras oficiales constatan una diferencia de renta en 2007 de 4.140 yuanes frente a 13.786, datos que explican y justifican el malestar por el desigual reparto de la prosperidad generada en las tres últimas décadas y que ha disuelto de un plumazo el igualitarismo reinante en el periodo inmediatamente anterior”.
Según datos de las Naciones Unidas, en el año 2007 el consumo de los hogares chinos seguía siendo muy bajo en comparación con el de los países ricos. El consumo de Europa era de 6,81 billones de dólares, Estados Unidos 6,68 billones, Japón 1,99 billones, América del Sur 0,88 billones, China 0,78 billones y África 0,56 billones.
A fines del 2012 se publicaron las cifras del estudio realizado por el Instituto de Investigación Financiera del Banco Popular de China —el banco central de ese país—, conjuntamente con la Universidad de Economía y Finanzas del Suroeste, que demostraban que la brecha entre ricos y pobres había crecido de manera alarmante en todas las regiones y provincias de China.
La escala de Gini —que mide la desigualdad de ingresos entre los miembros de una sociedad— marcaba el coeficiente de 0,61, que era de los más negativos del planeta.
La situación distributiva del ingreso se deterioró dramáticamente en los últimos años. En el 2005 China tenía el índice Gini 0,447, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUDD), pero en el 2012 el índice se descompuso aún más y subió a 0,61. Lo dramático fue que esos bajísimos índices de equidad económicosocial en China se combinaron con altas tasas de crecimiento del PIB, lo cual significaba que los beneficios del desarrollo fueron a parar a las arcas de los sectores más opulentos de la población. “La brecha es amplia en todas las regiones, tanto en las zonas rurales como en las urbanas”, comentó al respecto el profesor Gan Li, investigador jefe de la universidad coautora del estudio, en el periódico oficial ‘Shanghai Daily”.
En realidad, el profundo dualismo de la sociedad china, la potencial rebeldía política de los vastos sectores pobres de su población —que perciben salarios de hambre—, el gigantesco déficit energético, la contaminación ambiental, la desertización de amplias zonas, la sequía en las regiones del norte, la creciente corrupción de sus mandos políticos y otros factores estructurales conspiran contra la posibilidad de que China pudiera convertirse en una potencia de escala global. La dualidad de su estructura económica es evidente. Los contrastes son mayores que en América Latina, que es el continente de más injusta distribución del ingreso. Existen centros económicos desarrollados, con actividades productivas modernas e internacionalizadas, y una amplia periferia rezagada de quehaceres económicos primitivos y desintegrados del sistema central. Es un país donde uno se desplaza quinientos kilómetros en el espacio y retrocede siglos en el tiempo. Hay una China urbana y una China rural. La primera tiene 480 millones de habitantes y su ingreso per cápita alcanza —según cifras del año 2006— a 1.300 dólares/año mientras que la segunda tiene 910 millones de habitantes con un ingreso per cápita que no llega a 400 dólares. Cerca de la cuarta parte de la población total está integrada por analfabetos y semianalfabetos. La pobreza rural es impresionante. En promedio, cada pequeño granjero chino posee alrededor de un cuarto de hectárea de tierra cultivable, de modo que su rentabilidad es muy baja. Hay demasiada gente en poca tierra.
El poder político ejercido desde Pekín encuentra cada vez más dificultades para regir las provincias y controlar eficazmente a millones de empresas privadas que se mueven en el escasamente regulado sector particular de la economía, en el marco de un turbio proceso de industrialización que se parece mucho al de los Estados Unidos de principios del siglo XX —manejado por capitalistas enriquecidos de poca o ninguna responsabilidad social, gangsters empresariales y corruptos funcionarios estatales—, al amparo del cual se fabrican y lanzan al mercado productos sin mayor control de calidad. A comienzos de agosto del 2007, bajo presión de los órganos oficiales de protección del consumidor, la gigantesca empresa norteamericana fabricante de juguetes Fisher-Price, perteneciente al grupo Mattel, retiró del mercado más de 18 millones de unidades de juguetería fabricadas por una empresa contratista china por contener pinturas tóxicas, con excesivas cantidades de plomo. Dos meses antes, la importadora estadounidense RC2 Corporation se vio obligada a hacer lo mismo con un millón y medio de pequeños trenes de madera fabricados en China. Después las autoridades canadienses dispusieron el retiro del mercado de 120 mil lápices fabricados en China. La razón: sus altos índices de plomo, muy perjudiciales para la salud de los niños por sus efectos vasculares y neuronales. Coetáneamente, la empresa Nokia Corporation de Finlandia, fabricante de teléfonos móviles, pidió a sus usuarios la devolución voluntaria de 46 millones de baterías BL-5C defectuosas fabricadas en China entre diciembre del 2005 y noviembre del 2006 mediante el sistema de tercerización industrial denominado offshoring, con arreglo al cual las empresas metropolitanas producen unidades industriales o piezas fuera de sus fronteras —especialmente en algunos países asiáticos—, donde los costes de producción son mucho menores. Antes se habían detectado neumáticos defectuosos para automotores y cremas dentales, salsas enlatadas y alimentos caninos tóxicos, fabricados por empresas chinas y vendidos en los países occidentales, que fueron masivamente retirados de los mercados en defensa de los intereses de los consumidores.
A mediados de septiembre del 2008 surgió en China un nuevo escándalo ligado a su deficiente sistema de control de la calidad de sus productos. Leche en polvo y otros bienes lácteos contaminados con metamina enfermaron a 53.000 infantes y mataron a decenas de ellos en China. La melamina es una resina derivada del petróleo, rica en nitrógeno, que se usa en la fabricación de muebles, objetos de plástico, vajillas, artículos laminados, pegamentos, etc. Al incorporarse a la leche, ella permite a los empresarios simular altos niveles de proteína para superar las pruebas de control en el laboratorio y además bajar sus costes de producción y generar mayores utilidades. La primera ministra Helen Clark de Nueva Zelandia dio la voz de alarma puesto que la leche tóxica era procesada por la empresa Sanlu, una de las más importantes en la industria láctea de China, de la que era accionista en el 43% de su capital la corporación neozelandesa Fonterra.Pero después se descubrió que otras 22 empresas lácteas de China tenían también el problema. La empresa suiza Nestlé retiró de los mercados su leche UHT, fabricada en China, después de que se detectó melamina en su producto. Lo mismo hizo la corporación japonesa Marudai Food con sus panecillos industriales fabricados con leche de la empresa china Yili. Los hechos fueron confirmados después por el propio viceministro de salud, Ma Shaowei, y la planta industrial Sanlu se vio obligada a retirar del mercado 8.210 toneladas del producto contaminado. Japón, Birmania, Taiwán, Corea del Norte, Indonesia, Filipinas, Singapur, Malasia, Brunéi, Bangladesh, Gabón, Tanzania, Burundi y otros países cortaron las importaciones de productos lácteos y caramelos chinos. La Unión Europea, que a partir del 2002 dejó de importar leches de China por falta de garantías suficientes de calidad, reforzó sus controles aduaneros y decretó el embargo de los productos alimenticios chinos que se consideren peligrosos para los niños. A finales de septiembre del 2008 la policía financiera italiana incautó, en siete regiones de Italia, 1,7 millones de pares de zapatos provenientes de China fabricados con cueros tóxicos altamente cancerígenos y se abrieron expedientes judiciales contra decenas de empresarios italianos y chinos, bajo a acusación de atentar contra la salud pública, por la importación de esos zapatos. Pocos días después la empresa británica Cadbury retiró de los mercados de Australia, Hong Kong y Taiwán los chocolates de su marca fabricados en China porque “las pruebas arrojaron dudas sobre su seguridad”.
Otro de los problemas estructurales de China es la corrupción en las altas esferas del gobierno. Reveló la prensa internacional en junio del 2011 que, según un informe del Banco Central de China al que tuvo acceso el diario británico “Financial Times”, funcionarios corruptos del gobierno sacaron fuera del país más de 70.000 millones de euros procedentes de desfalcos, sobornos y otros procedimientos dolosos entre los años 1990 y 2008. El informe refería que alrededor de 17 mil miembros del Partido Comunista, personeros públicos de alto rango, ejecutivos de empresas estatales, magistrados y funcionarios judiciales y oficiales de policía, cargados de dinero, fugaron del país en esos años con rumbo a los Estados Unidos, Canadá, Australia, Holanda, países del este europeo, América Latina y África, o hicieron ingentes transferencias monetarias hacia el exterior, burlando los controles oficiales. Decía el informe que los sectores más afectados por la corrupción fueron las grandes empresas estatales, especialmente en las áreas de la construcción y el transporte, y las agencias oficiales de inversión y comercio.
El 1 de julio del 2011 en el Palacio del Pueblo de Pekín, durante la ceremonia de conmemoración del aniversario del Partido Comunista chino, el presidente Hu Jintao manifestó en su discurso que era urgente imponer disciplina a sus miembros para evitar los actos y escándalos de corrupción que se han dado en sus filas. Las palabras del presidente fueron transmitidas por televisión. Dijo que “el desarrollo del partido en los últimos noventa años nos ha enseñado que unas sanciones severas y una prevención real de la corrupción son elementos claves para ganar o perder el apoyo del pueblo y para la vida o muerte del partido”.
Y es que por esos años fueron descubiertos varios episodios de corrupción en las encumbradas esferas del Partido Comunista y del Estado.
Bo Xilai, alto dirigente y estrella ascendente del comunismo chino, fue purgado cuando uno de sus colaboradores desveló que su esposa había asesinado a un empresario británico. Bo, que era un claro candidato a entrar en el Comité Permanente del Politburó en ese Congreso, fue desprovisto de todas sus funciones y acusado de corrupción, entre otros casos, por intentar ocultar el crimen de su esposa. Sin embargo, algunos de sus partidarios aseguraron que Bo Xilai había sido víctima de las implacables luchas entre las diferentes facciones del partido. Finalmente, en septiembre del 2013, tras ser declarado culpable de soborno, malversación de fondos públicos y abuso de poder, fue condenado por un tribunal de justicia a cadena perpetua, “despojado de sus derechos políticos de por vida” y sufrió la confiscación de todos sus bienes personales.
En el 2010 Wikileaks, rompiendo la reserva que rodeaba la vida privada y la propiedad de los líderes políticos chinos, hizo públicos algunos documentos relacionados con tráfico de influencias de la familia del primer ministro de China y miembro de la cúpula del Partido Comunista, Wen Jiabao. Y “The New York Times”, en su edición del 26 de octubre del 2012, informó que Wen Jiabao había amasado al amparo del poder, junto con los miembros más cercanos de su familia, una gigantesca y oculta fortuna calculada en 2.700 millones de dólares. Inmediatamente los censores del gobierno chino bloquearon las páginas web del periódico norteamericano, en sus versiones en inglés y en chino, para que no pudieran leer la noticia sus quinientos millones de usuarios de internet ni trascendiera el asunto en el país asiático. El diario neoyorquino afirmó que, después de haber investigado los negocios familiares desde 1992, tuvo acceso al conocimiento de los activos, contratos y transacciones de la familia íntima del primer ministro: empresas, compañías, fábricas, acciones, contratos con el Estado.
En el XVIII Congreso quinquenal del Partido Comunista, reunido en Pekín del 8 al 14 de noviembre del 2012, Xi Jinping fue elegido para desempeñar la más alta función gubernativa y política de China: la Secretaría General del Partido. Reemplazó en ella a Hu Jintao, quien había asumido esa cimera responsabilidad durante la década anterior.
Xi Jinping —un ingeniero químico de 59 años, poseedor de un doctorado en teoría marxista, considerado en ese momento un reformista cauto— asumió el máximo liderazgo político de China. Y, en aquella oportunidad, tanto el líder saliente Hu Jintao como el entrante Xi Jinping, en sus discursos ante el Congreso, se refirieron al tema de la creciente corrupción en China. Advirtió el primero, al inaugurar el ciclo de sesiones, que “si no somos capaces de gestionar bien este problema, podría ser fatal para el partido y causar incluso el derrumbe del partido y la caída del Estado”. Y en iguales términos se pronunció Xi Jinping al posesionarse de sus altas funciones partidistas y gubernamentales.
Como Secretario General del Partido Comunista, Xi Jinping lanzó un mensaje de tranquilidad a la comunidad internacional al asegurar que China está “comprometida con un desarrollo pacífico” que no se producirá “a expensas de otros” y prometió, en la política exterior, “una apertura aún mayor” de su país, que no será “una amenaza para el mundo”. Agregó que, para cumplir sus metas, China “se abrirá aún más hacia el exterior”. Estas afirmaciones se produjeron en momentos en que se habían endurecido las tensiones entre su país y sus vecinos por las disputas territoriales sobre los archipiélagos del mar de la China oriental y meridional, y en que, además, la India reprochaba a Pekín que en su mapa nacional se habían incluido los territorios de Aksai Chin en el Himalaya, que se disputaban ambos Estados.
La contaminación ambiental de China es monstruosa. De las veinte ciudades más contaminadas del planeta, dieciséis están allí. Avanza la desertización de vastas zonas de su geografía. La lluvia ácida afecta a más de un tercio de su extensión territorial. Cinco de sus siete ríos más grandes soportan niveles altísimos de polución. Trescientos millones de personas consumen diariamente agua contaminada. De ahí que, en el denominado Índice de Rendimiento Medioambiental (EPI, en sus siglas inglesas), que clasifica a los países en función de su capacidad para controlar la contaminación y para administrar correctamente sus recursos naturales, China ocupara en el año 2010 la posición 121ª entre 163 países estudiados.
En fin, son muchos los factores estructurales que conspiran contra un eventual liderazgo chino global. Lo que ocurre es que el deslumbrante crecimiento económico de sus zonas modernas no deja ver el atraso y la pobreza de las zonas relegadas del interior, donde habitan centenares de millones de chinos que no ven televisión ni conocen computadoras.
Las altas tasas de inversión han impulsado el crecimiento de su producto interno bruto a pesar del fraccionamiento económico interno. Pero su desarrollo está lejos de ser sustentable, por los estragos que ha causado sobre la naturaleza. Su principal fuente de energía es el carbón, que es un recurso energético sucio y altamente contaminante. Por eso, a comienzos del año 2006, dieciséis de las veinte ciudades más contaminadas del mundo estaban en China y más de las tres quintas partes de sus lagos y ríos sufrían el efecto contaminante de los desechos industriales tóxicos.
Todo lo cual, sin embargo, no impide que China despliegue acciones con miras a una creciente influencia internacional. El gobierno de Pekín, presidido en esa época por Hu Jintao, abrió canales de intercambio comercial con muchas zonas del mundo y otorgó créditos y vendió armas a países ricos en petróleo u otros recursos naturales. Desarrolló una hábil, fina y suave política internacional. Cuando convino a sus objetivos geoestratégicos se declaró neutral frente a los conflictos internacionales. Y siguió paso a paso su camino ascendente con arreglo al viejo proverbio chino de «cruzar el río amontonando piedras». Lo cual presagia, en el futuro próximo, fricciones sino-norteamericanas.
Al inaugurar el XVII Congreso del Partido Comunista en Pekín el 15 de octubre del 2007 —cuyas sesiones por primera vez fueron transmitidas por los medios audiovisuales chinos—, Hu Jintao abogó por el «concepto científico del desarrollo», que ponga al ser humano como el centro de la operación económica, para crear una sociedad armoniosa que reduzca las diferencias en la distribución del ingreso, resultado de 25 años de la estrategia del «desarrollo primero»; e hizo también alguna referencia a la necesidad de expandir la democracia y la transparencia al interior de su país.
Y su sucesor Xi Jinping reiteró estos principios al asumir la Secretaría General del Partido Comunista en el XVIII Congreso quinquenal reunido en noviembre del 2012 en Pekín. Dijo que China debe profundizar sus reformas para perfeccionar el sistema de economía de mercado.
La Tercera Sesión Plenaria del 18º Comité Central del Partido Comunista Chino, que tuvo lugar en Pekín a mediados de noviembre del 2013 —en reunión calificada por los dirigentes chinos como “sin precedentes”—, dio pasos para acelerar el proceso de reforma y apertura de China al acordar disminuir la intervención del Estado en la economía, aumentar la importancia de la iniciativa privada, fortalecer los derechos de propiedad particular, dar al mercado una función decisiva en la asignación de recursos, impulsar la construcción de zonas de libre comercio, suavizar las restricciones a la inversión privada, abrir las empresas estatales a una mayor participación de los capitales privados e implementar políticas para que las empresas estatales, mixtas y extranjeras se adaptaran mejor a la globalización, pero todo esto “conservando el papel dominante de la propiedad pública”.
Se aprobó también que el capital privado calificado pudiera establecer bancos pequeños y medianos, que se junten a los pocos bancos privados que existían en China.
Se resolvió que el precio de los combustibles, la electricidad y otros servicios sea fijado principalmente por el mercado.
“El objetivo general de las reformas aprobadas —destacó el pleno del Comité Central— fue mejorar y desarrollar el socialismo con características chinas e impulsar la modernización de los sistemas de gobierno y las capacidades del país”.
Con la eliminación de las viejas restricciones de residencia vigentes en China, que ligaban a las personas a su lugar de nacimiento, Pekín quiso acelerar los planes de urbanización para que decenas de millones de campesinos se mudaran hacia las ciudades.
En materia política, se habló de democracia en las deliberaciones del Comité Central —pero no en términos occidentales— y se dijo que “se dará importancia al perfeccionamiento del sistema democrático y el enriquecimiento de las formas democráticas para mostrar las ventajas del sistema político socialista de China”, aunque se aclaró que “el PCCh debe reforzar y mejorar su liderazgo y debe ocupar de lleno su papel central de mando”.
El domingo 28 de noviembre del 2014 estallaron en Hong Kong multitudinarias jornadas de protesta de los ciudadanos para exigir al gobierno de Pekín su pleno ejercicio del sufragio libre. En uso de su relativa autonomía política, centenares de miles de ciudadanos, al grito emblemático de “¡sufragio universal, ya!”, se tomaron las calles céntricas de la ciudad por 75 días para pedir al gobierno de Pekín que cumpliera su compromiso del sufragio universal para la designación del jefe del gobierno local y de profundización de su autonomía política. Los manifestantes chocaron violentamente contra las fuerzas de policía, que usó bombas de gas lacrimógeno y gas pimienta para dispersarlos. La protesta se originó porque hasta ese momento un comité electoral compuesto por alrededor de 1.200 “notables” de la isla —en su mayoría obedientes de las consignas de Pekín— era el encargado de preseleccionar la lista de los candidatos por los que el pueblo hongkonés podía votar para elegir presidente de su gobierno local, de modo que las diversas opciones electorales venían señaladas por el oficialismo de Pekín, en clara afectación de la autonomía política de la isla.
El gobierno chino había consentido que todos los habitantes de Hong Kong en edad de votar pudiesen participar en la próxima elección, pero únicamente las personalidades seleccionadas por el referido comité podían ser candidatos. Restricción que resultó inaceptable para un alto porcentaje de los ciudadanos, que consideraba que, en ese contexto, quienes fueran capaces de formular críticas al Partido Comunista chino serían descartados.
El movimiento juvenil denominado Occupy Central, en abierto desafío a la represión del gobierno de Pekín, propugnó la desobediencia civil.
Esas movilizaciones fueron las mayores que se habían producido a partir de la integración de Hong Kong a China en 1997. Y, desde la perspectiva de Pekín, fueron las peores desde los sanguinarios episodios de la Plaza de Tiananmen en 1989.
Por supuesto, en el continente millones de chinos ignoraban las protestas de Hong Kong, puesto que, como era usual en esos casos, fueron bloqueadas por el gobierno central Facebook, Twitter, Youtube y otras plataformas de información de internet.
Hong Kong fue desde el año 1841 —cuando Inglaterra estableció allí sus bases navales— un enclave colonial británico en la costa suroriental de China. Y, bajo la administración inglesa, se convirtió con el paso de los años en uno de los principales centros financieros del mundo. Pero el 1 de julio de 1997 Hong Kong —junto con la península de Kowloon, la isla de Lantau y sus pequeñas ínsulas vecinas— se integró política y territorialmente a la República Popular de China. En una impresionante ceremonia celebrada en el gran palacio de las convenciones de Kowloon a la que asistieron personalidades del mundo entero, se arrió la bandera inglesa y se izó la de China como símbolo de la transferencia de Hong Kong. Y, desde ese momento, se constituyó en la avanzada de la liberalización económica de China, donde se establecieron nuevas y grandes empresas privadas, sometidas a un poderoso mecanismo de libre mercado, que contribuyeron a hacer de Hong Kong uno de los principales núcleos financieros del mundo y el mayor de Asia.
En aquella ocasión el gobierno de Pekín se comprometió a aplicar a Hong Kong a partir de ese momento y durante cincuenta años la política de “un país, dos sistemas” para alejar el peligro de un éxodo humano, industrial y financiero que pudiera producir la bancarrota de Hong Kong y afectar gravemente el proceso de“reforma y apertura” que instrumentaban las autoridades chinas.
En realidad fueron tres los principios que han regido el gobierno y la administración de Hong Kong a partir de su reintegración a China:
1) un país, dos sistemas;
2) la administración de Hong Kong por los hongkoneses; y
3) un alto grado de autonomía.
Lo dijo Hu Jintao, a la sazón vicepresidente de China, en un discurso pronunciado en julio de 1999 con ocasión del segundo aniversario de la recuperación del enclave: “Hong Kong sigue manteniendo sin cambios su sistema social y económico, su estilo y su condición de puerto libre y centro internacional de las finanzas, el comercio y el transporte marítimo (…). Los compatriotas de Hong Kong, que han adquirido una conciencia sin precedentes de ser dueños de sus propios destinos, han participado activamente en la administración de los asuntos de Hong Kong”. Y concluyó que, en ejercicio de esa autonomía, Hong Kong tenía su propio régimen económico y financiero y su moneda propia.
La Región Administrativa Especial de Hong Kong, con su parte continental y gran cantidad de islas, tiene una extensión territorial de 1.102 kilómetros cuadrados y 7’200.000 habitantes, según cifras del 2013. Dentro de ella, la metrópoli de Hong Kong se caracteriza por su ultramoderna arquitectura. Es la ciudad del mundo con mayor número de rascacielos —cuatro de los quince edificios más altos del mundo están allí—, concentrados alrededor del distrito central de Admiralty, donde funcionan las oficinas del gobierno local y la intensa zona financiera, comercial y turística.
Un hito muy importante en la política internacional de China y en su proceso económico fue el XIX Congreso del Partido Comunista, reunido en Pekín del 18 al 25 de octubre del 2017 en medio de extremadas medidas de seguridad, donde el presidente chino planteó el “Pensamiento de Xi Jinping sobre el Socialismo con características chinas para una Nueva Era”, contenido en los siguientes puntos: 1) garantizar el liderazgo del Partido; 2) comprometerse con un enfoque centrado en la sociedad; 3) continuar con una reforma integral y profunda; 4) adoptar una nueva visión para el desarrollo; 5) considerar que la sociedad es quien gobierna el país; 6) garantizar que todas las áreas de gobierno están basadas en el derecho; 7) defender los valores socialistas; 8) asegurar y mejorar las condiciones de vida de la sociedad a través del desarrollo; 9) afirmar la armonía entre el ser humano y la naturaleza; 10) perseguir un enfoque global para la seguridad nacional; 11) defender la absoluta autoridad del Partido sobre el Ejército Popular; 12) sostener el principio de “un país, dos sistemas” e impulsar la reunificación nacional; 13) promover la construcción de una sociedad de futuro compartido con toda la humanidad, y 14) ejercer un control total y riguroso del Partido.
Los 2.300 delegados al Congreso reeligieron a Xi Jinping como Secretario General del Comité Central del Partido Comunista —que en ese momento tenía 89 millones de afiliados— para un segundo período, Presidente de la República Popular China y Presidente de la Comisión Militar Central de la República Popular China para los siguientes cinco años. Le reiteraron el mando del fortalecido ejército chino, al que Xi Jinping calificó de “primer nivel mundial”. Y con ello el gobernante fue encumbrado a niveles de culto a la personalidad que no se habían visto desde los tiempos del autoritarismo vertical de Mao Tse-Tung, puesto que, en realidad, desde la época del Gran Timonel ninguno de los líderes políticos chinos había alcanzado una posición tan elevada.
“Esta es una nueva coyuntura histórica en el desarrollo de China”, afirmó en su discurso el gobernante al señalar las metas políticas, económicas y militares que se proponía alcanzar para “garantizar la seguridad nacional” como parte de su “modernización socialista”. Agregó: “La apertura trae progreso para nosotros mismos, el aislamiento deja a alguien detrás. China no cerrará sus puertas al mundo, será cada vez más abierta”. Y concluyó que “es hora de que tomemos el centro del escenario mundial y hagamos una mayor contribución a la humanidad”.
Pero, según los grupos defensores de los derechos humanos, en ese período creció la represión política y la sociedad china sufrió la pérdida de algunas de sus libertades. Muchos militantes comunistas fueron perseguidos en el marco de las campañas anticorrupción y de disciplina partidista emprendidas por el gobierno de Xi Jinping. La represión subió de nivel. En el área de la información, Internet fue celosamente controlada y censurada para evitar la “infiltración de ideas occidentales”. Y el líder chino habló de una “nueva era” para su país.
Al concluir la reunión del XIX Congreso partidista se aprobó la siguiente declaración, que fue muy elocuente para reflejar la nueva autoridad presidencial: “El Congreso reconoce por unanimidad el Pensamiento Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era como una guía para la acción, junto con el marxismo-leninismo, las ideas de Mao Zedong, la teoría de Deng Xiaoping, la Triple Representatividad, así como la concepción científica del desarrollo”.
Y fue así como el 25 de octubre del 2017, a los 64 años de edad, Xi Jinping inició su segundo mandato presidencial. Bajo su régimen —y a pesar de la desaceleración de la economía china— sus empresas invirtieron y penetraron en las economías latinoamericanas como nunca antes y se dio una gran expansión del poder imperial de China sobre América Latina en la segunda década del siglo XXI.
Willy Lam, analista político y profesor de la Universidad China de Hong Kong, explicó a la BBC de Londres en aquellos días: “Xi ha restablecido y reforzado la base leninista —y maoísta— del partido. Las iniciativas reformistas incorporadas por el gran reformista Deng Xiaoping —como el liderazgo colectivo, el fin del culto a la personalidad, el fin de las campañas ideológicas, la separación entre el partido y el gobierno— han sido desechadas”.