Es la ciencia que estudia las relaciones de los seres humanos y los demás seres vivos con el medio ambiente en el que desenvuelven su vida. La palabra viene de la composición de las voces griegas oikos, que significa “casa”, “morada” o “ámbito vital”, y logos, “tratado” o “estudio”. Es, por tanto, el estudio de la casa o el hogar de los seres vivientes.
El primero en usar este término en 1873 fue el biólogo alemán Ernst K. Haeckel, ferviente seguidor de las ideas de Darwin, para referirse a la rama de la biología que trata de las interrelaciones de los organismos y su entorno. La definió como “el conjunto de conocimientos referentes a la economía de la naturaleza, la investigación de todas las relaciones del animal tanto con su medio inorgánico como orgánico, incluyendo sobre todo su relación amistosa u hostil con aquellos animales y plantas con los que se relaciona directa o indirectamente”. Más tarde Charles Elton, en su obra “Animal Ecology” (1927), definió a la ecología como historia natural científica y Eugene Odum (1963) dijo que ella es el estudio de la estructura y el funcionamiento de la naturaleza.
Actualmente la ecología se ha convertido en una compleja rama del conocimiento científico que abarca campos muy amplios de estudio e investigación.
Sin embargo, las vinculaciones entre los seres humanos y el espacio físico que les sustenta se observaron de viejo tiempo. Los pensadores de las antiguas India y Persia, los astrólogos egipcios, los profetas judíos, los sabios de la vieja China, los más eminentes filósofos griegos, algunos de los padres de la Iglesia Católica, pensadores medievales y numerosos tratadistas contemporáneos se empeñaron en desentrañar los efectos que las condiciones del entorno geográfico, telúrico y cósmico tienen sobre la manera de ser y la conducta de los hombres y, consecuentemente, sobre los procesos sociales de los diversos pueblos. Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Bodín, Montesquieu, Rousseau, Hume, Hegel, Ratzel, Kjellén y muchos otros pensadores, en distintas épocas, observaron la influencia de la geografía sobre la sociedad. Algunos de ellos, que pertenecen a la escuela geográfica dentro de la sociología, afirmaron que el suelo y los factores telúricos determinan el modo de ser de los entes sociales.
El sociólogo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904), con su conocida frase de que el hombre es un pedazo de la tierra, quiso poner de relieve las estrechas relaciones entre el medio ambiente y el ser humano, lo mismo que el biólogo francés Alexis Carrel (1873-1944) con la afirmación de que somos un producto exacto del limo terrestre.
Investigaciones científicas actuales han establecido con entera precisión la recíproca influencia que existe entre el entorno físico y el hombre. El entorno físico —con su clima, altitud, estaciones, temperatura, presión atmosférica, riqueza del suelo, paisaje y demás condiciones ambientales— ejerce una gran influencia sobre la vida humana y social, pero también el hombre modifica permanentemente el entorno natural a través de su actividad industrial y, en general, de la aplicación de los conocimientos científicos a las tareas productivas, con efectos degradantes muy peligrosos sobre la naturaleza. Se han levantado voces de alarma de científicos e investigadores ambientalistas acerca de la necesidad de tomar medidas para impedir que este proceso devastador continúe. Ellos han contribuido a formar en la población una conciencia ecológica, que hasta hace no mucho tiempo era atributo exclusivo de pequeños círculos científicos, en orden a defender los ecosistemas e impedir que la agresión de las fuerzas productivas rompa los equilibrios de la naturaleza.
La expresión política de esta conciencia ecológica se ha dado en la creación de ministerios del ambiente en algunos países, en la formación de los llamados partidos verdes —cuyos programas de acción están basados en cuestiones ecológicas—, en la incorporación de proyectos ambientales a los programas de los partidos tradicionales y en la integración de organizaciones ecologistas no gubernamentales.
El tema, sin duda, se ha politizado. Bajo su invocación se ha formado en muchos lugares del mundo una izquierda ambientalista, muy activa y motivada, que propugna la lucha contra la pobreza y la desigualdad, como condición para la conservación de la biodiversidad, y la transformación social para implantar modelos de desarrollo que sean capaces de funcionar armónicamente con la naturaleza.
Si bien el movimiento parisiense de mayo 68 fracasó como acción revolucionaria —por su carencia de programas, estrategias y líderes—, inspiró la creación de numerosos grupos de izquierda y nuevos movimientos sociales en varios países, no siempre con buena fortuna política. En los años 70 emergieron los llamados partidos verdes, cuyas principales banderas de lucha fueron la cuestión ecológica, el pacifismo y el anticonsumismo. El primero de ellos fue el United Tasmania Group, fundado en Australia en abril de 1972, seguido del Mouvement Populaire pour l’Environnement en el canton suizo de Vaud, en diciembre del mismo año, que surgió al calor de la lucha contra la construcción de una autopista al borde del lago Neuchâtel. En enero del año siguiente apareció en Inglaterra otro partido verde: el People’s Party —que más tarde cambió su nombre por el de Ecology Party y luego Green Party—. Ellos inspiraron la formación de muchas organizaciones políticas de este tipo en Europa y otros lugares.
En las elecciones presidenciales de Francia en 1974 se presentó por primera vez una candidatura ecologista: la de René Dumont, que obtuvo varios centenares de miles de votos, y cinco años después el Grüne Partei Zurich alcanzó un diputado nacional y varios diputados al parlamento regional de Bremen, en Alemania. Cosa parecida ocurrió en Bélgica, Holanda, Austria, Italia y otros Estados europeos, donde los verdes alcanzaron votaciones de entre el 2,5% y el 16%. Los partidos ecologistas obtuvieron en 1989 veintiocho escaños en el Parlamento Europeo. Ese año en Inglaterra el Green Party reunió el 15% de los votos. Así se consolidaron los grupos ecologistas europeos para defender los nuevos valores vinculados con la protección del medio ambiente.
En la lucha ecologista fue emblemática la formación del Die Grünen alemán, fundado el 13 de enero de 1980 en Karlsruhe, que sintetizó la ideología verde y creó un modelo organizativo de este tipo de partidos. En sus filas se agruparon ecólogos, activistas del pacifismo y del feminismo, socialdemócratas desencantados, hombres y mujeres de la nueva izquierda, cristianos progresistas de diferentes iglesias. Su acreditación electoral de diputados al Bundestag en marzo de 1983 marcó una línea política a seguir por los verdes europeos. La ideología del Die Grünen se fue formando trabajosamente a golpes de yunque entre los radicales y los moderados. La pugna no demoró en estallar. Se formaron dos bandos en lucha: los realos, que eran los moderados, y los fundis, que eran los radicales. Esta clase de divisiones en el seno de los movimientos revolucionarios ha sido, por desgracia, una constante histórica. Pronto la dinamia política llevó a los militantes del Die Grünen a asumir responsabilidades parlamentarias y legislativas vinculadas con las funciones de gobierno, que avivaron la controversia ideológica interna. Hubo momentos en que sus bancadas de diputados, así en el parlamento federal como en los parlamentos regionales, se constituyeron en el fiel de la balanza y en elementos claves de la gobernabilidad. No pudieron eludir la responsabilidad de dar sus votos para la aprobación de los presupuestos formulados por el gobierno socialdemócrata.
Por aquello de que es más fácil estar de acuerdo contra algo que a favor de algo, los verdes alemanes se vieron envueltos en muy duras controversias internas al momento de tomar sus decisiones parlamentarias. Los radicales no dejaron de reprochar a los moderados la contradicción entre los principios reivindicativos de su ideología y la formulación de sus polítcas parlamentarias, que con frecuencia significaron, como era lógico, compromisos con el gobierno. Como se impuso la línea política de los moderados, algunos de los más radicales dirigentes fundi abandonaron las filas de la organización: Rudolf Bahro, Rainer Trampert, Thomas Ebermann, Regina Michalik, Jutta Ditfurth y otros.
A partir de 1985 se planteó la necesidad o la conveniencia de formar coaliciones políticas con los socialdemócratas ortodoxos y, entonces, empezaron a compartir responsabilidades gubernativas. En algunos gobiernos locales colaboraron los verdes. Incluso hubo ministros de esta filiación política.
Dos hechos importantes de la reciente historia alemana disminuyeron la fuerza electoral del Die Grünen: la caída del >muro de Berlín y la reunificación de Alemania; aunque después recuperó el terreno perdido en el sistema de partidos alemán.
En 1993 se fusionaron, en un solo partido: Die Grünen y Bündnis 90, y superaron las divisiones internas. Sus postulaciones ideológicas fueron el ambientalismo, el pacifismo, el antimilitarismo, el repudio a las armas nucleares, la oposición a las estrategias militares de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la defensa de los derechos humanos, la condena de las restricciones migratorias, la defensa del aborto, la protección de los derechos de los gays y lesbianas y la crítica a ciertos elementos de la sociedad industrial.
En las elecciones de 1998 el Die Grünen alcanzó el 6,7% de la votación y entró a formar parte de la coalición gubernamental con el Partido Social-Demócrata (SPD) hasta octubre del 2005, en que se produjo la asunción del gobierno por la demócrata-cristiana Angela Merkel. Die Grünen gestionó tres de los ministerios en el gobierno de la alianza con los socialdemócratas. Pero sufrió una nueva crisis de unidad a raíz de la intervención de las tropas alemanas en el conflicto de Kosovo. Muchos militantes contrarios a la guerra se separaron de sus filas. Lo mismo ocurrió en el 2001, cuando el gobierno alemán, bajo las órdenes del canciller socialdemócrata Gerhard Schröder, decidió enviar soldados hacia Afganistán para apoyar a las fuerzas militares norteamericanas.
En el proceso electoral del 2002 incrementaron su votación al 8,6% pero en las del 2005 bajaron al 8,1%.
Los verdes, en los países social, industrial y económicamente más adelantados de Europa —Alemania, Bélgica, Dinamarca, Holanda, Irlanda, Noruega, Suecia, Finlandia—, que es donde ellos se han establecido con mayores anclajes, juegan el papel cuestionador y crítico que otrora jugaron los partidos comunistas y los propios partidos socialdemócratas. Son la nueva izquierda europea, que ejerce una oposición ilustrada, progresista y moderna al >establishment. Defiende el medio ambiente, la paz, el desarme, los derechos de las minorías y combate el autoritarismo, la desigualdad social, la pobreza, el armamentismo y la sociedad de consumo.
Los problemas ambientales no admiten soluciones de libre mercado. La mano invisible del mercado no se preocupa de estas cosas. Sus fuerzas utilitarias están más preocupadas en cuestiones de dividendos que en asuntos ecológicos. Se necesita la intervención consciente y deliberada de la autoridad política —en un esfuerzo de coordinación internacional— para dar soluciones válidas al problema de la depredación de la naturaleza. Un elemental sentido de solidaridad para con quienes vendrán después en la apasionante aventura de la vida nos obliga moralmente a dejarles un suelo limpio, aire puro, agua cristalina y forestas verdes.
Gracias a la intensificación de las investigaciones científicas hoy se conocen muy bien los problemas ambientales. La contaminación en sus múltiples formas, la lluvia ácida, las consecuencias nocivas de la descarga de desechos tóxicos, el efecto invernadero de ciertos gases, el calentamiento de la Tierra, los desórdenes climáticos, la destrucción de la capa de ozono, la deforestación, la desertización, la extinción de la biodiversidad, la escasez creciente de agua dulce, la contaminación de los ríos son algunos de esos problemas. Todos los cuales se originan en el industrialismo moderno, en el urbanismo y, en general, en la aplicación utilitaria de los conocimientos tecnológicos a las tareas de la vida social y de la producción.
La Tierra ha sufrido, en los últimos 600 millones de años, cinco extinciones masivas de especies. Una de ellas acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años. Científicos británicos, con base en sus recientes investigaciones sobre el ritmo de la desaparición de ciertas especies de insectos y plantas, afirmaron —revista "Science International", marzo 2004— que la Tierra se acercaba a su sexta extinción de especies. Dijeron que “los ritmos actuales de extinción de los últimos siglos son unos cientos de veces más rápidos que lo normal. La mayoría de los ecologistas aceptan que nos estamos acercando a los ritmos de desaparición vistos en las últimas cinco extinciones masivas”. Y concluyeron que, “hasta donde sabemos, esta extinción la provoca un solo organismo animal: el hombre”, con la degradación del hábitat y la contaminación de la naturaleza.
El problema ambiental ha tomado dimensiones globales. Hay una creciente preocupación mundial sobre el tema. Muchas actividades económicas —pesca excesiva, tala de bosques, uso de insecticidas tóxicos, emisiones de gases de calentamiento del planeta, descarga de desechos contaminados y otros más— se han convertido en asuntos de incumbencia de la comunidad mundial, cuya regulación requiere una legislación internacional. El gobierno de Estados Unidos de América ha decidido considerar a las cuestiones ambientales del mundo como problemas de su seguridad nacional y los ha asumido en términos globales que trascienden las fronteras políticas. Para afrontarlos ha creado una “diplomacia ambiental” y ha fijado cinco prioridades ambientalistas en su política internacional: los problemas del cambio del clima, los productos químicos tóxicos, la extinción de las especies, la deforestación y la degradación marina.
Según las Naciones Unidas, la creciente escasez de recursos hídricos afectará a uno de cada tres habitantes del planeta en el año 2025 y podría ser la causa de conflictos armados entre los Estados. Hacia el año 2001 cerca de 450 millones de personas de 29 países sufrían escasez de agua. En el futuro diversos países de Asia —el Oriente Medio, India, Pakistán, China— y de África al sur del Sahara afrontarán severos problemas por falta de <agua para uso doméstico, industrial y agrícola. En un futuro más o menos próximo este elemento podría constituir una nueva fuente de conflictos internacionales —como en el pasado fue el petróleo— y la provisión de alimentos podría verse comprometida por su escasez. Por eso los movimientos ambientalistas, a mediados del año 2001, además de denunciar la contaminación del agua por el uso indiscriminado de fertilizantes y pesticidas, propugnaron una disminución del 10% en el aprovechamiento del <agua para proteger los ríos, lagos y pantanos en condición crítica.
Una alta proporción de los recursos hídricos superficiales del planeta está infectada porque los ríos y lagos se han convertido en depósitos de los desechos tóxicos de la agricultura, de la industria y de los desagües urbanos.
Doscientos cincuenta de los quinientos ríos más importantes del mundo están seriamente afectados. Sólo cinco de los cincuenta y cinco grandes ríos europeos se consideran limpios. Cada día dos millones de toneladas de basura van a parar a los cauces de agua. En la India el fanatismo religioso se encarga de contaminar el Ganges —el "río sagrado"—, donde sumergen a los difuntos y con ello transmiten a los vivos que se bañan en sus aguas el cólera, el tifus y numerosas enfermedades gastrointestinales.
Sólo dos ríos importantes en el planeta, que son el Amazonas (6.788 kilómetros de largo) y el Congo (4.670 kilómetros), se pueden considerar sanos gracias a que no tienen en sus orillas centros industriales ni grandes ciudades. En Europa el 80% de los humedales ha sido drenado por la agricultura, el urbanismo o el desarrollo industrial. Cerca de la mitad de los lagos se ha degradado por los desechos industriales y las actividades económicas. Por eso los científicos recomiendan iniciar la "revolución azul" para administrar y conservar las reservas de agua dulce y contrarrestar la contaminación de los fertilizantes y pesticidas iniciada por la "revolución verde" de los años 60 del siglo anterior.
Sin duda, una de las peores amenazas —entre varias otras— para el futuro de la humanidad es la depredación y la contaminación de los océanos y los mares. La pesca excesiva está causando en ellos estragos irreversibles por la feroz competencia entre las grandes flotas pesqueras por explotar sus recursos. Según afirma el primer informe anual sobre el medio ambiente y la política exterior emitido por el Departamento de Estado norteamericano, el 70% de la reserva de peces de importancia comercial en el mundo se explota en exceso y esta actividad va camino de agotar las existencias de bacalao y de peces hipoglosos en el Atántico. La existencia de algunas especies oceánicas grandes, como el atún, los tiburones, los peces-espada y los peces-vela, ha declinado entre el 60% y el 90% en las últimas dos décadas. Además la pesca con explosivos, la explotación minera de los arrecifes de coral, la descarga de desperdicios contaminados y otras actividades industriales han destruido los hábitats oceánicos y costeros y la fauna que en ellos habita.
La humanidad consume en la actualidad más recursos naturales que los que el planeta puede reponer. Tala más árboles que los que la Tierra está en capacidad de reemplazar, extrae más peces que los que los mares pueden criar y emite hacia la atmósfera dióxido de carbono (CO2) en cantidades mayores que la capacidad de absorción de los bosques y los océanos.
Lo cual causa un "déficit ecológico".
La demanda de recursos naturales supera la capacidad planetaria de producirlos. Esto lo han advertido tanto la organización conservacionista independiente Fondo Mundial para la Naturaleza —World Wildlife Fund (WWF)— como el grupo de reflexión Global Footprint Network (GFN), de manera que, “si se mantiene esta tendencia, necesitaremos al menos tres planetas para abastecernos en el 2050".
También otros pensadores y analistas políticos, con la mirada puesta en el futuro del planeta, proponen el decrecimiento de la economía global como la única solución compatible con los vitales intereses ecológicos de la humanidad.
Quienes sustentan estas tesis afirman que el sistema económico basado en el crecimiento ilimitado es insostenible. El cambio climático y los desórdenes del clima son fruto del crecimiento ilimitado que propugnan los sectores más dinámicos y enriquecidos del empresariado privado mundial, que en complicidad con los gobiernos están conduciendo al planeta hacia la catástrofe global.
El desarrollo económico en el siglo XXI es, en realidad, un sistema "biocida", es decir, un sistema que mata, que extermina la vida.
A principios del 2007 grupos ecologistas fundaron en Barcelona el colectivo Entesa pel Decreixement para luchar por la sanidad del planeta y la seguridad de la vida humana. Declararon su oposición frontal a todas las formas de capitalismo que impulsan el crecimiento, la producción y el consumo ilimitados, y que rompen el equilibrio planetario y el desarrollo armónico de las especies humana, animal y vegetal.
Ellos propugnan, por tanto, un cambio en el "metabolismo" social.
Según afirman los investigadores Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa —en su trabajo "Decrecimiento", que forma parte del libro "Decrecimiento, un vocabulario para una nueva era" (2015)— "el crecimiento es ecológicamente insostenible" porque "con un crecimiento global continuo acabaremos sobrepasando la mayoría de los límites del ecosistema planetario".
En este marco de ideas los partidarios del decrecimiento económico consideran que el ecologismo es insuficiente puesto que no va más allá de proponer el desarrollo sostenible, o sea el desarrollo que no dañe el medio ambiente, cuando lo que hay que hacer es tomar medidas radicales.
El desarrollo capitalista atropella la naturaleza y está generando grandes problemas al planeta y a su población. En realidad, al paso que vamos, el egoísmo y la desmedida ambición del ser humano en los procesos productivos le conducen al uso de tecnologías ecológicas sucias y poco eficientes que están carbonizando la Tierra.
En 1997 el oceanógrafo norteamericano Charles Moore descubrió una gigantesca “mancha de basura” que flota sobre las aguas del océano Pacífico, entre América del Norte y el Japón, cuyo tamaño duplica al territorio de Estados Unidos. Son aproximadamente cien millones de toneladas de desechos plásticos, residuos industriales y otros elementos contaminantes llevados al mar por los ríos o lanzados desde barcos y plataformas petroleras, que causan la muerte de más de un millón de aves marinas y más de cien mil mamíferos acuáticos cada año. Greenpeace advirtió que de los cien millones de toneladas de desechos plásticos que anualmente dejan la industria y otras actividades productivas, un diez por ciento termina en el mar. Este gigantesco basural marino, de diez metros de profundidad, crece incesantemente al ritmo en que se desarrollan las actividades industriales de la civilización del plástico.
El urbanismo contemporáneo tiene muchos factores contaminantes del aire, el suelo, el agua y los bosques. La combustión de los vehículos automotores, de los aviones y de otras máquinas, el uso de plaguicidas químicos —algunos de ellos no biodegradables—, la deforestación, la descarga de desechos industriales tóxicos, los accidentes de plantas químicas y nucleares y muchos otros elementos propios del moderno proceso de producción causan estragos irreversibles en el medio ambiente.
Han sido lamentables en los últimos años los accidentes sufridos por usinas nucleares, plantas de producción de sustancias químicas, buques encallados que han echado al mar su carga contaminante y otros percances de esta clase. Recordemos la fuga de cianuro de metilo en la planta de plaguicidas de la Union Carbide el 3 de diciembre de 1989 en Bhopal, India, que causó la muerte de 3.600 personas, hirió a cien mil e incapacitó para el resto de sus días a cincuenta mil de ellas. O el desastre ocurrido en la central nuclear de Chernobyl en la Unión Soviética el 26 de abril de 1986, que lanzó al aire una nube radiactiva que afectó a los habitantes de Ucrania, Belarús, Finlandia, Suecia, Noruega, Polonia, Alemania y Francia y dejó 32 muertos, 600.000 personas expuestas a la radiación, 119 poblados abandonados y extensos campos agrícolas contaminados. Fue el percance nuclear más grave en tiempos de paz. En 1990 alrededor de tres millones de personas residentes en los países afectados fueron sometidas a control médico como consecuencia de este percance nuclear.
A comienzos de 1995 un grupo de científicos occidentales, en un informe secreto que entregaron a la Unión Europea, denunció que algunos de los pilares que sostenían la estructura de la planta estaban a punto de desintegrarse y de producir la fuga de vapores radiactivos, por lo que sugirió cerrar la central de Chernobyl inmediatamente. Cinco años después la central fue cerrada por orden del presidente de Ucrania Leonid Kuchma. El 15 de diciembre del 2000 el ingeniero Sergui Bachtovy, técnico de la planta, presionó el botón con las siglas en ruso BAZ (que significaban defensa rápida de emergencia) y ella dejó de funcionar definitivamente.
Sin embargo, en diciembre de 1996 las filiales rusas de las organizaciones ecologistas Greenpeace y Green World Association (GWA), así como la agrupación noruega Bellona, denunciaron que la situación de otras nueve plantas nucleares rusas, especialmente las de Leningrado, Smolensk, Kalinin e Irkutsk con sus vetustos reactores RBMK-1000 semejantes al que explosionó en Chernobyl, constituían una gravísima amenaza de nuevas fugas de sustancias tóxicas. Las denuncias involucraron además el almacenamiento en condiciones absolutamente precarias de los más peligrosos desechos nucleares, algunos de los cuales habían sido arrojados al mar Báltico, según afirmó el físico Serguei Jaritonov de la GWA.
El 24 de marzo de 1989 se derramaron en la bahía del Príncipe Guillermo en Alaska 40.000 toneladas de petróleo, provenientes del buque tanquero norteamericano Exxon Valdez que encalló en el mar. Miles de personas fueron hospitalizadas el 26 de julio de 1993 a causa de los gases de ácido sulfúrico escapados de un vagón-cisterna de la General Chemical Corporation —una fábrica de productos químicos—, que formaron una nube contaminante de trece kilómetros de largo por diez de ancho sobre Richmond, en la periferia de la bahía de San Francisco de California. El 13 de noviembre del 2002 el hundimiento del barco petrolero Prestige frente a las costas de Galicia, cargado con 77.000 toneladas de combustibles derivados del petróleo, produjo una infernal contaminación sobre 2.890 kilómetros de litoral español, incluidas setecientas playas, cuya limpieza costó al gobierno alrededor de mil millones de euros, sin contar los daños causados a las empresas de mar, los costes de la regeneración biológica de las riberas de Galicia y las indemnizaciones a los damnificados de la marea negra. A causa de una fuerte tormenta, con vientos de hasta 108 kilómetros por hora, se hundieron cuatro barcos cargados con residuos de petróleo y varios miles de toneladas de azufre frente a la península de Crimea en el Mar Negro el domingo 11 de noviembre del 2007, que produjeron una catástrofe ecológica de grandes dimensiones.
El 30 de septiembre de 1999 un error de procedimiento de los técnicos que manejaban una planta de procesamiento de uranio situada en la pequeña ciudad de Tokaimura, a 140 kilómetros al noreste de Tokio, desencadenó un proceso de fisión en cadena de material radiactivo y produjo el peor accidente nuclear del Japón, que alcanzó una gravedad de 4 en la escala internacional de 7 establecida para medir estos casos. Es preciso recordar que el accidente ocurrido en la planta de Three Mile Island en Estados Unidos (1979) tuvo el grado 5 y la explosión de Chernobyl el 7.
El Japón es el tercer país, después de Estados Unidos y Francia, en cuanto al número de centrales atómicas.
El instituto francés de seguridad nuclear afirmó, con esa oportunidad, que desde 1945 se habían producido en el mundo sesenta accidentes de este tipo, de diferentes grados de gravedad, incluidos treinta y tres en Estados Unidos y diecinueve en la ex-Unión Soviética.
Según reveló el diario londinense “The Observer” el 24 de octubre de 1999, en Inglaterra estuvo a punto de producirse una catástrofe nuclear en la planta secreta de fabricación de cabezas nucleares de Aldermaston en Bershire, en las afueras de Londres, a causa de la violación por sus técnicos de las normas de seguridad que rigen su operación.
El terremoto de 6,8 grados en la escala de Richter que sacudió el noroeste del Japón el 17 de julio del 2007 produjo una fuga de agua radiactiva hacia el mar y la caída de varios depósitos de residuos tóxicos en la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa —la mayor central nuclear del mundo por capacidad de producción— y obligó a las autoridades japonesas a cerrarla temporalmente para evitar una catástrofe radiactiva.
En la peor catástrofe ecológica ocurrida en Estados Unidos, una plataforma petrolera de la compañía norteamericana Transocean, alquilada a la inglesa British Petroleum, explosionó, se incendió y hundió el 20 de abril del 2010 en el golfo de México, frente a las costas de Luisiana, y dejó escapar sin control cerca de 5 millones de barriles de petróleo crudo, procedentes de un pozo situado a 1.525 metros bajo el nivel del mar, con efectos catastróficos: once trabajadores muertos y una gigantesca mancha contaminante de alrededor de 120 mil kilómetros cuadrados, que llegó hasta las costas, humedales y marismas de Luisiana, Alabama, Florida y el delta del Mississippi, con gravísimos daños a los ecosistemas y la afectación de 228 especies de aves, veintinueve especies de mamíferos marinos, cinco variedades de tortugas de mar, criaderos de langostinos, bancos de ostras y flora marina. Fue la catástrofe ecológica mayor producida en Estados Unidos y el más grande derrame de petróleo crudo de la historia.
Con relación a esta catástrofe, la British Petroleum anunció el 15 de noviembre del 2012 su decisión de pagar la multa de más de 4.500 millones de dólares impuesta por la autoridad estadounidense para zanjar los procesos judiciales de carácter penal y bursátil que se siguieron contra la compañía británica por los ingentes daños causados.
Otra catástrofe medioambiental grave se produjo en Europa. Fue en la noche del 4 de octubre del 2010 en Hungría. Una marea tóxica de un millón de metros cúbicos de barro rojo —saturado de cadmio, arsénico, silicio, hierro, plomo, cromo, mercurio y otros metales y metaloides pesados—, causada por la rotura de una balsa de acumulación de residuos tóxicos en la fábrica de aluminio MAL Zrt., cubrió más de 40 km2 del suroeste de Hungría, arrasó centenares de viviendas en los poblados de Kolontar y Devecser con el saldo trágico de muertos, heridos y desaparecidos, destruyó el ecosistema del río Marcal, contaminó bastas zonas de la geografía húngara y llegó hasta el Danubio —el segundo río más grande de Europa— y causó un desastre ecológico sin precedentes en ese país.
En los últimos años han sido siniestras las catástrofes naturales en muchos lugares del planeta causadas por el calentamiento global.
A mediados de junio del 2015 olas de calor que marcaron 45 grados centígrados causaron la muerte de más de dos mil personas en la India y de más de mil al sur de Pakistán.
La eliminación de los desechos tóxicos y de las aguas residuales de la industria constituye uno de los grandes problemas de contaminación del planeta. El mundo industrializado tiene la mayor responsabilidad en la activación de este factor contaminante. No ha logrado una solución eficiente al problema del almacenamiento de los desechos arrojados por la actividad productiva de la sociedad. Hasta hace no mucho tiempo sostenía que la naturaleza era capaz de absorberlos y procesarlos, pero hoy ese criterio es insostenible. La basura tóxica y las aguas residuales arrojadas sobre el suelo, los ríos y los mares causan en ellos estragos irreversibles. Parte de esos desechos exportan los países industriales hacia los países en desarrollo de manera clandestina, engañosa o por medio de corrupción. Se han denunciado descargas de materias contaminantes y peligrosas en algunos países del mundo subdesarrollado. Ellos tienen el fundado temor de convertirse en basurales de los países industrializados, con todas las consecuencias que esto puede tener para la salud humana.
Merecen especial atención los residuos radiactivos. Según informaciones proporcionadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en el año 2000 hubo unas 220.000 toneladas de residuos altamente radiactivos en 25 países poseedores de centrales nucleares, lo cual les obligó a construir cementerios bajo tierra, en formaciones geológicas de gran estabilidad, a un costo incalculable. Pero el solo proyecto de construirlos levantó ya protestas de los habitantes cercanos a los lugares donde se pretendía instalarlos. Las autoridades norteamericanas buscaban hacerlo en las tobas volcánicas de Yucca Mountain (Nevada) —aunque el gobierno del presidente Obama se opuso tenazmente al proyecto— y Alemania eligió para este fin la mina salina de Gorleben (Sajonia). En España se han presentado problemas porque ninguno de los ayuntamientos cuyos terrenos han sido seleccionados por ENRESA, que es el ente público encargado de estos asuntos, aceptaba recibir bajo su suelo los desechos radiactivos procedentes de las nueve centrales nucleares españolas. Suecia y Finlandia escogieron un emplazamiento y Francia y Suiza lo harán en algún momento.
Hace no mucho tiempo, en 1993, el gobierno japonés formuló su protesta contra el gobierno de Rusia por el lanzamiento al mar del Japón, a 550 kilómetros de sus costas, de 900 toneladas de residuos radiactivos líquidos.
Dos libros muy difundidos contribuyeron a alertar tempranamente sobre el problema de la basura tóxica: "Silent Spring" (1963) de Rachel Carsons y "Small is Beautiful" (1973) de Ernst Friedrich Schumacher.
Otra de las formas más agudas de contaminación es la deforestación y su consecuencia inevitable es la desertización. Hace unos diez mil años el planeta tenía un abundante manto de bosques y florestas que cubría 6.200 millones de hectáreas. Esa extensión se ha reducido, por causa de la deforestación hecha por el hombre a lo largo de los siglos, a 4.200 millones de hectáreas. Las actuales cifras de tala de árboles son alarmantemente altas, especialmente en los países del mundo subdesarrollado. Los bosques tienen importantes funciones ecológicas. No sólo constituyen >hábitats para millones de especies y ofrecen alimentación para los seres vivos, sino que desempeñan un papel trascendental en la regulación del clima del planeta y protegen los suelos de la erosión. La vegetación verde absorbe buena parte del bióxido de carbono (CO2) producido por el proceso industrial y por la quema de combustibles fósiles y, cuando se talan los árboles, no sólo que desaparece este factor de absorción sino que además se oxida el carbono depositado en la foresta y en el suelo y, en forma de bióxido de carbono, sube a las capas superiores de la atmósfera —la estratosfera— para contribuir a la formación de la pantalla de gases de efecto invernadero.
El llamado efecto invernadero —que, por cierto, existió siempre pero que hoy ha crecido en magnitudes peligrosas— se produce porque ciertos gases que emanan de la Tierra, principalmente el CO2 proveniente de la oxidación del carbono —por causa de la deforestación— y de la quema de combustibles fósiles —los derivados del petróleo, el carbón, el gas natural—, al condensarse en la atmósfera, forman una capa que impide la salida de las emisiones de calor de la superficie terrestre y origina el aumento de la temperatura del planeta. A su vez, el incremento de la temperatura planetaria produce cambios en el clima, tormentas tropicales, deshielo de los glaciares, aumento del nivel de los mares, inundaciones y otros efectos que con el tiempo pueden llegar a ser catastróficos para la vida humana.
Estudios científicos señalan que los bosques y los suelos almacenan unos 200.000 millones de toneladas de carbón, que son aproximadamente el triple de la cantidad concentrada en la atmósfera por efecto de la combustión. Investigaciones hechas en la selva amazónica de Brasil por científicos brasileños, ingleses y australianos en 1993 demostraron que cada metro cuadrado de selva absorbe 8,3 moles de CO2, lo cual significa que la cuenca amazónica sirve de sumidero para la décima parte de las emisiones totales del dióxido de carbono producido por las actividades del hombre. Los bosques absorben el CO2 y, mediante su metabolismo, lo transforman en oxígeno. La deforestación impide a la vegetación cumplir esta vital función y origina la oxidación de ese carbón y su liberación hacia la atmósfera en forma de dióxido de carbono. Se calcula que desde 1860 hasta nuestros días la tala de bosques en el mundo ha lanzado al aire, de esta manera, entre 90.000 millones y 180.000 millones de toneladas de carbono. La deforestación es culpable de enviar a la atmósfera más del doble de CO2 que el que lanza la combustión sumada de petróleo, gas natural y carbón para fines industriales. Esto significa que los países en desarrollo de África, Asia y América Latina, que en la actualidad son los principales deforestadores en el mundo, tienen también responsabilidad en la formación de la capa de gases de efecto invernadero.
La ingeniera forestal costarricense Doris Cordero Camacho, en su estudio sobre los bosques de América Latina elaborado para la Friedrich Ebert Stiftung en el año 2011, sostiene —con amplia experiencia en la materia— que los bosques del planeta ocupan un área global de 4.000 millones de hectáreas, de las cuales 861,5 millones hectáreas —o sea el 22%— se ubican en América Latina y el Caribe; y que "en América del Sur se encuentra el mayor bloque de bosque tropical, en la cuenca amazónica, la misma que comprende una enorme diversidad de especies, hábitats y ecosistemas".
Precisa que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —Food and Agriculture Organization of the United Nations (FAO)—, de la extensión forestal mundial, que cubre el 31% de la superficie del planeta, 831,5 millones de hectáreas están en América del Sur, 22,4 millones en América Central y 5,9 millones en el Caribe.
Sostiene que "los bosques del mundo almacenan 289 giga-toneladas de carbono sólo en su biomasa. De estas, alrededor de 100 giga-toneladas están almacenadas en los bosques de América del Sur" —giga significa mil millones de veces una unidad de medida—, pero "la deforestación, la degradación y la escasa ordenación forestal las reducen".
Afirma Doris Cordero que, "además de la importancia de los bosques como medios de vida para las poblaciones rurales y su rol en la conservación de la biodiversidad y el mantenimiento de las reservas de carbono, los bosques proveen otros servicios imprescindibles para la vida humana y societal, como son la regulación hídrica, la conservación de suelos, la provisión de espacios para recreación y turismo, además de ser el continente de valores sociales, culturales y espirituales asociados".
Y pone énfasis en que "la producción maderera sigue siendo peligrosamente alta en algunos países de la región. Los bosques son gestionados principalmente mediante concesiones privadas a largo plazo, y abarcan desde extensiones pequeñas hasta grandes áreas de más/menos 200 mil hectáreas en países como Bolivia, Guyana y Surinam. En la mayoría de las concesiones, la extracción selectiva de las maderas más valiosas en el mercado es el principal objetivo que se persigue".
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en un instrumento aprobado en diciembre del 2007, definió el manejo forestal sostenible (MFS) como "la ordenación sostenible de los bosques, como concepto dinámico en evolución, cuyo objeto es mantener y aumentar el valor económico, social y medioambiental de todos los tipos de bosques, en beneficio de las generaciones presentes y futuras", para lo cual los Estados miembros deben formular y ejecutar "programas forestales nacionales u otras estrategias de ordenación sostenible de los bosques", teniendo en cuenta la cantidad de recursos forestales de cada país, su diversidad biológica, salud y vitalidad, sus funciones productivas y la protección de los recursos forestales de acuerdo con las demandas ecológicas y la calidad de vida de las poblaciones.
Lamentablemente poco o nada de esto se cumple en los procesos productivos de los países latinoamericanos, sea por negligencia o por corrupción de las autoridades encargadas del control forestal sostenible y del manejo y conservación de los bosques, en complicidad con los empresarios privados nacionales e internacionales. Por lo cual sigue adelante la deforestación destructiva e ilegal con todos sus perniciosos efectos ambientales para el planeta.
Este fenómeno probablemente producirá un calentamiento global del planeta estimado entre 1,6 y 4,7 grados centígrados hacia el año 2030 y de 2,9 a 8,6 grados hacia el año 2075. La Comisión Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (cuyas siglas en inglés son IPCC), integrada por dos mil científicos del clima en el mundo, tiene otras cifras: sostiene que la temperatura del planeta aumentará de 0,53 a 1,86 grados centígrados y que los mares subirán entre 15,2 y 91,4 centímetros hacia el año 2100. Las cifras son menores pero no dejan de ser preocupantes por los tremendos efectos sobre el clima del planeta, que se presentarán principalmente en forma de inundaciones, tormentas y sequías.
Según algunos científicos el aumento de la temperatura terrestre es ya perceptible y a él se atribuyen las grandes sequías, inundaciones, tormentas tropicales y otros desórdenes del clima que sufren algunos lugares de la Tierra. Uno de los efectos catastróficos que tendrá el aumento de la temperatura terrestre es la subida de nivel de los mares a causa de los deshielos de los glaciares. Lo cual producirá la inundación de ciudades y zonas costeras bajas y la destrucción de regiones agrícolas y pondrá en peligro la vida de millones de personas. El calentamiento de 1,5 a 4,5 grados centígrados causaría un aumento del nivel general de los mares de 40 a 120 centímetros, suficiente para producir indecibles estragos en vastas zonas del mundo. Según cálculos científicos, la elevación de un metro en el nivel de las aguas marinas inundaría alrededor del 15% de las tierras labrantías de Egipto y comprometería la vida del 16% de su población, y en Bangladesh perjudicaría a tierras que albergan al 8,5% de sus habitantes. En Asia dejaría sumergidas enormes extensiones de manglares, especialmente en los deltas del Ganges y el Mekong. Si el nivel de las aguas marinas aumentara de 1,4 a 2,1 metros, se perdería por inundación del 40% al 76% de las tierras húmedas en producción de 52 áreas estudiadas por los científicos en los Estados Unidos de América. Estas serían algunas de las consecuencias devastadoras que produciría la elevación de la temperatura de la Tierra a causa del llamado efecto invernadero de los gases que los procesos industriales y otras actividades humanas emiten.
Estudios conjuntos de la National Aeronautics and Space Administration (NASA) y la Universidad de California, realizados en una amplia zona de los glaciares de la Antártida occidental, frente al mar de Amundsen —donde se encuentran seis glaciares gigantes que bajan de las montañas hacia el mar— confirmaron a comienzos del 2014 que el proceso de derretimiento de los glaciares, causado principalmente por el aumento de las temperaturas oceánicas, había llegado a un "punto de no retorno".
Afirmó Tom Wagner, científico de la agencia espacial estadounidense, que esos estudios "no se sustentan en simulacros de computadora o modelos numéricos" sino "en la interpretación empírica de más de cuarenta años de observaciones desde satélites de la NASA". El científico norteamericano se refería a las investigaciones iniciadas por la agencia espacial norteamericana en los años 70 del siglo anterior.
Con base en tales investigaciones, las dos entidades científicas aseguraron que el derretimiento de los glaciares era más rápido de lo previsto y que, con el aumento del nivel de los mares —82 centímetros o más hasta el fin de este siglo— muchas ciudades costaneras del planeta tendrán que ser evacuadas en décadas venideras.
En agosto de 2002 una densa nube contaminante de tres kilómetros de espesor, compuesta de aerosoles, ceniza, hollín y otras partículas, a la que se denominó la “nube asiática marrón”, cubrió el sur de Asia —desde Sri Lanka hasta Afganistán—, calentó la atmósfera, enfrió la superficie de la región al limitar la filtración de la luz solar en un 10 al 15%, generó lluvia ácida y produjo alteraciones en el clima con inundaciones en Bangladesh, Nepal y el noreste de la India y sequías en Pakistán. Los científicos de las Naciones Unidas explicaron que la “quema de biomasa” por incendios forestales y el empleo de combustibles fósiles en las industrias de las grandes ciudades asiáticas eran los responsables del hecho. Y afirmaron que si las cosas siguen como están la nube marrón crecerá en los próximos años al ritmo del incremento demográfico que llevará a Asia a tener alrededor de 5.000 millones de habitantes en el año 2.030. Paul Crutzen, miembro del equipo de científicos que estudió el fenómeno por cuenta de la ONU, afirmó que cerca de dos millones de personas en la India morían anualmente a causa de la contaminación atmosférica.
Veintinueve países insulares de Asia y el Pacífico, en la Declaración de Manila emitida el 20 de febrero de 1995, expresaron su preocupación por la amenaza de inundaciones causadas por el calentamiento del planeta y pidieron a los Estados del primer mundo reducir en un 20% sus emisiones de gases tóxicos durante los próximos diez años. Según estimaciones de Maurice Strong, presidente del Consejo de la Tierra, el mundo industrializado lanza a la atmósfera anualmente 23 mil millones de toneladas de bióxido de carbono (contra 16 mil millones que lanzaba en 1972).
El gobierno australiano busca una solución alternativa al problema de la emisión de gases de efecto invernadero. Científicos norteamericanos, japoneses, europeos y australianos que trabajan en una organización financiada por el gobierno de Australia informaron en febrero del 2003 que estudiaban la posibilidad de enterrar un millón de toneladas métricas de dióxido de carbono para contribuir a solucionar el problema del efecto invernadero. De lo que se trata es de encerrar el CO2 en enormes depósitos subterráneos, a mil metros de profundidad, para evitar que vayan hacia la atmósfera. “Australia tiene suficiente capacidad subterránea para almacenar potencialmente la totalidad de sus emisiones en los próximos 2.000 años”, dijo Peter Cook, jefe del proyecto, en aquellos días.
En cierto modo la cumbre del cambio climático, reunida en la ciudad japonesa de Kioto del 1 al 12 de diciembre de 1997 bajo el patrocinio de las Naciones Unidas y con la presencia de 159 países, dio respuesta, aunque insuficiente, a estas demandas. En la convención, aprobada por consenso, Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón se comprometieron a reducir durante los próximos 15 años, en el 7%, 8% y 6% respectivamente, las emisiones de dióxido de carbono, óxido nitroso, metano, hidrofluorocarbono, perfluorocarbono y hexaflurido sulfúrico, que son los responsables directos e indirectos del llamado >efecto invernadero.
En el Protocolo de Kyoto —que entró en vigencia el 16 de febrero del 2005 con la ratificación de 128 países suscriptores pero con la reticencia de Estados Unidos y Australia—, las partes se comprometieron a fomentar la eficiencia energética en los sectores pertinentes de la economía nacional, mejorar los sumideros y depósitos de los gases de efecto invernadero, promover prácticas de gestión forestal sustentable, impulsar modalidades agrícolas sostenibles, promover el desarrollo de formas nuevas y renovables de energía, tomar medidas para reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero e intercambiar experiencias e información sobre tales políticas y medidas.
Los Estados suscriptores se obligaron a bajar sus emisiones de gases de >efecto invernadero durante el período comprendido entre el año 2008 y el 2012 en no menos del 5% del volumen de sus emisiones de 1990 para tratar de producir una reversión histórica de la tendencia ascendente de ellas que se inició hace 150 años con el advenimiento de la era industrial.
Según datos de 1990, del total de las emisiones de dióxido de carbono producidas por los países industriales —en los términos del artículo 25 del Protocolo de Kyoto—, los Estados Unidos eran responsables del 36,1%, Rusia del 17,4%, Japón del 8,5%, Alemania del 7,4%, Inglaterra del 4,3%, Canadá del 3,3%, Italia del 3,1%, Polonia del 3%, Francia del 2,7%, Australia del 2,1%, España del 1,9%, Holanda del 1,2%, República Checa del 1,2%, Rumania del 1,2% y los otros países en porcentajes menores.
Lamentablemente, el presidente George W. Bush de Estados Unidos anunció a fines de marzo del 2001 que no ratificará el Protocolo de Kyoto —suscrito por su antecesor Bill Clinton a finales de 1997, aunque no aprobado aún por el Senado— porque lo consideraba contrario a los intereses de su país. La decisión de Bush, tomada bajo la presión de las compañías del petróleo y del carbón, causó gran malestar en Europa y en el mundo. Este instrumento internacional se dirige a limitar las emisiones industriales de gases de efecto invernadero, causantes del calentamiento global. Bush adujo que se oponía al Protocolo de Kyoto porque no obligaba a las naciones en desarrollo a limitar sus emisiones de gases y porque creía que los costos superaban a los beneficios.
A partir del año 2005 China se convirtió en el mayor contaminante de dióxido de carbono del planeta. Superó a Estados Unidos. En aquel año los mayores emisores de gases de efecto invernadero fueron China, Estados Unidos, India, Rusia, Brasil, Japón, Alemania, Indonesia, Canadá, México, Inglaterra, Australia, Irán e Italia, en este orden. Según datos del Potsdam Institute for Climate Impact Research, en el 2007 el país asiático emitió 8.106 millones de toneladas de CO2 mientras que de suelo norteamericano salieron 6.087 millones de toneladas. Y si todo sigue igual, en el año 2020 China lanzará al espacio 11.292 millones de toneladas y Estados Unidos 6.308 millones; y, en el año 2050, China producirá 16.232 millones, Estados Unidos 7.098 millones, India 6.912 millones y la Unión Europea 5.027 millones. Esas son las proyecciones.
Cuatro mil expertos y asesores de 163 países se reunieron en Marrakech, Marruecos, del 29 de octubre al 9 de noviembre del 2001, en el marco de la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. Esta fue la 7ª conferencia de las partes prevista en el artículo 7 de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático aprobada en la sede de la Organización Mundial, Nueva York, el 9 de mayo de 1992, que entró en vigor el 24 de marzo de 1994. Las anteriores conferencias de las partes se realizaron: en Berlín, del 28 de marzo al 7 de abril de 1995; en Ginebra, del 8 al 19 de julio de 1996; en Kioto, del 1 al 10 de diciembre de 1997; en Buenos Aires, del 2 al 13 de noviembre de 1998; en Bonn, del 25 de octubre al 5 de noviembre de 1999; y en La Haya, del 13 al 24 de noviembre del 2000.
La XIII conferencia de las partes del convenio de las Naciones Unidas sobre el cambio climático se desarrolló en Bali, Indonesia, del 3 al 14 de diciembre del 2007, con la asistencia de representantes de 190 Estados. En esa oportunidad, el nuevo gobierno laborista de Australia, presidido por Kevin Rudd, rectificó la postura del anterior gobierno conservador australiano, ratificó el Protocolo de Kyoto y asumió sus obligaciones.
El objetivo de estas conferencias fue limitar, a través de consensos entre los países industrializados —vistos sus inventarios de emisión—, las concentraciones de los gases de efecto invernadero en la atmósfera a fin de estabilizar el clima del planeta, permitir a los ecosistemas adaptarse a los cambios previstos, asegurar la producción de alimentos e impulsar el desarrollo económico sustentable.
La única manera de corregir la contaminación atmosférica por el dióxido de carbono y otros gases contaminantes es mediante la sustitución, que obviamente no podrá ser total, de los combustibles fósiles por nuevos tipos de energía. El carbón (a más del azufre que contiene y que causa la llamada lluvia ácida) produce por unidad de energía 1,3 veces más dióxido de carbono que el petróleo y 1,8 veces más que el gas natural. Algunas de las fuentes alternativas son la energía nuclear, que no genera CO2 pero que entraña otro tipo riesgos ambientales y de peligros vinculados con la operación de las plantas (recordemos Chernobyl), y a mediano plazo la utilización del viento, el Sol y las células de hidrógeno.
De otro lado, los clorofluorocarbonos —que se utilizan como refrigerantes, solventes, propulsores de ciertos aerosoles y también para la fabricación de espumas plásticas sopladas— aparte de ser muy eficientes gases de invernadero, destruyen las moléculas de la capa de ozono que protege la vida humana de las radiaciones solares, y por las perforaciones o el adelgazamiento que causan en ella penetran los rayos ultravioletas, con efectos letales sobre la salud del hombre y la integridad de la bioesfera: cáncer de la piel, problemas oculares, daños en los genes, afección del sistema inmunológico, mutaciones en el fitoplanton —o sea en la alimentación vegetal de las especies marinas— y otros desarreglos graves. Los rayos ultravioletas constituyen una radiación electromagnética de longitud de onda más corta que la de la luz visible, su gama de longitudes va desde 1 nm. hasta 400 nm. y su radiación es más penetrante que la de la luz. Por eso resultan tan peligrosos para la salud humana y para la integridad de la bioesfera.
El mundo industrializado es el responsable del 95% de la emisión de clorofluorocarbonos hacia la estratosfera.
A partir del Protocolo de Montreal suscrito en 1978 algunos gobiernos han impulsado medidas para disminuir la emisión de los gases que dañan el ozono y sustituirlos por sustancias químicas inocuas, que ya están disponibles, con lo cual se espera que a comienzos de este siglo comience la recuperación de la capa de ozono.
El problema ambiental es tan preocupante que en 1992, con la asistencia de más de cien jefes de Estado y de gobierno, se reunió en Río de Janeiro la conferencia de las Naciones Unidas sobre medio ambiente y desarrollo —que se llamó la Cumbre de la Tierra— para contribuir a difundir la información disponible acerca del proceso de degradación ambiental, sensibilizar la conciencia individual y colectiva en torno al tema y movilizar la voluntad política hacia la toma de decisiones que contribuyan, en el mundo entero, a frenar las acciones depredatorias contra la naturaleza. La conclusión central del documento final aprobado por la conferencia reiteró la tesis del <desarrollo sustentable, propuesta en 1987 por la Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente, o sea el desarrollo compatible con el respeto a la naturaleza y con el derecho de las futuras generaciones humanas a disfrutarla.
Diez años más tarde de la reunión celebrada en Río de Janeiro, se efectuó una nueva Cumbre de la Tierra en Johannesburg, Sudáfrica, entre el 26 de agosto y el 4 de septiembre del 2002, por iniciativa de las Naciones Unidas.
Concurrieron miles de participantes, incluidos jefes de Estado y de gobierno, ministros, representantes de ONG, políticos, científicos, académicos y empresarios privados. En ella se ratificó el Protocolo de Kyoto vetado por Estados Unidos —cuyos delegados fueron los grandes ausentes de la reunión— y se afrontaron temas de vital importancia para el destino de la humanidad: desarrollo sustentable, biotecnología y bioseguridad, conservación de humedales, tráfico de residuos peligrosos, crisis del agua, energía, salud, diversidad biológica, agricultura, desertización, cambios climáticos y otros asuntos que comprometen la integridad del planeta y la vida de la especie humana.
Sin embargo, esta cumbre puso de manifiesto lo poco que se había avanzado en la última década en el cumplimiento de los objetivos trazados. Las iniciativas se diluyeron en medio de la esponjosa retórica y de la barroca literatura oficialista. Fueron magros los resultados concretos en el orden del desarrollo sustentable, la integridad del medio ambiente y la disminución de la pobreza en el planeta —en “el único planeta que tenemos”, según dijo el Secretario General de la Organización Mundial, Kofi Annan—, de modo que quedó una sensación de desencanto general.
Para asegurar la supervivencia y continuidad de las especies vegetales ante eventuales catástrofes naturales, guerras nucleares o sabotajes terroristas, Noruega inició en junio del 2006, con el apoyo de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la construcción de un depósito mundial de semillas en las entrañas de una deshabitada y desértica montaña del archipiélago de Svalbard, en el Océano Ártico. Al inaugurar el inicio de la obra, el primer ministro noruego Jens Stoltenberg expresó que ella responderá “al desafío de alimentar a nueve mil millones de personas en 2050”. El propósito de esta especie de “arca de Noé” vegetal, cuya capacidad de almacenamiento será de tres millones de duplicados genéticos vegetales procedentes de todos los continentes —desde el trópico hasta elevadas altitudes—, es preservar la herencia genética de miles de plantas en caso de destrucción de los cultivos por catástrofes causadas por la naturaleza o el hombre. Las semillas se guardarán a más de diez metros de profundidad dentro de una cámara acorazada de 54 metros de largo por 6,2 metros de altura, dotada de sistemas de refrigeración —entre diez y veinte grados bajo cero— y de ventilación fría para garantizar su conservación por centenares de años. La bóveda permanecerá bajo la vigilancia de las autoridades europeas y una valla de alta seguridad, provista de cámaras de televisión y detectores de movimiento, protegerá las semillas de robos o sabotajes.
Con una mezcla de alegría y resignación se recibieron los resultados de la cumbre del cambio climático reunida en Bali, Indonesia, del 3 al 15 de diciembre del 2007, a los que se adhirieron Estados Unidos a condición de que en el documento final no se mencionaran, con carácter vinculante, normas ni medidas de reducción de las emisiones de bióxido de carbono (CO2) y de otros gases de efecto invernadero —mención que era una de las principales exigencias de la Unión Europea—. Por eso, a pesar de que en el curso de las largas y encendidas discusiones hubo un consenso sobre los índices de emisión que no debían superar las 445 partículas por millón, esta información no constó en el documento final a causa de la presión ejercida por los delegados del gobierno republicano de Estados Unidos.
Uno de los argumentos de los representantes norteamericanos fue la “falta de compromiso” de los países del mundo subdesarrollado —especialmente China, India y Brasil— para aceptar límites en la emisión de CO2 generada principalmente por la agricultura, el uso del suelo y la deforestación. Brasil, que era uno de los grandes emisores de dióxido de carbono por la tala de árboles en su región amazónica, había declarado días antes de la reunión de Bali que “no estaba dispuesto a que los países ricos le impusieran políticas ambientales”. Tesis que ha sido mantenida por casi todos los gobiernos brasileños de los últimos años. La misma rigidez tienen China, India y, en general, los países del mundo subdesarrollado, responsables de alrededor del 20 por ciento de las emisiones por la vía de la deforestación, que no tienen por qué ser exonerados de las obligaciones ambientales.
Thomas Kolly, jefe de la delegación suiza, opinó en esa oportunidad que debe incluirse a los “países emergentes” en las normas limitantes de la emisión de gases contaminantes, ya que “los países vinculados al Protocolo de Kyoto no pesan más que una cuarta parte de las emisiones de CO2”.
En los círculos ambientalistas del mundo se considera que China y Estados Unidos —los mayores contaminadores— constituyen un escollo para lograr un acuerdo global de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. China, para eludir la disminución de sus emisiones, se va por la coartada de que sus emisiones per cápita representan una sexta parte de las norteamericanas.
La reunión de Bali —a la que asistieron representantes de 190 países— se celebró en el momento en que la Organización Mundial de Meteorología (OMM) publicó un estudio que demostraba que se había llegado a cantidades nunca antes alcanzadas de emisión de dióxido de carbono y de óxido nitroso (N2O) y en que los climatólogos de las Naciones Unidas habían advertido que el calentamiento del planeta y el aumento del nivel de los mares habían tomado un ritmo más rápido que el previsto, con claros impactos sobre la extinción de especies y el agravamiento de las condiciones meteorológicas globales.
Como respuesta a esta situación, el gobierno federal de Estados Unidos y la Unión Europea, casi simultáneamente, aprobaron pocos días después regulaciones para disminuir los volúmenes de CO2 emitidos por los vehículos automotores.
En ese momento el transporte por carretera en el mundo era responsable de aproximadamente el 12% de las emisiones totales de dióxido de carbono. Y las proyecciones de futuro estimaban que en el año 2030 habría alrededor de 1.200 millones de vehículos de transporte terrestre en el planeta.
En el marco de una gasolina cara y de la creciente dependencia del petróleo importado, el Congreso de Estados Unidos aprobó el 18 de diciembre del 2007, con una amplia mayoría de votos demócratas y republicanos, la ley que limitaba el gasto de combustible de los vehículos automotores. La ley buscaba incrementar en un 40% el kilometraje por litro de combustible, de modo que un galón pudiese rendir 35 millas de recorrido. Esta ley, que fue inmediatamente promulgada por el presidente George W. Bush, promovía también el aumento en seis veces del uso del etanol en la transportación terrestre para el año 2022. Establecía nuevos parámetros en el uso de la energía eléctrica en diversos aparatos y en los fines de iluminación. El propósito central de la ley era disminuir la emisión de dióxido de carbono y demás gases de efecto invernadero vinculados al calentamiento del planeta.
La industria automotriz norteamericana se vio obligada a diseñar vehículos que redujeran en un 40 por ciento el consumo de gasolina y gasóleo. Los automóviles de paseo —que en ese momento estaban regidos por la corporate average fuel economy standard, norma de ahorro de energía vigente desde 1975— tenían que pasar de las 27 millas por galón a las 35 millas hasta el 2020.
Los europeos hicieron algo semejante. De los 16 millones de automóviles vendidos en Europa el 2006, solamente un millón de ellos emitía menos de 120 gramos de CO2 por kilómetro recorrido. Lo cual demostraba que los vehículos menos contaminantes tenían un éxito comercial notablemente inferior, puesto que su aceptación entre los compradores era menor. Eso explicaba que la mayor parte de los vehículos que circulaban por las calles, carreteras y autopistas de Europa estaban por encima del límite que la Unión Europea imponía a partir del año 2012, que era el de 120 gramos por kilómetro.
Para cambiar este orden de cosas, varios Estados europeos crearon gravámenes fiscales progresivos a los vehículos que emitían más de 120 gramos de dióxido de carbono por kilómetro. En España los impuestos de matriculación entraron en vigor el 1 de enero del 2008. Los vehículos que emitían menos de ese límite estaban exentos del impuesto y los que lo superaban sufrían fuertes gravámenes progresivos. Los países de la Unión Europea preveían además rigurosos sistemas de multas a los fabricantes de vehículos que excedían los límites establecidos. Las medidas despertaron la rabiosa oposición de los fabricantes de automóviles —inclinados a producir vehículos grandes, potentes y de alta cilindrada— pero también la decepción de los grupos ecologistas, que creían que ellas eran insuficientes para bajar drásticamente la emisión de los gases de efecto invernadero.
Las empresas japonesas —Honda, Nissan, Toyota, Mazda, Mitsubishi, Tesla Motors— se adelantaron al encuentro de la tecnología automotriz ecológica para fabricar automóviles movidos por combustibles híbridos, baterías eléctricas o, incluso, energía de hidrógeno o energía solar. Estas empresas trabajan en combustibles ecológicos de la próxima generación. La empresa Mitsubishi tomó una cierta delantera en el 2008 con su vehículo eléctrico iMiEV de cuatro puertas alimentado por batería, de una autonomía de 160 kilómetros por cada carga completa, que venció las limitaciones de autonomía y aceleración que soportaban los vehículos eléctricos. La Tesla Motors impresionó a los círculos automovilísticos con su modelo deportivo eléctrico Tesla Roadster, que daba 244 millas por cada carga de la batería, arrancaba de 0 a 60 millas en 3.9 segundos y alcanzaba una velocidad máxima de 124 millas por hora. La Honda cambiará las reglas del juego automotriz con su vehículo experimental FCX Clarity (2008), impulsado por celdas de hidrógeno, capaz de rendir 154 kms/kg H2, con una autonomía de 620 kilómetros y una velocidad máxima de 160 kms/h. Su aspecto y su conducción no difieren de un automóvil convencional a gasolina. Esta empresa, en vías de experimentación, comenzó en el 2008 a alquilar su vehículo a un muy selecto grupo de sus clientes en el sur de California.
Pero la diferencia no solamente está en la energía utilizada —electricidad, biocombustible o hidrógeno— sino también en muchos de sus componentes, que en el futuro serán bioplásticos derivados de plantas vegetales y no de hidrocarburos.
Con una idea totalmente innovadora, la compañía francesa Moteur Development International presentó en el Salón del Automóvil de Ginebra el 4 de marzo del 2009 el prototipo de su pequeño automóvil AIRPod MDI, que utiliza aire comprimido como combustible y que puede recorrer entre 180 y 220 kilómetros a una velocidad máxima de 64 km/hora con una carga de aire. Es un vehículo de tres ruedas, motor de aire comprimido que no emite CO2, dirección electrónica, capacidad para tres pasajeros adultos y un niño, 220 kilos de peso, 2,07 metros de largo por 1,60 metros de ancho.
Pocos días después, la empresa automotriz india Tata Motors Ltd. presentó en Mumbai el modelo de su pequeño automóvil denominado Nano, que costará alrededor de 2.050 dólares la unidad, consume cinco litros de combustible por cada cien kilómetros de recorrido y alcanza una velocidad de hasta 105 kilómetros por hora.
Su comercialización se inció el 17 de julio del 2009. Frente a la explosiva demanda, los compradores para los primeros cien mil vehículos fueron escogidos por un sistema de lotería.
Las noticias, sin embargo, lejos de ser alentadoras eran terriblemente preocupantes porque la fabricación de esos pequeños vehículos entraña el riesgo hacia el futuro inmediato de su comercialización masiva, que congestionará calles, carreteras y autopistas, entorpecerá la circulación vehicular, multiplicará el número de accidentes de tránsito, aumentará las muertes en las carreteras —las estadísticas norteamericanas demuestran que los automóviles más pequeños tienen índices de mortalidad 2,5 veces mayores que los grandes—, incrementará las cifras globales de consumo de combustibles, demandará más petróleo y terminará por agravar el problema del calentamiento global.
Esto es apenas lógico. El precio de estos vehículos les tornará accesibles para centenas de millones de personas que hoy están fuera del mercado de automóviles nuevos o usados. En la India, por ejemplo, con el solo anuncio del desplome de los precios de los automóviles, se prevé la alteración de la cifra de ocho propietarios de automóvil por cada mil habitantes. “Este coche —dijo en la ocasión el presidente de la compañía Tata Motors Ltd.— está pensado para dotar a las masas de un medio de transporte. Este país tiene mil millones de personas y la mayoría no dispone de facilidad de transporte. Teníamos que darles el medio”.
Si bien la idea del microautomóvil no es nueva, la empresa hindú ha sido la primera en concretarla en un modelo de automóvil con motor trasero de dos cilindros en línea a gasolina, 624 centímetros cúbicos, 33 caballos de fuerza a 5.500 r.p.m., caja de cambios de cuatro velocidades, frenos delanteros de disco y traseros de tambor, neumáticos sin cámara de aire, instrumentos básicos de navegación, carrocería de aluminio, cuatro puertas y capacidad para cinco personas.
Las grandes corporaciones automotrices se preparan para dar respuesta al desafío hindú y anuncian la producción de microautomóviles que puedan competir con el Nano, especialmente en los mercados del mundo subdesarrollado, en los que este “automóvil para todos” encontrará una gran acogida. De precios muy baratos y bajo consumo de combustible, los microautomóviles, a cambio del ahorro unitario de energía, multiplicarán las cifras del consumo global por su entrada en circulación en forma masiva. Quiero decir que con las ventas de millones de unidades de esos vehículos, en lugar de disminuir, aumentará la emisión global de gases contaminantes.
Las empresas automovilísticas norteamericanas General Motors y Segway presentaron en Nueva York el 7 de abril del 2009 su pequeñísimo “automóvil ecológico” prototipo: el PUMA (personal urban mobility and accessibility project), que es un vehículo eléctrico biplaza, de dos ruedas, que funciona con dos baterías de litio, con dirección y frenos electrónicos, que puede alcanzar una velocidad máxima de 56 kilómetros por hora, que no emite gas contaminante, diseñado para moverse dentro de las ciudades altamente congestionadas.
Jefes de Estado, jefes de gobierno, ministros, jefes de delegación, alrededor de quince mil delegados de ciento noventa y dos Estados y representantes de organismos internacionales y de organizaciones no gubernamentales concurrieron a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático reunida en Copenhague del 7 al 19 de diciembre del 2009. Tras largas, ásperas y enredadas discusiones, matizadas con proclamas y actitudes políticas, veintiocho Estados asistentes —bajo el liderato del presidente estadounidense Barack Obama y del primer ministro chino Wen Jiabao— presentaron el Acuerdo de Copenhague en las postrimerías de la Conferencia. Era un Acuerdo no vinculante patrocinado por Estados Unidos, China, India, Brasil, Sudáfrica y veintitrés otros Estados, que reflejaba los graves obstáculos políticos y económicos que impidieron firmar una normativa obligante para restringir las emisiones de los llamados “gases invernadero”, causantes del calentamiento del planeta. El Acuerdo no comprometió a Estado alguno a reducir sus gases contaminantes. La resistencia opuesta por China y otros Estados, en nombre de su soberanía, a la aprobación de mecanismos de verificación fue uno de los puntos más conflictivos en las negociaciones. Tras dos semanas de deliberaciones y el caótico final de la Conferencia, las decisiones quedaron postergadas para el futuro. Mientras tanto, centenares de manifestantes en las calles de Copenhague pugnaban, en nombre de la “justicia climática”, para que el cónclave aprobara políticas, programas y planes concretos de prohibición de actividades industriales, agrícolas y de transporte que afectaran la integridad ecológica del planeta y dañaran el medio ambiente.
El Acuerdo de Copenhague fue rechazado frontalmente por los delegados de varios países del tercer mundo en el curso de la larga, accidentada e interminable última noche de discusiones. Lo cual forzó al primer ministro danés Lars Lokke Rasmussen, presidente de la Conferencia, para salir del atascadero, a renunciar a la unanimidad de votos requerida para aprobar un documento en este tipo de encuentros de las Naciones Unidas y optar por la fórmula simple de “tomar nota” de él.
El Acuerdo contenía una mera declaración de buenas intenciones, de la que estuvo ausente todo compromiso de los Estados —lo mismo de los desarrollados que de los subdesarrollados— de limitar sus emisiones contaminantes. Los dueños de la iniciativa, al formular y presentar su documento en el seno de la reunión, reconocieron que el cambio climático era uno de los grandes retos del tiempo actual —frente al que los Estados tienen comunes pero diferenciadas responsabilidades y capacidades de acción— pero no pudieron o no quisieron aprobar medidas concretas para detener o bajar las emisiones de CO2 y de los otros gases contaminantes.
Entre esas buenas intenciones estuvo el designio de Estados Unidos y otros países desarrollados de establecer nuevas, fiables y previsibles fuentes de financiación para las tareas ecológicas del tercer mundo, su promesa de movilizar conjuntamente desde el año 2020 cien mil millones de dólares anuales en recursos financieros de diversas fuentes —públicas y privadas, bilaterales y multilaterales, incluidas fuentes alternativas de financiación— para impulsar la transferencia tecnológica hacia los países pobres de modo que pudieran controlar sus emisiones, derivadas principalmente de la deforestación y la degradación forestal, y la oferta de los líderes del mundo desarrollado de proveer a los países más pobres y vulnerables durante el trienio 2010-2012 nuevos recursos financieros por el monto de 30 billones de dólares —o sea 30 mil millones, porque en inglés un billón significa un millar de millones de unidades, en tanto que, en castellano, expresa un millón de millones— para que pudieran hacer frente a los cambios climáticos, previnieran la deforestación e impulsaran la silvicultura.
Con estos fines se estableció el Fondo Climático de Copenhague —Copenhagen Climate Fund— como una entidad operativa del aparato financiero del Acuerdo de Copenhague destinada a sustentar las políticas, programas y otras actividades del mundo subdesarrollado relacionadas con la mitigación de las emisiones contaminantes causadas principalmente por la destrucción de los bosques, la desertización y el uso indebido de la tierra. Al mismo tiempo, se propuso crear incentivos para los países del tercer mundo que tenían economías de reducida contaminación, de modo que pudieran mantener sus bajos niveles de emisión y su tendencia hacia el desarrollo sustentable.
Todo esto permitió al presidente estadounidense Barack Obama declarar en Washington, pocas horas después de su retorno de Copenhague, que se alcanzó un “avance significativo y sin precedentes” sobre el combate contra el cambio climático, que “pone las bases para la acción internacional en los años por venir”, aunque advirtió que “quedaba mucho por hacer para llegar a un acuerdo efectivo y vinculante”.
Como respuesta a Copenhague, se reunió la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra en la ciudad de Cochabamba, Bolivia, del 19 al 22 de abril del 2010, en la que se condenó a los países desarrollados por contaminar el planeta con los gases de efecto invernadero emitidos por sus actividades industriales. Se puso énfasis en que, “bajo el capitalismo, la Madre Tierra se convierte en fuente sólo de materias primas y los seres humanos en medios de producción y consumidores”, por lo que se postuló “la necesidad de cambiar el actual sistema capitalista”. Se pidió a los países desarrollados que “restablezcan a los países en desarrollo el espacio atmosférico que está ocupado por sus emisiones de gases de efecto invernadero” para ir hacia “la descolonización de la atmósfera mediante la reducción y absorción de sus emisiones”. Los delegados propusieron el proyecto de Declaración Universal de Derechos de la Madre Tierra en el cual se consignaron, entre otros, su “derecho a estar libre de la contaminación y polución, de desechos tóxicos y radiactivos” y el “derecho a no ser alterada genéticamente y modificada en su estructura”.
No obstante, se volvió a reproducir el conocido maniqueísmo de ignorar la deforestación como una de las causas mayores de la contaminación planetaria y de culpar exclusivamente a los países desarrollados de las agresiones contra el planeta. Se repitió el error de Kioto. Por supuesto que los países industrializados tienen una enorme culpabilidad en la tragedia planetaria, pero los países del mundo subdesarrollado no pueden eludir la suya por las emisiones de gases contaminantes provenientes de la destrucción de las selvas, los bosques y la vegetación. No hubo una sola palabra de condenación contra la deforestación de la madre tierra —la pachamama de los pueblos andinos—, que lanzaba a la atmósfera más del doble de CO2 que la combustión sumada de petróleo, gas natural y carbón para fines industriales. China, India, Brasil, Indonesia, Colombia, Cote D’Ivoire, Tailandia, Laos, Nigeria, Filipinas, Myanmar y Perú eran, en este orden, los mayores contaminadores por deforestación y uso del suelo.
Del 29 de noviembre al 10 de diciembre del 2010 se reunió en Cancún la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —COP16— con la concurrencia de representantes de 194 países. Al final de sus deliberaciones aprobó por consenso el denominado Acuerdo de Cancún, en virtud del cual se dio continuidad al Protocolo de Kyoto —que expiraba en el 2012—, resolvió crear el “fondo verde climático” de 100.000 millones de dólares por año a partir del 2020 para atender las necesidades de los países más pobres ante los cambios climáticos y ayudarlos a proteger sus selvas y sus bosques y a disminuir sus emisiones por deforestación, aprobó la transferencia de 30.000 millones de dólares, de financiación rápida, hasta el año 2012, desde los países industriales con el objetivo de sustentar las políticas y acciones de control climático de los países subdesarrollados; acordó impulsar la transferencia tecnológica de los países ricos a los pobres para el manejo de los bosques, las selvas y las forestas; recomendó a los miembros del Protocolo de Kyoto que redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero entre el 25% y el 40% con respecto a los niveles de 1990, que es lo que la ciencia recomendaba; y señaló que la temperatura de la Tierra no debía aumentar más de dos grados centígrados.
El fondo verde climático, que implicaba la transferencia de recursos financieros de los países ricos a los pobres, estaba destinado a disminuir la deforestación de sus tierras. El fondo sería administrado durante los primeros tres años por el Banco Mundial —organismo que no se había distinguido por su sensibilidad medioambiental— y después por un consejo integrado por 24 países: 12 desarrollados y 12 subdesarrollados.
En la reunión de Cancún, como en las anteriores, no se dio un claro y concreto compromiso de los países del norte y del sur para bajar sus emisiones de gases de efecto invernadero: los primeros principalmente en su industria y transportes, y los segundos, en la deforestación.
Como siempre, las opiniones respecto de la cumbre estuvieron divididas: el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, dijo que el encuentro fue “un importante éxito para el mundo” y el negociador cubano Orlando Rey señaló que permitía “recobrar la confianza, el valor del multilateralismo y el basamento para empeños superiores”, mientras que varios grupos ecologistas calificaron de “débiles”, “modestos” e “ineficaces” a sus resultados.
Paralelamente a la cumbre de Cancún se congregaron en la misma ciudad alrededor de cuatrocientos altos dirigentes de empresas multinacionales privadas en el foro Green Solutions para discutir opciones alternativas “verdes” en la industria y otras actividades productivas. Defendieron la conveniencia de poner un precio a las emisiones contaminantes, eliminar los subsidios a los combustibles fósiles y dirigir apoyos económicos al desarrollo de las energías renovables.
En el seno de la reunión empresarial se criticó que se destinaran subsidios por alrededor de 300.000 millones de dólares en el mundo para la producción de combustibles fósiles, cifra que representaba casi seis veces más que lo que se otorgaba a las energías renovables eólica y solar.
Adnan Amin, director interino de la Agencia Internacional de Energías Renovables, subrayó que las energías fósiles resultaban más baratas que las energías renovables por los subsidios que tenían y también “porque los costos externos del petróleo, como la contaminación, no se integran en el precio de esos combustibles sino que son asumidos por la sociedad”. Y agregó: “no habrá una solución de largo plazo para el problema del cambio climático hasta que pongamos un precio a las emisiones de carbono”.
La XVII Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —COP17—, reunida del 28 de noviembre al 10 de diciembre del 2011 en la ciudad de Durban, Sudáfrica, volvió a defraudar las aspiraciones de la opinión pública mundial que esperaba acuerdos concretos y duraderos para disminuir la emisión de los gases contaminantes de efecto invernadero. Esperaba que se estableciesen compromisos entre todos los grandes emisores de CO2 —tanto los países industrializados como los no industrializados— para bajar las emisiones. Después de enredadas discusiones —en las que brotaron las diferencias entre China, la Unión Europea, Estados Unidos e India—, los delegados de los 193 Estados participantes apenas pudieron aprobar la Plataforma de Durban para la Acción Reforzada, que fue un conjunto de acuerdos tibios que prorrogaron los compromisos de Kyoto —aunque con la desvinculación de China, Rusia, Estados Unidos, Canadá y Japón— y apuntaron hacia un eventual acuerdo en el año 2015, que entraría en vigor el 2020 con fuerza vinculante.
En Durban no pudo alcanzarse un consenso global para que los países desarrollados disminuyesen sus emisiones industriales y los países infradesarrollados bajasen sus índices de deforestación.
Sin embargo, se mantuvo el fondo verde climático cuya creación fue aprobada en Cancún para ayudar anualmente a partir del 2020 a los países subdesarrollados a afrontar los estragos de los desórdenes del clima.
En la ciudad de Doha, capital de Catar, se celebró la XVIII Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático —COP18—, del 26 de noviembre al 8 de diciembre del 2012, con la presencia de representantes de 194 Estados. Como era previsible, después de complejas discusiones, el cónclave no alcanzó acuerdos de importancia para disminuir o frenar las emisiones de gases contaminantes a escala global. Simplemente acordó prorrogar la vigencia del protocolo de Kyoto —única normativa jurídicamente vinculante, pero de la que se distanciaron China, Estados Unidos, Rusia, Japón, Nueva Zelandia, Canadá— hacia el año 2020 y, hasta tanto, buscar la aprobación de un protocolo internacional vinculante en el 2015, que entraría en vigor cinco años después.
Sin embargo, los juicios de valor sobre los resultados de la conferencia estuvieron divididos: algunos países desarrollados —los de la Unión Europea, entre ellos— mostraron su satisfacción por los resultados obtenidos en Doha, mientras que varias organizaciones no gubernamentales (ONG) vinculadas con el ambientalismo lamentaron la falta de compromiso y de voluntad política de los países desarrollados para tomar decisiones de reducción de las emisiones y contribuir al financiamiento de acciones de protección del medio ambiente, anteponiendo el interés global a sus intereses nacionales de corto plazo. Recordemos que en la COP16 reunida en Cancún los países desarrollados prometieron crear el fondo verde climático de 100.000 millones de dólares anuales con fines ecológicos, como acabamos de ver.
La decimonovena cumbre de las Naciones Unidas sobre cambio climático —COP19—, celebrada del 11 al 22 de noviembre del 2013 en Varsovia con la participación de 192 países, buscó acercar posiciones hacia un acuerdo global en el año 2015, que permita reducir las emisiones contaminantes. Se acordó que el fondo de financiamiento de medidas de control de los fenómenos climáticos se mantenga en 100.000 millones de dólares anuales —fondo que fue negociado en la COP16 de Cancún, pero que seguía sin concretarse— y se convocó a los países desarrollados para integrar esa cantidad a partir del año 2020 con recursos públicos y privados.
En la conferencia de Varsovia se decidió establecer un mecanismo internacional para asistir y proteger a los países pobres más vulnerables ante los fenómenos meteorológicos severos. Y se acodó crear un instrumento —al que se denominó Marco de Varsovia, cuyo financiamiento fue prometido por Estados Unidos, Noruega e Inglaterra— para ayudar a los países subdesarrollados a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero causadas por la deforestación y la degradación de los bosques, que son sumideros de carbono, estabilizadores del clima y hábitat de la diversidad biológica.
Sin embargo, los avances de esta conferencia no fueron mayores en las cuestiones más urgentes y vitales. La Internacional Socialista, en una declaración que formuló al respecto, afirmó que "las decisiones para sellar un nuevo acuerdo global, para reemplazar el de Kioto y lograr compromisos financieros firmes y suficientes de parte del mundo desarrollado (…) fueron débiles o estuvieron ausentes". Añadió: "sobre el tema del Consejo del Fondo Verde del Clima (…) algunos requerimientos esenciales para su administración aún no han sido finalizados y la movilización se observa débil". Y concluyó: "urgimos enérgicamente a la comunidad internacional a apoyar el Fondo con suficientes contribuciones financieras (…) porque la tarea más crucial de esta generación es asegurar la estabilidad del planeta para la raza humana, y la acción debe tener lugar en todos los rincones del mundo, en todas las naciones del planeta".
Hay pensadores y científicos que sostienen la tesis de que la humanidad se encamina irremisiblemente hacia la catástrofe ecológica global. Y que la ciencia, con sus aplicaciones industriales y mercantiles, traicionándose a sí misma, no sólo que no podrá evitarlo sino que es corresponsable de la situación.
Frente a esto —afirma el geopolítico español Ignacio Ramonet en su libro “Un Mundo sin Rumbo” (1997)—, “los ciudadanos siguen asistiendo angustiados a la desaparición de los bosques, la devastación de los pastos, la erosión de la tierra, el avance de los desiertos, la rarefacción del agua dulce, la contaminación de los océanos, la explosión demográfica, la extensión de las pandemias y la pobreza”.
Por analogía con la denominada curva de Kuznets —formulada en los años 50 del siglo XX por el economista norteamericano Simon Kuznets para establecer las correlaciones entre el crecimiento económico y la distribución del ingreso—, los investigadores estadounidenses Thomas M. Selden y Daqing Song, en su libro "Environmental Quality and Development: is there a Kuznets Curve for Air Pollution Emissions?" (1994), idearon la curva ambiental de Kuznets —environmental Kuznets curve (EKC)— para demostrar que en las primeras fases del proceso de crecimiento del ingreso per cápita en un país desarrollado se da una mayor presión sobre el medio ambiente y se aumenta su deterioro, pero que al alcanzarse niveles superiores de prosperidad económica y de ingreso personal surgen cambios estructurales y tecnológicos que detienen el deterioro del medio ambiente y que, incluso, lo revierten en alguna medida. Cambios estructurales que están relacionados con la declinación de industrias contaminantes y con el auge de actividades económicas limpias; y cambios técnicos que van asociados a la adopción de procesos productivos menos contaminantes y a la aplicación de tecnologías reductoras del impacto medioambiental.
La curva ambiental de Kuznets —que es la extrapolación de la hipótesis del economista norteamericano a la medición de las condiciones ambientales— pretende demostrar que, a corto y mediano plazos, el crecimiento económico puede ser dañino para el medio ambiente; pero que, a largo plazo, detiene o disminuye el deterioro.
Propone que las relaciones entre crecimiento económico y ambientalismo se representan gráficamente en forma de una letra “U” invertida —igual a la curva de Kuznets en la economía— que indica que en las primeras etapas del crecimiento se produce un deterioro ambiental que es revertido después cuando se alcanzan mayores niveles de renta per cápita.
Selden y Song sostienen que “a medida que los ingresos aumentan, la capacidad para invertir en mejores condiciones ambientales y la disposición a hacerlo aumentan también”.
Sustentan su hipótesis en el hecho de que, en la actual era postindustrial del capitalismo, los países altamente desarrollados orientan su economía preferentemente hacia el sector de los servicios —especialmente de los servicios de la última generación tecnológica— y encomiendan, a través del denominado offshoring, buena parte de los procesos industriales de los bienes manufacturados que consumen a países del mundo subdesarrollado de reciente industrialización, que asumen la carga del deterioro medioambiental. De modo que en no despreciable medida los bienes y mercancías que consumen los países más desarrollados se fabrican en lejanos centros industriales y, con ello, mejoraran sus condiciones ambientales.
La hipótesis, sin embargo, ha tenido impugnadores. Sus afirmaciones no han sido probadas a cabalidad ni se ha podido demostrar una relación causal entre crecimiento y disminución de daños ambientales. Todo lleva a creer que los múltiples efectos del crecimiento producen, de todas maneras y en cualquier plazo, daños acumulativos e irreversibles en el entorno ambiental, la biodiversidad, los ecosistemas y la integridad de las especies, puesto que la curva ambiental puede cumplirse con algunas de las sustancias contaminantes —SO2, NOx, NH3, N2O, CH4— pero no con otras —como el CO2— cuyas emisiones aumentan con el crecimiento de la economía.
Lo que es cierto es que, en el afán de mejorar sus condiciones ambientales, los países del norte tienden a desplazar hacia los del sur las industrias altamente contaminantes. Se exoneran así de los impactos ambientales. Los denominados offshoring y outsourcing —que consisten en el desplazamiento de las instalaciones industriales y de la prestación de servicios hacia los países de reciente industrialización en el tercer mundo— responden no sólo a razones económicas sino también a razones ecológicas. Los países industriales, junto con sus instalaciones manufactureras, transfieren las cargas y los riesgos del deterioro ambiental hacia los países periféricos. Y, además, colocan en ellos sus desechos tóxicos.
En el empeño de encontrar una fórmula capaz de medir con la mayor precisión posible los avances o los retrocesos de los países en sus políticas de defensa del medio ambiente, las universidades de Yale y de Columbia en Estados Unidos, bajo la dirección de sus catedráticos Daniel C. Esty y Marc A. Levy, han propuesto el Índice de Rendimiento Medioambiental —Enviromental Perfomance Index (EPI)—, cuya metodología fue presentada al Foro Económico Mundial de Davos en enero del 2006.
El Índice de Rendimiento Medioambiental del año 2010, que evaluó a 163 países en función de veinticinco indicadores relacionados con la salud ambiental y la vitalidad de los ecosistemas, estableció el escalafón de acuerdo con los éxitos de cada uno de ellos en la defensa del medio ambiente. Los 25 indicadores que sirvieron de base para la medición se agruparon en diversas categorías de política ecológica: sanidad ambiental, calidad del aire, recursos hídricos, biodiversidad y hábitat, recursos naturales y cambio climático. Estas fueron las categorías de política ambiental que sirvieron para hacer las evaluaciones cuantitativas. Islandia estuvo a la cabeza del ranking, seguida de Suiza, Costa Rica, Suecia, Noruega, Islas Mauricio, Francia, Austria, Cuba, Colombia, Malta y los demás países, todos los cuales destinaban importantes recursos y energías a la protección medioambiental; en tanto que al final quedaron situados Sierra Leona (163º) República Centroafricana (162º), Mauritania (161º), Angola (160º), Togo (159º) y Níger (158º), todos ellos en África subsahariana. Los Estados Unidos ocuparon la posición 61º a causa de su bajo nivel de eficiencia en el manejo de las energías renovables, los recursos hídricos y las emisiones de gases de efecto invernadero, y China se ubicó en el lugar 121º por su lamentable política ambiental. Los países con mejores resultados en América Latina y el Caribe fueron: Costa Rica (puesto 3º), Cuba (9º), Colombia (10º), Chile (16º), Ecuador (30º) y Perú (31º), mientras que los de menor puntuación fueron Haití (155º), Bolivia (137º), Honduras (118º), Guatemala (104º) y Trinidad y Tobago (103º).
Las cifras cambiaron un tanto en el 2012, en cuyo Índice de Rendimiento Medioambiental los primeros países fueron: Suiza, Letonia, Noruega, Luxemburgo, Costa Rica, Francia, Austria, Italia, Reino Unido, Suecia y Alemania. En ese año los mejores de América Latina fueron: Costa Rica (5º), Colombia (27º), Brasil (30º), Ecuador (31º), El Salvador (35º), Panamá (39º), Uruguay (46º), Cuba (50º) y Argentina (50º).
El EPI pretende demostrar que la asignación de altos recursos financieros y la toma de medidas gubernativas para controlar la contaminación y para administrar correctamente los recursos naturales tienen incidencia beneficiosa en los resultados de la política ambiental. Obviamente, estos arbitrios están directamente relacionados con la riqueza de un país y con la eficiencia de su gobierno. Hay casos dramáticos como el de la República Dominicana y Haití que, no obstante compartir la misma isla e igual entorno natural, tienen resultados diametralmente diversos en el manejo ecológico: la una está situada en el lugar 36º y el otro en el 155º del escalafón. Como bien anotó el profesor Daniel C. Esty de la Universidad de Yale, “el tipo de política medioambiental que se adopta es de vital importancia” y “el buen gobierno es un factor determinante en la consecución de la eficiencia medioambiental”.
Una nueva declaración de alerta sobre la acidificación de los océanos y los mares, a causa de la penetración de dióxido de carbono (CO2) en sus aguas, se produjo en la 12ª reunión de las partes del Convenio sobre Diversidad Biológica de las Naciones Unidas —Convention on Biological Diversity (1992)—, que juntó del 6 al 17 de octubre del 2014 en la ciudad de Pyeongchang, Corea del Sur, alrededor de treinta científicos procedentes de diversas universidades y centros de investigación del mundo.
En la reunión participaron profesores, científicos e investigadores de Heriot-Watt University, Universidad de East Anglia, Universidad de Oxford y Cardiff University de Inglaterra, Enviromental Economics de Hong Kong, University of Sydney y James Cook University de Australia, University of the Ryukyus del Japón, Alfred Wegener Institute de Alemania, Universidad de Essex, Institute of Marine Research de Noruega, University of Gothenburg de Suecia, Laboratoire d'Océanographie de Villefranche en Francia y de otras instituciones de educación superior.
Los científicos afirmaron en su informe que más dos mil millones de toneladas de dióxido de carbono (CO2) entran cada año a las aguas marinas alrededor del planeta, como consecuencia de lo cual la acidez de los mares ha crecido en el 26% desde los tiempos preindustriales y crecerá, en dimensiones peligrosas, hacia el futuro. El científico inglés Sebastian J. Hennige, profesor de la Heriot-Watt University de Inglaterra —quien fue el editor principal del informe—, afirmó: "cuanto más CO2 se libere de los combustibles fósiles a la atmósfera, más se disolverá en el océano".
Dice el informe que el vínculo entre este fenómeno y las "emisiones antropogénicas de CO2 es clara, ya que en los dos últimos siglos, el océano ha absorbido una cuarta parte del CO2 emitido por las actividades humanas".
De modo que las emisiones de dióxido de carbono —responsables del cambio climático— son también causa de la creciente acidez de los océanos y mares.
La acidificación marítima —advierten los redactores del informe— es de una amplitud inédita y se ha producido con una rapidez jamás vista, por lo que "es inevitable que en los próximos 50 a 100 años tenga un impacto negativo a gran escala sobre los organismos y ecosistemas marinos".
Eso se desprende, además, de los estudios y experimentos que numerosos científicos han hecho a bordo de barcos en los océanos y mares del planeta durante la primera década de este siglo.
Por eso los científicos claman por medidas urgentes para frenar la acidez de los océanos, puesto que ella daña los ecosistemas del mar, compromete su biodiversidad, altera la química de las aguas marinas, extingue algunas especies de peces y microrganismos marinos, vulnera los ecosistemas costeros y, por tanto, baja la productividad de las faenas de pesca, perjudica a las comunidades costeras que viven de los productos del mar y afecta a centenares de millones de seres humanos alrededor del planeta que dependen de los productos marinos para su alimentación.
En lo que fue una toma de posición muy importante por Estados Unidos, su presidente Barack Obama propuso el 3 de agosto del 2015, en un acto especial desarrollado en la Casa Blanca, un plan para reducir en un 32% las emisiones de dióxido de carbono (CO2) hacia el año 2030, con relación a los niveles registrados en el 2005.
Esa decisión afectaba especialmente a las centrales eléctricas norteamericanas, de las que procedía en ese momento alrededor de un tercio de las emisiones contaminantes de dióxido de carbono, cuyas plantas de energía termoeléctrica, movidas con carbón, eran su principal fuente de emisión de gases de efecto invernadero.
Las medidas propuestas se inscribían en el Plan de Energía Limpia impulsado por el gobierno estadounidense que, según dijo Obama, constituía "el paso más grande y más importante que hemos dado para combatir el cambio climático".
Obama reconoció la responsabilidad de su país en la emisión de gases de efecto invernadero y aseguró que el cambio climático era la mayor amenaza para las futuras generaciones.
En su discurso advirtió que la emisión de dióxido de carbono y los cambios climáticos que éste produce se desarrollaban más rápido que los planes para detenerlos y que constituían la mayor amenaza para la vida en el planeta, por lo que era "una obligación moral" detenerlos.
La propuesta alcanzó una gran resonancia dentro y fuera de Estados Unidos por provenir del Presidente del país que era —después de China— el segundo mayor contaminante en el planeta.
Sin embargo, el plan recibió la condena de sus opositores republicanos y de parte de la comunidad empresarial, especialmente de la ligada a la industria del carbón.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés) finalizó en el 2014 su Quinto Informe de Evaluación, que puso énfasis en los efectos socioeconómicos del cambio climático y en sus consecuencias sobre el desarrollo sostenible. Reiteró que el cambio climático, al ser un problema de escala planetaria, afecta a la humanidad en su conjunto y requiere la cooperación internacional para limitar las emisiones de gases contaminantes y abordar otras cuestiones del calentamiento global.
Durante el año 2015 la concentración media de dióxido de carbono alcanzó el nivel de 400 partes por millón a escala planetaria. Y los sumideros de absorción del gas —bosques, vegetación y océanos, que absorbían parte de las emisiones— estuvieron cerca de su saturación.
También los incendios forestales, cuyos volumen y extensión siguen en aumento, lanzan hacia la atmósfera crecientes cantidades de gases de efecto invernadero.
El metano (CH4) es, después del dióxido de carbono (CO2), el segundo gas más contaminante en la atmósfera, seguido del hexafloruro de azufre (SF6), todos los cuales destruyen la capa de ozono destinada a proteger la Tierra de los nocivos rayos ultravioletas procedentes del Sol.
Por ello, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) ha clamado por la colaboración internacional en el ámbito de la ciencia, la investigación, la observación, la vigilancia y el intercambio de datos sobre las crecientes emisiones de CO2, CH4, N2O y otros gases provenientes de las actividades industriales, agrícolas y ciudadanas que van a concentrarse en la atmósfera, donde permanecerán por millones de años.
El Acuerdo de París, que formaba parte de la Convención Marco sobre el Cambio Climático celebrada el 12 de diciembre del 2015, entró en vigencia el 4 de noviembre del 2016 después de que esta fue ratificada por 55 Estados cuyas emisiones de gas sobrepasaban globalmente el 55% de las emisiones contaminantes del planeta. Fue este un hito muy importante en la brega mundial contra el cambio climático.