El concepto de cultura política —political culture— cobró vigencia en la sociología norteamericana de los años 60 del siglo XX, a partir del estudio “The Civic Culture” (1963) de Gabriel A. Almond y Sidney Verba, si bien sus antecedentes se remontan a Max Weber (1864-1920), sociólogo y economista alemán, y al filósofo y sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917) a comienzos del siglo XX y más tarde al sociólogo estadounidense Talcott Parsons (1902-1979).
La cultura política es el conjunto de conocimientos, tradiciones, valores, mitos, creencias, juicios de valor, prejuicios, opiniones, prácticas religiosas, percepciones, sensibilidades, hábitos, costumbres, recuerdos históricos y símbolos de una comunidad que orientan su comportamiento político y, a veces, lo condicionan. Afirma Sidney Verba que “todo sistema político está inscrito en un particular patrón de orientación política”. Es decir, que está en mayor o menor medida condicionado por las tradiciones históricas que la comunidad respeta. En consecuencia, la cultura política es la parte de la <cultura general que inspira las conductas políticas de una colectividad y que da sustento a sus instituciones públicas. Algunos sociólogos norteamericanos hablan de una “predisposición cultural” en la gente para apreciar sus intereses y los intereses de la sociedad y explican el comportamiento político de ella en función de sus raíces culturales.
Esos sociólogos sostienen que la cultura política de una comunidad determina el comportamiento individual y colectivo y sustenta las instituciones sociales.
Todo sistema político está respaldado por un cúmulo de tradiciones sociales formadas a lo largo del tiempo. Detrás del monarquismo estuvieron viejas usanzas aristocráticas y prejuicios nobiliarios; detrás del fascismo latieron las tradiciones prusianas reformuladas por Rosenberg, Hess, Rocco, Chimienti, Tambaro, Schmitt y otros exégetas del totalitarismo; el marxismo formó su propia cultura política, diseminada por sus potentes órganos de propaganda, en torno a las ideas del socialismo científico; los regímenes democrácticos se sustentan sobre una peculiar cultura de libertad, igualdad y tolerancia. Siempre hay, como fondo de los regímenes políticos, una trama de ideas, concepciones y costumbres. Porque, como afirma el politólogo estadounidense Gabriel A. Almond (1911-2002), “todo sistema político está empotrado en un determinado patrón de orientación política” que comunica significado a las acciones públicas, disciplina a las instituciones, relevancia social a los actos individuales y estilo y códigos operativos a los líderes.
El peso de la cultura política —o, en su lugar, de la incultura política— es tan grande en las sociedades que condiciona la conducta individual y colectiva de sus miembros. Fue muy elocuente, por ejemplo, lo que ocurrió en los Estados Unidos de América a raíz de las elecciones presidenciales del 7 de noviembre del 2000: el candidato demócrata Al Gore, que evidentemente obtuvo más votos, se vio forzado a reconocer el triunfo de su adversario republicano George W. Bush por presión de la cultura política norteamericana. LLegó con sus reclamaciones hasta donde esa cultura se lo permitió. Pidió el recuento manual de los sufragios en los condados de Palm Beach y Miami-Dade de Florida y acudió después hasta el Tribunal Supremo Federal de Washington que, revocando la decisión de los jueces de Florida, dispuso que cesara el recuento manual de votos. Decisión que finalmente tuvo que aceptar y asumió en silencio una derrota que no ocurrió, porque eso era lo politically correct en su medio social.
Por su lado, la incultura política resta cohesión, articulación y estabilidad a una sociedad y a sus instituciones. Sin la base de una cultura política prevaleciente esas instituciones son débiles y la vida pública, inestable.
Sin duda que la cultura política influye en el comportamiento individual y social pero no lo determina. De lo contrario no se entenderían las rupturas históricas, que son rupturas contra los cánones de la cultura política, que se dan en los procesos revolucionarios. Éstos desgarran las tradiciones de una sociedad —son la “anticultura” o la “contracultura”, en cierto sentido— y sustituyen una cultura política por otra. Enseñan a las masas a pensar de manera diferente y les inculcan valores distintos a los tradicionales.
Es verdad que en una sociedad las actitudes políticas se transmiten de una generación a la siguiente, pero también lo es que pueden crearse nuevas actitudes políticas, puesto que en el desarrollo de una sociedad generalmente alternan procesos de continuidad y procesos de ruptura.
Para los teóricos marxistas la cultura política —la cultura, en general— es una categoría superestructural determinada por el modo de producción imperante en cada sociedad. Por tanto, en los sistemas capitalistas ella es parte del patrimonio de ideas y de conveniencias de la burguesía que, como clase social dominante, impone a la comunidad su manera de pensar. Pero, para ellos, la cultura política no determina la actividad política sino, a la inversa, la forma cómo se producen los bienes y servicios económicos y las relaciones de producción —estructura— determinan la cultura política —superestructura— en cada sociedad.
La actual internacionalización de los medios de comunicación por satélite han trasplantado culturas políticas y esparcido valores por encima de las fronteras nacionales. Hay, sin duda, un proceso de unificación cultural transnacional que se da por la acción de los medios de comunicación de masas y la penetración científica y tecnológica a escala planetaria. La vigencia de determinados valores ético-políticos y estéticos es parte de esa cultura. Hoy, por ejemplo, no es posible atentar impunemente contra los derechos humanos, o ejercer el racismo, o emprender limpiezas étnicas o políticas, o hacer prácticas de corrupción, o restringir las libertades humanas sin recibir la censura de la opinión pública internacional y las represalias de la comunidad de Estados.