Se supone que fue Marco Tulio Cicerón, en sus “Tusculanas”, el primero en dar a esta palabra —cuyo significado etimológico y original estaba ligado al cultivo de la tierra— el sentido figurado de “cultivo” de la razón humana que hoy tiene. Fue el filósofo y orador romano quien introdujo la palabra en los predios de la filosofía y de la historia, donde ha recorrido un largo e intenso camino.
En su sentido antropológico, cultura es la solución que cada comunidad humana da a sus vinculaciones con la naturaleza y con la divinidad y a las relaciones de sus miembros entre sí. Esta es la cultura en su más amplia significación. Naturalmente que ella implica muchas cosas: dominio sobre la naturaleza, cultivo de la tierra —cultivar, ya lo dijimos, tiene la misma raíz latina que cultura—, relaciones interpersonales, trama social, concepción del mundo, convicciones éticas, lenguaje, costumbres, conductas, hábitos, comportamientos, prejuicios, inventos y descubrimientos, elaboración de herramientas, creaciones artísticas, religión. En todas estas y otras actividades los pueblos ponen su sello singular y distinto. Crean sus propias formas de convivencia social, sus peculiares modos de cultivar el suelo, sus particulares vinculaciones con la divinidad y de allí surge un entretejido de relaciones sociales.
No es fácil definir el concepto de cultura. Bien dice Raymond Williams, en su obra "Key Words", que ella es una de las dos o tres palabras más complicadas del idioma. Etimológicamente proviene del latín colere que significa “cultivar” —en el sentido agrícola de la expresión—, tarea en la cual interviene el hombre para transformar el entorno natural y hacerlo producir, de donde arrancó, por analogía, la noción de cultura para significar con respecto al ser humano el conjunto de “estudios y ordenamiento disciplinado de sus facultades mentales, capaz de adquirir organizada y sistematizadamente conocimientos sobre la realidad material y no material”, según escribe el antropólogo ecuatoriano Claudio Malo.
Con el tiempo este término se tornó cada vez más complejo y polisémico por la variedad de significados que abarcó desde la forma de comportarse de la persona frente a las demás —los buenos comportamientos modales, los refinamientos de uso social y la simbología elitista que suele distinguir a los grupos que han tenido la posibilidad de educarse de acuerdo con pautas tenidas como superiores en una sociedad— hasta las significaciones que a la palabra ha dado la antropología cultural al explicar la conducta humana en cuanto producto del medio social en que surge.
El escritor chileno Miguel Rojas Mix, en su libro “El Imaginario” (2006), hace una muy interesante y aguda diferenciación entre la denominada “cultura de masas” y la “cultura popular”. Dice que la primera “es impuesta desde arriba, es falsamente democrática pues, ejerciendo control sobre el público, se presenta como la cultura de la sociedad de bienestar de la cual todos disfrutan”, mientras que la cultura popular “surge espontáneamente, desde abajo, y refleja las tradiciones y creencias de los pueblos”. En consecuencia, la cultura popular está integrada por los conocimientos, creencias, costumbres, >folclor, sensibilidades y valores que se transmiten de generación en generación, con las modificaciones y matices que la fantasía popular agrega a la memoria colectiva. Eventualmente la cultura popular se enriquece, según afirma Rojas Mix, con “obras en que el pueblo se reconoce y hace suyas, dándoles incluso carácter revolucionario, como cuando cargan de sentido y sentimiento una canción. Ese es el caso de 'Le temps de cerises', canción de amor transformada por la Comuna de París en símbolo de sus luchas, o Gracias a la Vida de Violeta Parra, que se convirtió en la canción emblemática de la resistencia y el exilio chileno” ante la dictadura de Augusto Pinochet.
La cultura de masas de nuestro tiempo, en cambio, es fruto de la imposición de símbolos, mitos y estereotipos a la sociedad por los mass media que manejan a su antojo y conveniencia las elites de la alta economía. Hoy mismo vemos cómo el >globalismo y la >globalización difunden a escala planetaria la cultura de la sociedad de consumo global —que es la cultura de masas comtemporánea— para homogeneizar las apetencias, los gustos y las preferencias de la gente en sus relaciones con el mercado transnacional.
Con frecuencia, dentro de la cultura global en la que están inmersas, se dan subculturas, o sea variaciones de rasgos, ideas, actitudes, estilos y conductas de grupos en la sociedad, que marcan diferencias dentro de las igualdades; y contraculturas, que son culturas de signo negativo o agresiones a los valores de la cultura dominante.
La subcultura es un sistema de ideas, valores, costumbres, creencias y comportamientos discrepantes de la cultura oficial sostenido por un grupo dentro de la sociedad y la contracultura es una cultura de signo negativo o la impugnación de la cultura dominante.
Las subculturas acentúan ciertos rasgos, elementos y características, como la forma del lenguaje o de la indumentaria, para mantener las diferencias con la cultura oficial. Estas diferencias son, al mismo tiempo, una reafirmación de orgullo individual y de pertenencia a un grupo, ya que los lazos entre los integrantes de una subcultura generalmente se ven reforzados por el hecho de hallarse enfrentados a los valores y comportamientos de la sociedad dominante.
La subcultura, sustentada por las minorías étnicas y culturales, por grupos religiosos y por comunidades culturalmente diferentes de la sociedad en que están insertos, presupone la existencia de una cultura dominante. Esos grupos y minorías tienen sus creencias, actitudes, costumbres u otras formas de comportamiento diferentes de las que predominan en la sociedad, aunque participen de ella. La subcultura no es cualitativamente mejor ni peor que la cultura oficial sino simplemente distinta.
Desde sus más remotos orígenes, el hombre trató de instalarse en la naturaleza, buscó la forma de acomodarse en ella y de utilizarla en su beneficio, y se empeñó además en convivir con sus semejantes y en explicarse el origen y la razón de ser de sí mismo y de todo lo existente. Cuando desarrolló su inteligencia, que es lo que le distingue del conjunto de la naturaleza de la que forma parte, pudo volverse sobre sí propio y verterse sobre el mundo que le rodea para indagar sus raíces. Ciertos fenómenos naturales, que no pudo explicarse o que fueron superiores a sus fuerzas, le atemorizaron. Nacieron entonces las concepciones mágicas y animistas: el totemismo, el fetichismo, la magia y la hechicería para tratar de dar respuestas a lo inexplicado. Pronto imaginó dioses a los que atribuyó el origen de todo lo que le resultaba incomprensible. Fueron dioses ideados de acuerdo con sus deseos y necesidades. Entregó lo mejor de sus esfuerzos a su culto. Levantó colosales templos en honor de ellos, como los que construyeron los antiguos egipcios en homenaje al dios halcón o al dios cocodrilo, cuya obra duró cien o doscientos años y en la que se sacrificaron la vida y la salud de varias generaciones de esclavos.
El hombre elaboró así una religión, como parte de su cultura. Al comienzo las representaciones de sus dioses fueron tan rudimentarias como todas las creaciones de sus manos. Eran dioses rústicos y elementales. Después, pari passu, con el desarrollo de su inteligencia y el refinamiento de sus costumbres, los dioses se tornaron más sofisticados. Fueron dioses antropomorfos que hablaron a los hombres y les dieron seguridad y consuelo. Y con los grupos sedentarios advino el monoteísmo.
La creación de la divinidad fue uno de los primeros inventos de la corteza cerebral hipertrofiada del ser humano. Con la evolución de su cultura llegó incluso a concebir dioses inmateriales, etéreos, que no pueden ser captados por los sentidos, a los que atribuyó el principio y el fin de todas las cosas.
Las creencias, las supersticiones, la hechicería, la magia y la religión forman parte de la cultura porque son, al decir de Clyde Kluckhohn y de Alfred L. Kroeber, modelos de vida no racionales, históricamente creados, que existen en un tiempo determinado como guías potenciales del comportamiento humano.
El ser humano es un mamífero muy especial. Camina con el cuerpo erguido, tiene las manos libres y con ellas puede asir objetos, sabe reír, tiene ojos expresivos, se preocupa de la historia, es capaz de hacer juicios éticos, ha creado normas gramaticales para su lenguaje, ha instituido símbolos, ha inventado deportes, hace planes para el futuro, es capaz de procrearse permanentemente, busca el reconocimiento, echa de menos lo que nunca ha tenido y ha desarrollado una hiperplasia en el cerebro, o sea una extraordinaria multiplicación de células normales. Esto le ha permitido desenvolver su inteligencia y establecer de manera peculiar sus relaciones con sus semejantes y también con la naturaleza, a la que empezó a transformar con la ayuda del conocimiento científico.
En cuanto al sexo masculino, es el único animal que maltrata a su hembra, según sostiene el novelista norteamericano de principios del siglo XX, Jack London.
El hombre es un ser que busca prestigio y que afronta peligros, emprende tareas y asume riesgos para alcanzarlo. Según Georg Wilhem Hegel, cuando no logra que los demás reconozcan su valía siente rabia, cuando su conducta no corresponde a su valía siente vergüenza y cuando cree que el entorno social justiprecia su valor siente orgullo. Las emociones de rabia, vergüenza y orgullo motivan la conducta humana y moldean los procesos históricos. La lucha por el prestigio —y cada cultura tiene su propia noción del prestigio— siempre condujo al hombre a acometer acciones románticas y cruentos combates, muchas veces irracionales. Hubo seres dispuestos a arriesgar su vida para que se reconociera su dignidad. Según Hegel, éstos pertenecían a la clase de los amos, mientras que los esclavos se rendían bajo el temor natural a la muerte. Esta fue, en cierto modo, la interpretación hegeliana de las primeras clases sociales: la de los amos y la de los esclavos.
Platón reconoció tres elementos en el espíritu humano: uno que “desea”, otro que “razona” y otro que “siente”. El deseo impulsa al hombre a buscar cosas exteriores a él, la razón o el cálculo le muestra la vía para conseguirlas y el thymos le da el ánimo y el coraje para luchar por que se reconozca su valor.
Es el thymos el que mueve al ser humano a perseguir la fama, el honor, el buen nombre, la gloria, la virtud, la nobleza, el brillo, el señorío, la dominación y el poder y a no satisfacerse simplemente con la tenencia de bienes materiales. Le lleva a luchar por valores intangibles como la dignidad, la libertad y la justicia. Pero la búsqueda del reconocimiento y del prestigio se comunica también a los valores en los que el hombre cree. El teísta busca reconocimiento para su dios y por eso trata de imponer a los demás sus creencias y ritos religiosos; el miembro de una comunidad nacional lucha para que su cultura, su etnia, sus costumbres y su lengua sean reconocidas y con frecuencia incurre en excesos chovinistas y xenófobos. Los desbordes del anhelo del reconocimiento siempre han sido nefastos en el orden individual y social. El ansia patológica del reconocimiento lleva a la paranoia, enfermedad que con frecuencia ha aquejado a quienes ejercieron el poder. En la exacerbación del thymos, que es la >megalomanía, debe encontrarse la explicación de los <cultos a la personalidad y de las sangrientas tiranías que han azotado a la humanidad.
El hombre es un ser complejo y contradictorio. Es racional e irracional y, por tanto, capaz de toda clase de mesuras y desmesuras. Ama y odia, es tierno y violento, sonríe, ríe y llora. Está compuesto de elementos racionales pero también de elementos afectivos. En su naturaleza alternan el homo sapiens con el homo demens, lo cual significa que en ocasiones la inteligencia se impone sobre la emoción y en otras ocurre lo contrario. Está poseído por ideas, dioses y mitos. Es serio y calculador pero al mismo tiempo “ansioso, angustiado, gozoso, ebrio y extático”, para usar las palabras del antropólogo francés Edgar Morin. Se pierde por los laberintos del mito, la magia y la hechicería pero es capaz también de introducirse en la filosofía y la ciencia. Combina el conocimiento científico con la quimera, y la civilización con la barbarie. Se mueve entre el determinismo y la libertad.
El paisaje condicionó siempre la cultura. Esto lo sostuvieron varios pensadores, entre ellos Oswald Spengler. El paisaje genera un saber e inspira un conocimiento. Incluso la cultura que viene de fuera, al integrarse en un lugar, se somete también a los condicionamientos del paisaje. Algunos antropólogos han llamado a este fenómeno telurismo. Es la influencia de la tierra y el paisaje sobre el ser humano y su quehacer cultural. Es parte de la “pachamama” de los indios del Ande. Es el “espacio gnóstico” del que hablaba Lezama Lima, capaz de marcar a la cultura con un sello determinado: el del altiplano andino, de la pampa argentina, de las bahías caribeñas o de la selva amazónica.
Este proceso global es la cultura.
Algunos sociólogos y antropólogos modernos hablan del “imaginario” como parte de la cultura de un pueblo. Ligándola más al concepto de “imagen” que al de “imaginación”, dan a esta palabra una acepción diferente de la aceptada tradicionalmente por el diccionario castellano, que define lo imaginario como aquello “que sólo existe en la imaginación”, es decir, aquello que no tiene existencia real. Tales pensadores, convirtiendo al adjetivo en sustantivo, designan con éste el conjunto de las imágenes, mitos, emblemas, símbolos, héroes, relatos históricos, consejas, ficciones y alegorías que forjan los pueblos, con mayor o menor precisión, con mayor o menor arbitrariedad, para alcanzar una identificación. Y la Academia Española de la Lengua ha terminado por aceptar esta nueva significación de la palabra.
En el seminario sobre Imaginario, Civilización y Cultura del Siglo XXI realizado en Guadalajara, México, a comienzos de diciembre del 2005, escuché decir al profesor y escritor chileno Miguel Rojas Mix que “el imaginario nacional se desarrolla en el marco de un relato autorizado de la historia y está compuesto por héroes, fundadores, ideas y valores patrios que tienen un efecto vinculante en la vida política y social”.
Posteriormente el intelectual chileno publicó su libro “El Imaginario” (2006), en el que, con un extraordinario despliegue de cultura y conocimientos, afrontó profunda y extensamente el tema.
En algunas universidades europeas y latinoamericanas se han creado centros de estudios para investigar el “imaginario” de los diversos pueblos y explicar su cultura, sus realidades y su historia.
La concepción del “imaginario” pertenece a la cultura audiovisual de nuestros días —tan influida por la televisión y la informática—, que se funda en la imagen antes que en la palabra escrita.
Y, sin duda, esa representación de la realidad nacional que forjan en su cabeza los pueblos para alcanzar la identificación del “nosotros” —que es el “imaginario”— resulta un elemento coadyuvante al que acuden los estudiosos para analizar la realidad cultural y social de un país.
En su sentido antropológico, cultura es la solución que cada comunidad humana da a sus vinculaciones con la naturaleza y con la divinidad y a las relaciones de sus miembros entre sí. Esta es la cultura en su más amplia significación. Naturalmente que ella implica muchas cosas: dominio sobre la naturaleza, cultivo de la tierra —cultivar, ya lo dijimos, tiene la misma raíz latina que cultura—, relaciones interpersonales, trama social, concepción del mundo, convicciones éticas, lenguaje, costumbres, inventos y descubrimientos, elaboración de herramientas, creaciones artísticas, religión. En todas estas actividades los pueblos ponen su sello singular y distinto. Crean sus propias formas de convivencia social, sus peculiares modos de cultivar el suelo, sus particulares vinculaciones con la divinidad y de allí surge un entretejido de relaciones sociales.
Unas culturas florecieron con gran fuerza y originalidad, perduraron por largo tiempo y ejercieron influencia sobre otros pueblos y culturas; otras, menos vigorosas, declinaron pronto o no trascendieron fuera del ámbito en que fueron concebidas.
Hubo una cultura judaica, una islámica, una confuciana china, una hindú, una japonesa, una cristiano-occidental, diversas culturas indo-americanas y varias otras culturas en diferentes épocas y lugares. Rasgos fundamentales de ellas se conservan todavía a pesar de que la intensificación de los intercambios, favorecida por el desarrollo de las <comunicaciones modernas, ha llevado a la mezcla e interpenetración de culturas, a la aculturación y a la integración cultural por encima de las fronteras nacionales.
Por cierto que el intercambio cultural no es un fenómeno nuevo. Existió siempre. La historia del hombre —de la época de las cavernas a nuestros días— está marcada por la transmisión de elementos culturales entre los grupos y las civilizaciones. Gran parte de lo que llegó a llamarse “civilización occidental” tuvo su origen fuera de su ámbito geográfico. Muchos de los elementos culturales provinieron del Oriente Medio y de Asia. El papel, los primeros sistemas de impresión, el compás, la brújula magnética, la pólvora, los altos hornos para el fundido del hierro, el reloj de agua, el arado de hierro, los telares de arrastre para la seda, el torno manual de hilar, los juncos para navegar, la ballesta, la catapulta vinieron de China. El juego de ajedrez es originario de la India. Varios de los conceptos matemáticos llegaron del mundo árabe. Los números arábigos fueron superiores a los romanos y se impusieron en Occidente. Los árabes tomaron el cero del sistema matemático de la India entre los siglos V y VI de nuestra era y lo llevaron a Europa, aunque fueron los mayas los primeros en usar el cero en el siglo IV a.C. Esa fue una gran revolución en las matemáticas porque hizo posible concebir las cantidades negativas. Los árabes inventaron también el álgebra —del árabe al-yabra—, que es parte de las matemáticas. La conquista de España por los moros, en el siglo VIII, llevó a Europa los más avanzados conocimientos del Oriente, especialmente en geografía, astronomía, matemáticas, geometría y medicina.
Sobre estas bases se levantó la cultura occidental.
La historia recuerda que hubo centros avanzados de estudios filosóficos y teológicos en el Oriente durante la Edad Antigua. En el año 70 a. C. se fundaron la academia de Palestina y la de Babilonia, donde se redactó el Talmud, y por esos años empezó a funcionar también la entidad de estudios superiores de Nalanda, al norte de India, en el que estudiantes hindúes y chinos aprendían el budismo. En la vieja China se formaron instituciones de estudios avanzados a partir del siglo VII. Posteriormente, la universidad egipcia de al-Azhar (fundada en El Cairo el año 988 por los fatimitas, o sea por los descendientes de Fátima, la única hija de Mahoma) enseñaba la religión islámica. En 1158 se estableció la Universidad de Damasco, en 1233 la universidad de al-Mustansiriya en Bagdad y la universidad de Estambul en 1453.
En la hora actual el flujo cultural lleva la dirección inversa. Avanza avasalladoramente un movimiento de “occidentalización” de la cultura mundial. Países de Oriente, poseedores de viejas y fortísimas culturas tradicionales, como China, Grecia, India, Japón, algunas naciones árabes, sufren una tremenda penetración de la cultura de Occidente que se expresa no sólo en las altas manifestaciones de la tecnología electrónica sino aun en sus formas cotidianas de vida. Todo el “know how” de su producción tecnológica de punta es occidental y occidentales son en gran medida sus actuales formas de organizarse, ordenar la vida de la gente, edificar, alimentarse, vestirse.
No puede separarse “lo moderno” de “lo occidental” en términos de ciencia y tecnología. La tecnología moderna es occidental. De allí que no es posible que se modernicen las sociedades orientales sin que al propio tiempo se “occidentalicen”, ya que junto con la tecnología penetran otros elementos culturales. Esto resulta inevitable. La tecnología es portadora de valores culturales. Tanto es así que incluso dentro de los propios países europeos hay la preocupación específica de la “norteamericanización” de su cultura. El american way of life gana terreno en ellos y de allí se expande hacia el cercano y lejano Oriente.
Todo esto, que se parece mucho a una “contraofensiva” occidental contra la cultura de Oriente que dominó el mundo antiguo, se debe, entre otros factores, al extraordinario desarrollo tecnológico occidental, a la revolución de las comunicaciones y al <boom del turismo, que han sido los portadores de elementos culturales y que han estimulado el fenómeno sociológico de la >imitación. Ellos están produciendo en el mundo actual un proceso de homogeneización de los valores, conocimientos, costumbres y estilo de vida de las >elites sociales en todos los países enlazados por los sistemas planetarios de comunicaciones por satélite, y desde las elites sociales esos usos y valores se irradian a sus respectivas colectividades en virtud de la imitación y el contagio, que son los factores más importantes de sociabilidad.
La cultura mundial de nuestros días —la world culture, de que hoy se habla— es en gran medida una cultura norteamericana, en la amplia significación de la palabra. Incluso en los países dominantes las cifras demuestran que, en la “subconfrontación” cultural entre los Estados Unidos y Europa, hay un saldo neto en favor de los norteamericanos. La comunicación audiovisual de escala global está bajo su control. Sus cadenas informativas de televisión cubren el planeta y dejan muy poco espacio para sus competidores. Sus productos audiovisuales y cinematográficos se han convertido en el mayor componente de sus exportaciones y en su fuente principal de divisas, por encima de la industria aeroespacial. Ignacio Ramonet (“Un Mundo sin Rumbo”, 1997), al analizar la que él denomina “guerra del multimedia”, es decir, la competencia informática global —con inclusión del cine y la televisión—, anota que hay una clara derrota de Europa frente a los Estados Unidos. Informa que este país importa menos del 2% de su consumo audiovisual mientras que, en cambio, en la Unión Europea han penetrado abrumadoramente los medios audiovisuales norteamericanos. Dice que la situación del cine no es diferente: el número de boletos vendidos en las salas de cine europeas para películas estadounidenses pasó de 400 millones a 520 millones entre 1985 y 1994, que representaban el 76 por ciento del mercado europeo. Y en cuanto al cine televisual —dice Ramonet— las cosas son parecidas: las películas norteamericanas proyectadas por TV representaron el 53% de la programación en contraste con el 20% de las películas nacionales de los respectivos países europeos. Eso explica por qué la american way of life se ha extendido tanto por el mundo, con todos sus valores y desvalores.
Sin duda que el espacio audiovisual europeo se ha reducido por la agresión de la producción norteamericana. Los europeos conocen mejor la producción audiovisual estadounidense que la de sus vecinos de la Unión. El inglés es la lengua dominante en la radio y la televisión planetarias, el cine e internet. Ramonet, profesor de teoría de la comunicación audiovisual, sostiene que “sería ilusorio imaginar una cultura potente, firme, viva, sin una industria audiovisual potente, seria y seductora”. Y va más allá: cuestiona entonces “si una nación que no domina la producción de sus imágenes puede ser hoy aún una nación soberana”.
Comentan los escritores norteamericanos Alvin y Heidi Toffler, en su libro “La revolución de la riqueza” (2006), que ”la producción de arte y entretenimiento forma parte de la economía del conocimiento, y Estados Unidos es el mayor exportador mundial de cultura de masas, que incluye moda, música, series de televisión, libros, películas y juegos de ordenador”. Eso les permite ejercer una gran influencia sobre la población mundial con sus valores y desvalores. “La influencia de esa basura es tan poderosa —comentan los esposos Toffler— que en otras sociedades se teme por la supervivencia de las raíces autóctonas”.
Es tan amplia y determinante esa influencia, que en un lugar tan lejano como Tombuctú en África occidental —según relatan los Toffler—, mientras que los habitantes nómadas conducen sus recuas de asnos al mercado, vestidos con sus turbantes, túnicas y velos “que esconden todo menos los ojos”, los adolescentes negros, blancos y morenos visten a la usanza occidental: con “pantalones de chándal oscuros, zapatillas deportivas de alta tecnología y anchas camisetas de baloncesto sueltas, con los nombres de equipos como los Lakers”, en tanto que “las chicas llevan tejanos ceñidos, deportivas y sudaderas”. Y añaden que, gracias a la televisión por cable que esparce por el mundo las usanzas y estilos de vida estadounidenses, “los jóvenes de Tombuctú descubrieron el rap hace un par de años, pero ahora es su música favorita”.
Que los medios de comunicación contribuyan a forjar una cultura no es cosa nueva. Siempre lo hicieron, al manejar la información. La invención de la imprenta dejó atrás la cultura oral y forjó la cultura escrita. Después, con el auge de la radio, vino la cultura “auditiva”. Hoy la televisión ha subsumido las virtudes de ambas formas de comunicación y ha modelado una cultura audiovisual y, con ella, ha eclipsado o ha forzado a transformarse, para adaptarse al medio, a las instituciones basadas en la imprenta: la política, la economía, la literatura, la educación, la comunicación, el periodismo, la publicidad y otras. Con el advenimiento de la revolución digital la pantalla electrónica ha remplazado al papel escrito. Las comunicaciones se hacen mediante bits, capaces de movilizarse por el planeta a la velocidad de la luz. Las “bibliotecas” del futuro no serán colecciones de libros sino bancos de datos conectados a terminales de computación.
Todo esto no puede dejar de tener impacto en la cultura y en la organización social.
Lo nuevo es que los mass media han ampliado asombrosamente su radio de acción. Tienen un alcance planetario. Las elites sociales sintonizan hoy en todas partes iguales programas televisuales, ven las mismas películas, escuchan comunes programas de radio, “consumen” la misma información transnacional, leen los mismos libros y revistas, organizan de manera similar su vida familiar, se visten igual, tienen parecidos patrones de consumo, igual nivel de ingresos, la misma influencia en los negocios y en el gobierno, en suma, el mismo estilo de vida e iguales valores e intereses.
Esto ha dado inicio a un proceso de integración cultural transnacional. Fenómeno que ha ido acompañado, paradójicamente, de un proceso de desintegración cultural interna que ha profundizado en el interior de los Estados las diferencias entre las formas de vida de las minorías cultas y de las mayorías iletradas. Esto ha marcado aun más el >dualismo de las sociedades atrasadas. Hasta el punto de que cada vez es mayor la afinidad cultural y el buen entendimiento entre los grupos dominantes de los diversos países, que no entre aquéllos y sus compatriotas de la periferia.
Esto, al mismo tiempo, ha servido para desglosar la civilización de la cultura. Por civilización se entiende la aplicación de los conocimientos del acervo cultural a la organización social, económica, científica, familiar y personal. El concepto de civilización tiene connotaciones más pragmáticas y funcionales que el de cultura, aunque forma parte de ella.
El concepto cultura tiene mayor extensión que el de civilización. Toda civilización es cultura pero no todo lo que comprende la cultura es civilización. La cultura envuelve la filosofía, lenguaje, religión, ciencia, tecnología, arte, deporte, folclore, costumbres y, en general, todas las manifestaciones de la vida social. La civilización es la manera concreta como cada sociedad, con base en sus nociones culturales generales, se organiza, produce, fabrica herramientas, crea tecnologías y aprovecha la naturaleza en cada época y en cada lugar.
En otras palabras, la civilización es la aplicación práctica, en la organización social y en la producción, de los conocimientos que forman el acervo cultural de la comunidad, enriquecidos por la convivencia y acumulados en el tiempo. La civilización, por decirlo de alguna manera, es la cultura aplicada. Es un modo colectivo de hacer las cosas en cada época y en cada lugar.
El sociólogo norteamericano Lewis H. Morgan, en su libro “La sociedad primitiva” (1877), dividió la prehistoria de la humanidad en tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización. Su punto de referencia fue, como él mismo lo explicó, la manera de producir los medios de subsistencia por cada grupo humano, puesto que “la habilidad en esa producción es lo más a propósito para establecer el grado de superioridad y de dominio de la naturaleza conseguido por la humanidad”.
Morgan se adhirió también al criterio de que la civilización es la aplicación de las nociones culturales a las demandas de la adaptación del hombre a la naturaleza. En este sentido contrapuso la civilización a la barbarie y al salvajismo, en función de la habilidad de los grupos humanos para construir sus herramientas.
Al hablar del tema es inexcusable referirse a la <aculturación y al >mestizaje como fenómenos culturales. La aculturación es el proceso por el cual una cultura absorbe a otra como resultado del contacto directo entre dos pueblos —a causa de la dominación bélica, la conquista, la colonización o la inmigración masiva— o por el contacto indirecto que se efectúa a través de los medios de comunicación, que hoy tienen escala planetaria.
El mestizaje es un proceso diferente, que produce una asimilación cultural recíproca de la que resulta una síntesis dialéctica que fusiona los elementos viables de cada una de las culturas en contacto.
En el mestizaje indoespañol de las tierras de América la cultura que vino de fuera y las culturas vernáculas se fusionaron en una síntesis en el curso de un proceso simbiótico que aún perdura. Cada una de ellas aportó lo suyo. Los españoles trajeron la brújula y el sextante para la navegación, el hierro industrializado, la rueda, el arado, el molino, la destilación. Los indios aportaron, entre otras cosas, los secretos arrancados a la naturaleza (como el uso del frío para la conservación de los alimentos), las técnicas de purificación del oro, la utilización del platino (que era un metal desconocido para los europeos), los sistemas de riego en las tareas agrícolas, las técnicas de cultivo en terrazas, el maíz, la papa, el fréjol, el cacao, el tabaco y muchos otros productos de la tierra. Recibieron de Europa la lengua, la escritura, la literatura, la religión, el Derecho y las ciencias experimentales. Entregaron el sistema decimal de los Incas, la ingeniería de caminos y el uso de una multitud de plantas medicinales. Los españoles introdujeron el arco y la bóveda en arquitectura, que permitieron cubrir grandes espacios. Y se llevaron plantas que no tenían nombre científico y animales que no estuvieron en el arca de Noé.
Cuando llegaron los españoles a esos lares encontraron una enorme población indígena —estimada entre 60 y 70 millones de habitantes—, con grados muy diversos de desarrollo cultural. No había un centro político dominante. Los grupos estaban generalmente incomunicados entre sí. Hablaban diversas lenguas. Tenían culturas orales aunque los grupos más avanzados contaban con anotaciones pictóricas y rudimentarios sistemas de contabilidad. En ellos se encontraron admirables expresiones de pintura, escultura, música, orfebrería y arte textil. La arquitectura era muy dispar, desde las elementales cabañas de las islas caribeñas hasta las colosales edificaciones de los mayas, los aztecas y los incas, en el marco de enormes ciudades y de una vida urbana fue muy desarrollada en algunos lugares.
Con base en estos y otros elementos se forjó el mestizaje cultural. Como resultado de ese encuentro nacieron una nueva raza y una nueva cultura: fueron la raza y la cultura mestizas indohispánicas que se extendieron principalmente por los Andes y mesoamérica. A ellas se agregó la >negritud, porque de la cala de los barcos que llevaron a los conquistadores blancos salieron también los esclavos negros. Millones de ellos, desarraigados de su tierra, fueron conducidos a las Antillas y a las costas atlánticas en el curso del comercio esclavista que duró tres siglos. Ellos llevaron a América su bagaje de nostalgias, música, danzas, consejas y su concepción mágica del mundo. Pronto su presencia se hizo evidente y la cultura o las culturas africanas formaron parte del proceso del mestizaje americano.
La negritud alcanzó en esas tierras —con toda la fuerza de sus raíces y de su magia, de sus leyendas y cosmologías— expresiones muy importantes y muy hermosas en la danza, la música, el folclor y la literatura.
La cultura africana con su visión fetichista del mundo, después de un trabajoso proceso sincrético, se plasmó en manifestaciones como el vudú haitiano, la macumba y el candomblé brasileños, la santería cubana: todas ellas hermosas muestras de superstición que se exteriorizaron en danzas y ritos de homenaje a los dioses, pero que también sirvieron para cultivar el africanismo de los negros y su inconformidad contra los blancos. Las tenidas secretas, a las que a menudo asistían los cimarrones, servían también para organizar la resistencia de los negros. Detrás de las manifestaciones religiosas latía y germinaba su rebeldía. Por eso los amos blancos condenaron siempre el fetichismo de los esclavos negros.
Sin embargo, el arte plástico negro no fue reconocido por los círculos culturales europeos sino a comienzos del siglo XX. Antes la escultura africana era considerada una “negrería” primitiva y sin valor por las elites artísticas europeas. Recordemos que el mismo Alexander von Humboldt consideraba a la producción plástica no europea como cosa curiosa y pintoresca pero no como arte. Sin embargo, con el tiempo muchos de sus elementos, incluidos los colores encendidos, tuvieron notable influencia en los pintores de vanguardia.
La narrativa afroamericana, que empezó a mediados del siglo XIX en Estados Unidos con los poemas negros de Daniel Alejandro Payne, impactó en la literatura europea. En España han cultivado temas negros ilustres poetas como Evaristo Silió, Manuel Machado, Federico García Lorca, José Méndez Herrera, Alfonso Camín, José María Uncal y varios otros.
Los conocimientos y saberes de la nueva cultura estaban impregnados por el hombre, el barro y el paisaje americanos. El telurismo jugó un papel definitorio. La cultura que vino de fuera se transfiguró en el choque con la geografía y con las culturas vernáculas y, en un proceso de sincretismo original, ellas dieron a luz una nueva cultura como parte de un proceso de mestizaje más amplio: el mestizaje de la sangre, las ideas y los sentimientos.
Muchos pensadores y antropólogos —entre ellos el escritor y poeta cubano José Lezama Lima (1910-1976), con su teoría del espacio gnóstico— consideran que el paisaje condiciona la cultura. La pampa, la montaña, el mar, el desierto, que son los paisajes que hereda y conoce el hombre, modelan su espíritu e inspiran sus ideas. El mestizaje iberoamericano está impregnado de telurismo. Los filósofos del telurismo hablan por eso de la “mística de la tierra” como base de la identidad cultural de esos pueblos.