Frase utilizada en el congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética celebrado en 1956 para referirse al estilo de gobierno autoritario y personalista de Joseph Stalin. La expresión se refirió a la concentración de la totalidad del poder político en la persona del autócrata soviético y al culto semidivino que se erigió en torno suyo. Stalin fue intocable. Nadie podía criticarle ni discrepar de sus opiniones. Su voluntad fue, por 28 años, la suprema ley. Estuvo rodeado de una leyenda mitológica, creada por especialistas que trabajaban bajo presión psicológica e incluso bajo amenaza de cárcel, que le atribuía toda clase de excelencias y aciertos. Según ella, el “gran líder” fue un alumno modelo, atleta campeón, experto nadador, camarada fiel, consagrado lector de Marx, ideólogo, revolucionario precoz y hasta poeta, puesto que se le adjudicaban ciertos poemas románticos en lengua georgiana, que con seguridad se debían a otra pluma. Nadie podía poner en duda la veracidad de la literatura oficial, custodiada celosamente por la policía secreta NKVD. Las opiniones de Stalin eran indiscutibles lo mismo en el campo de la filosofía, de la economía o de la política que de la genética, la estrategia militar o la música. Los áulicos proclamaban su infalibilidad. Durante su dilatada dictadura personalista se bautizaron con su nombre ciudades, montañas y lugares geográficos: Stalingrado, Stalino, Stalinogorsk, Stalinsk, Pico Stalin. Su efigie ubicua formaba parte del paisaje de la Unión Soviética y de los países satélites. Se escribieron biografías e historias sesgadas para ensalzar la figura del autócrata, como el libro de Lavrentij P. Beria, el siniestro jefe de la NKVD, lleno de fantasías y ditirambos, o la “Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética” que apareció en 1938, revisada personalmente por Stalin en todos los pormenores. Los coros llegaban hasta la histeria al cantar sus glorias. El cadáver embalsamado del endiosado emperador fue largamente exhibido en el mausoleo de Lenin situado en la Plaza Roja. Contra el culto a la personalidad sólo pudieron hablar sus compañeros de partido tres años después de su muerte y cuando el >estalinismo fue ya cosa del pasado.
Lo contradictorio es que Carlos Marx y Federico Engels no sólo aborrecieron el culto a la personalidad sino que lo consideraron absolutamente contrario a sus principios ideológicos. Para el marxismo la historia se forja por los procesos sociales impersonales y no por la acción esclarecida de individualidades aisladas. Bien lo dijo el pensador marxista Karl Liebknecht en 1889: el socialismo no debe conocer ni “la idolatría y el culto a la personalidad ni los monumentos a los vivos”.
Por extensión o analogía se designa como culto a la personalidad al endiosamiento de los líderes políticos. El tratamiento y los títulos con que los áulicos se dirigen a sus tiranos son una de las características del culto a la personalidad. Antes de Stalin y después de él hubo esta práctica. Basta recordar la parafernalia que rodeaba a Mussolini, Hitler, Franco y a los déspotas del >tercer mundo. Sus títulos y sus bicornios emplumados no podían ser más ampulosos y ridículos.
En los tiempos modernos el caso español con Franco, el dominicano con Trujillo, el chino con Mao Tse-tung, el ugandés con Idi Amin y el norcoreano con Kim Il-Sung fueron ya de patología social.
La efigie de Francisco Franco Bahamonde aparecía en todas partes, hasta en los timbres postales y las monedas, rodeada de la leyenda: “Caudillo de España por la gracia de Dios”. En las leyes que él dictaba se hacía llamar “Generalísimo de los Ejércitos”,”Supremo Caudillo del Movimiento”, ”Jefe de la Cruzada”, ”Autor de la Era Histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su destino”.
Los barrocos títulos del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina, durante su dilatada dictadura de 31 años a mediados del siglo XX, cayeron en la más espantosa cursilería:“Generalísimo y Doctor”, “Benefactor de la Patria” y “Padre de la Patria Nueva”. La capital de la República Dominicana era “ciudad Trujillo”, en la que había un gigantesco monumento ecuestre mandado construir por el autócrata en su propio homenaje. La calle principal de todas las ciudades llevaba también su nombre. Y los esbirros solían referirse a la madre del tirano como la “matrona de vientre privilegiado”.
El general argentino Juan Domingo Perón y, más que él, su mujer Eva Duarte —Evita, como la llamaban sus seguidores—, quien murió de cáncer el 26 de julio de 1952 durante el segundo período presidencial de su marido, fueron endiosados por las masas peronistas. Derrocado éste por el golpe militar de 1955, los restos de Evita fueron sacados del país por militares antiperonistas y enterrados, bajo un nombre falso, en un cementerio de Milán. Muchos años más tarde, en marzo de 2004, el sudario celeste y blanco que envolvió el cuerpo embalsamado de Evita fue rematado por la empresa Christie´s de Roma y luego comprado por Aerolíneas Argentinas en 160.000 dólares para ser donado al Estado argentino. El 24 de agosto del mismo año, en una ceremonia efectuada en el salón de los “pasos perdidos” del Congreso, el presidente de la compañía de aviación hizo entrega de la reliquia al presidente del Senado y desde ese momento reposa en una urna especial, con vidrios antibalas, en la sede del parlamento en Buenos Aires.
Jean Bedel Bokassa reinó en la República Centroafricana durante 14 años de asesinatos, canibalismo y atrocidades, fruto de su galopante megalomanía y de su crueldad. Asaltó el poder en 1965 tras derrocar al presidente David Dacko y lo ejerció hasta 1979, en que soldados franceses restituyeron al presidente depuesto después de acusar al tirano de haber participado personalmente en la sanguinaria matanza de 200 estudiantes centroafricanos. Bokassa se proclamó sucesivamente mariscal, presidente vitalicio y emperador. Se declaró apóstol y santo. Era esposo de 17 mujeres y fue padre de 55 hijos. En medio de su ignorancia admiraba a Napoleón y por eso la ceremonia de su coronación como emperador, el 4 de diciembre de 1977, fue una réplica de la del gran corso, con capa de armiño y una gran águila imperial detrás, y acompañada con música de Mozart y toque de tambores.
El culto a la personalidad del sanguinario bufón musulmán Idi Amin Dada en Uganda durante su gobierno de 1971 hasta 1979 fue proverbial. Miembro de la tribu kakwa, ganó notoriedad por haber sido boxeador en la categoría de todos los pesos. Ingresó al ejército británico en 1943 —cuando Uganda era todavía colonia de Inglaterra— y combatió en la Segunda Guerra Mundial. Se destacó después en la represión, bajo la órdenes de la corona británica, de las bandas armad as rebeldes de los mau-mau en Kenia en los años 50. Se incorporó al ejército ugandés y siguió allí su carrera militar. En premio a su obsecuencia, el presidente de Uganda Milton Obote lo ascendió a teniente coronel y lo nombró jefe de las fuerzas armadas en 1968, pero tres años después Idi Amin se volvió contra él y protagonizó un golpe de Estado que le permitió asaltar el poder e imponer un régimen de terror, que dejó cerca de trescientos mil muertos y desaparecidos. Idi Amin fue famoso por sus excentricidades y crueldad. Se hacía llevar en andas por esclavos ingleses, quienes caminaban silbando la célebre marcha de la película Puente sobre el río Kwai. Ostentó los títulos de Mariscal de Campo, Presidente Vitalicio, Conquistador del Imperio Británico en África, Doctor Idi Amin —a pesar de que era semianalfabeto—, Señor de Todas las Bestias y los Peces del Mar y otros títulos no menos extravagantes.
Joseph Desiré Mobutu —con 32 años de ejercicio omnímodo del poder en Zaire, el tercer país más grande de África, con 40 millones de habitantes— fue otro de los que levantó un impresionante culto a su personalidad. Hijo de un cocinero y de una afanadora de hotel, su nombre oficial fue Mariscal Mobutu Sese Seko Koko Ngbendu wa za Banga —que significa “el Todopoderoso Guerrero que gracias a su Resistencia e Inflexible Voluntad de Vencer irá de Conquista en Conquista dejando tras de sí una Estela de Fuego”— pero le gustaba también que le llamaran “Timonel”, “Redentor”, “Mesías”, “Guía y Padre de la Revolución” o simplemente “Él”. Impuso en el Zaire una dictadura de partido único: el denominado Movimiento Popular Revolucionario. Estuvo protegido por una guardia pretoriana de 15 mil hombres de la División Especial Presidencial —todos de su tribu bangala— que fue un cuerpo de elite entrenado por agentes israelíes. “Le patron”, como también se lo llamaba, tenía una fortuna personal estimada en 7.000 millones de dólares compuesta de depósitos bancarios en Suiza y bienes inmuebles en la costa azul francesa, la costa del Sol de España, Portugal, Bélgica, Marruecos y Senegal. Su patrimonio equivalía al 70% de la deuda del país. Sus yates estuvieron anclados en el Mediterráneo y en el río Congo. La aldea natal del dictador en la provincia de Gbadolite fue un verdadero Versalles criollo en medio de la selva. Allí se bebía champaña francesa en copas de Bohemia y se comía langosta servida en porcelana de Limoges en medio de la más espantosa miseria de su pueblo. Cuando el dictador quería salir al exterior arrendaba un concorde de Air France y lo abordaba en el aeropuerto de Gbadolite. Fue, como Bokassa, un gran admirador de la pompa napoleónica e intentó imitarla en su corte de opereta.
Fue un anticomunista jurado que manejó hábilmente los temores de infiltración soviética de las potencias occidentales durante la >guerra fría.
La “era Mobutu” terminó con el derrocamiento del sátrapa el 17 de mayo de 1997 por el golpe de Estado de Desiré Kabile que al frente de los rebeldes zaireños entró triunfante con sus vehículos blindados a la capital Kinshasa y restituyó para su país el viejo nombre del Congo. Poco tiempo después Mobutu Sese Seko, “el hombre de la capa de leopardo”, murió a los 67 años de edad en el exilio de Marruecos el 7 de septiembre de 1997. Asumió la plenitud de poderes Kabile, de quien el Che Guevara tenía un muy mal concepto por ser un hombre adicto al alcohol y a las mujeres y no ser “el hombre de la hora” para su país. Según el escritor mexicano Jorge Castañeda, con ocasión del envío de cien soldados cubanos para ayudar a los revolucionarios del Congo, el Che escribió en un manuscrito inédito que Kabile, como muchos otros líderes de la Región, “se pasaba en los mejores hoteles enviando comunicados y bebiendo scotch, acompañado de bellas mujeres…”
En la reaccionaria teocracia iraní iniciada en los años 80 del siglo pasado se levantó un fanático culto a la personalidad del imán y ayatolá chiita Ruhollah Jomeini (1902-1989) y de su sucesor Alí Jamenei, máximos dirigentes religiosos y políticos de la secta islámica chií, quienes desempeñaron vitaliciamente la jefatura del Estado y a quienes se solía llamar “líderes supremos”, “guías supremos” y “fuentes de emulación” de la sociedad iraní. Estos endiosados y todopoderosos caudillos religiosos y políticos lideraban el radicalismo fundamentalista musulmán y eran dueños de vidas y haciendas en la República Islámica de Irán.
Otro caso reciente de culto a la personalidad fue el del caudillo norcoreano Kim Il-Sung, muerto en julio de 1994, que gobernó su país por 46 años como jefe del Estado y del partido comunista —según fue usual en las monocracias marxistas—, quien fue sucedido por su hijo Kim Jong-il. El culto a la personalidad creado en torno de este misterioso personaje fue imponderable. Él mismo se hizo construir, en su propio homenaje, un gigantesco monumento con su efigie. Se le llamaba “grande y bienamado líder”, “héroe” de la resistencia contra los japoneses, el “guerrero más grande de todos los tiempos”, “el mejor patriota de todas las eras”. Se compusieron odas en su honor. El temor y la adulación no conocían límites. En 1986 designó como sucesor a su hijo primogénito Kim Jong-il, miembro de la dinastía de esa extravagante e inédita “monarquía marxista” —que es uno de los últimos enclaves del >estalinismo después de la caída del muro de Berlín—, con quien se prolongó el más abyecto culto a la personalidad.
En efecto, con la muerte del padre cambió de titular el gobierno pero el culto a la personalidad siguió. Los ditirambos y las hipérboles quedaron cortos para servir la abyección de los seguidores de Kim Jong-iI. Es el “más grande de los grandes del siglo XX”, la “estrella orientadora de la nación”, el “héroe nacional”, el “ideólogo extraordinario” y por eso “es adorado como el Sol”, decían sus secuaces. “Su pensamiento, su capacidad directiva y personalidad son tan inmensos y sagrados como que puede compararse sólo con el Sol”, se leía en un documento oficial del Partido del Trabajo, que es el nombre que lleva el partido comunista norcoreano. Y de la idea Juche, que es el pretendido “análisis científico” sobre la nueva época, cuya paternidad en los años 30 se atribuye a Kim Il Sung, se decía que era “la más correcta en la historia de la humanidad”. El 15 de abril, día en que nació “el gran líder del pueblo coreano”, se celebra en Pyongyang la “fiesta del Sol”. La propaganda oficial repite que aquel día de 1942 apareció una estrella en el cielo rodeada de un doble arco iris. La comarca donde nació, cerca del monte Paekdu y próxima a la frontera con China, es hoy un lugar sagrado.
El culto a la personalidad del líder norcoreano fue herida por la defección de su hijo Kim Jong-nam —sucesor del “trono” de su padre en esta curiosa dinastía comunista—, quien el 1º de mayo del 2001, fugando del sistema, pidió asilo político en el Japón. Pero el delfín de 29 años de edad, que ingresó con un pasaporte falsificado de la República Dominicana, fue expulsado del Japón hacia China y de allí devuelto a Pyongyang.
El culto a la personalidad en la República Popular Democrática de Corea —Corea del Norte— continuó con la tercera generación de la familia gobernante. A comienzos de enero del 2009 el líder norcoreano Kim Jong-il designó como su sucesor político a su tercer hijo, Kim Jong-un, de 25 años de edad, y comunicó la decisión a la dirección del Partido de los Trabajadores de su país, a los militares y a funcionarios del gobierno. El oficialismo empezó inmediatamente a llamarlo “genio de genios” y a rendirle lealtad y obediencia. Como era lo usual en la dinastía, empezaron inmediatamente a componerse las canciones de loas al joven líder.
La prevista sucesión del “trono” se produjo el 17 de diciembre del 2011, en que murió el venerado y temido Kim Jong-il. Se cumplió el guion oficialista. Kim Jong-un asumió el poder y se convirtió en la persona más joven e incompetente de la historia en ponerse al mando de un arsenal nuclear. Y con él se prolongó el culto a la personalidad.
Como parte de su endiosamiento, el joven norcoreano ordenó el fusilamiento de su tío y mentor Jang Song-thaek, quien fue ejecutado el 12 de diciembre del 2013 bajo la acusación de “crímenes contra el Estado y el partido único” e “intento de divisionismo entre el ejército y el gobierno”. Y esta ejecución fue seguida, un mes más tarde, por la de toda la familia de su tío —incluidos la hermana de él, Jang Kye-sun, su marido Jon Yong-jin (embajador en Cuba), sus dos hijos y los hijos y nietos de sus dos hermanos mayores— para borrar tres generaciones originadas en aquella “escoria que atentó contra el espíritu revolucionario”, según dijo el sobrino gobernante en su discurso de año nuevo en enero del 2014.
Asolada por la opresión política, las sequías, la hambruna y los problemas económicos, la República Popular Democrática de Corea es, sin duda, el Estado más militarizado del planeta. Tiene, según cifras del año 2011, un ejército de un millón doscientos mil soldados en una población de 22 millones de habitantes y un presupuesto de defensa superior a los 5.000 millones de dólares anuales, que representa más del 30 por ciento de su producto interno bruto (PIB). Tiene alrededor de mil misiles de diferente tipo: Scud-B, Scud-C, Rodong, Taepodong-1, Taepodong-2, Taepodong-3, Musudan-1, KN-02.
Otro caso de culto a la personalidad fue el del déspota iraquí Saddam Hussein —en ejercicio del poder omnímodo desde 1979 hasta 2003, en que fue derrocado por la invasión norteamericana— cuyos retratos formaban parte del paisaje urbano y rural de Irak. Bajo la presión de un régimen autoritario que no admitía la menor discrepancia y la regimentación de un partido único de terrible ubicuidad, el autócrata convocó un “plebiscito” el 15 de octubre de 1995 para perpetuarse en el poder. Preguntó al pueblo, como es usual en estos casos, si deseaba o no su continuación en el mando. Después de la consulta la autoridad electoral informó que el 99,96% de los ciudadanos contestaron que “sí” y que sólo 3.052 personas de entre 8’375.560 votantes sufragaron por el “no”. El ultranacionalista ruso Vladimir Zhirinovsky, que fue uno de los extranjeros invitados al acto, apareció en la televisión iraquí vestido de beduino para decir que el plebiscito fue “una muestra de ejercicio democrático que no existe en otros países”.
Previamente el dictador había creado por decreto la más alta condecoración —denominada de la “Gran Orden de los dos Ríos”— para el “vencedor del referéndum presidencial”, que luego se autoimpuso en medio de grandes festejos y ceremonias.
La megalomanía del autócrata era delirante. Sin haber cursado estudios militares, lo primero que hizo al asumir el poder fue auto-nombrarse “mariscal”. En todos los textos de educación estaba obligatoriamente su efigie. El saludo de los súbditos, incluidos oficiales de las fuerzas armadas, era besándole la mano. Nadie se atrevía a contradecirle. Era un semidiós. En medio del desierto se construyeron lagos artificiales para que él pudiera ejercer una de sus aficiones, que era la pesca. Los billetes llevaban su efigie. Tenía setenta y ocho lujosos palacios en todo el país, que ocupaban centenares de hectáreas, de los cuales cincuenta fueron construidos después de la guerra del golfo de 1991. Irak estaba lleno de estatuas ecuestres y pedestres que representaban al autócrata. El día en que llegaron los soldados norteamericanos a Bagdad encontraron almacenadas unas veinte estatuas listas para adornar las avenidas de Irak. Una imagen emblemática e impresionante dio vuelta al mundo en la TV: al comienzo de la invasión norteamericana el pueblo iraquí tumbaba, en medio de grandes festejos, una gigantesca efigie pedestre de Hussein.
Pero en el curso de la invasión norteamericana del 2003, el megalómano y otrora todopoderoso dictador, dueño de vidas y haciendas en Irak, fue encontrado escondido en una madriguera fortificada y se entregó sin pena ni gloria a los soldados invasores. Capituló cobardemente. En los primeros momentos de la invasión Hussein huyó y abandonó a su pueblo. Careció del valor de asumir el mando de las fuerzas militares para hacer frente a las tropas estadounidenses. El fanfarrón de los uniformes y condecoraciones militares, que aparecía en la televisión disparando un fusil con una sola mano o blandiendo una gran espada o amenazando con la “madre de las batallas”, se escondió como un gusano bajo tierra sin siquiera empuñar el arma.
En esa época Saddam Hussein era uno de los dictadores más ricos del mundo. Su fortuna, calculada en 6.000 millones de dólares por la revista norteamericana “Forbes” en junio 1999, ocupaba un lugar preferente en el escalafón mundial de los billonarios. La fuente principal de su enriquecimiento fueron los clandestinos e ilegales negocios de petróleo, cuyas utilidades no ingresaron al tesoro de Irak sino a las cuentas secretas de Hussein y de sus hijos.
A finales de octubre del 2005 un comité investigador de las Naciones Unidas, encabezado por Paul Volcker, expresidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, e integrado por el juez Richard Goldstone de Sudáfrica y el profesor Mark Pieth de Suiza, reveló que Saddam Hussein y su gobierno cobraron alrededor de 1.800 millones de dólares en sobornos y comisiones ilícitas en el curso de la ejecución del programa Petróleo por Alimentos, promovido por la ONU para socorrer al pueblo iraquí, que movió 64.000 millones de dólares entre 1996 y 2003. El programa consistía en que Irak entregaba petróleo a cambio de alimentos, medicamentos y otros bienes de primera necesidad. En el escándalo estuvieron también envueltas alrededor de dos mil doscientas empresas de Francia, Alemania, Rusia y de más de cincuenta países, así como varios políticos destacados —entre ellos, el embajador francés ante la ONU Jean Bernard Merrimee, el ultraliberal ruso Vladimir Zhirinovsky y el comunista Guenadi Ziuganov, el legislador británico George Galloway, el presidente de la Lombardía italiana Roberto Formigoni, el sacerdote de la Secretaría de Estado del Vaticano Jean Marie Benjamin y muchos otros— que se beneficiaron con pagos ilegales en la manipulación del programa.
Hussein, que gobernó Irak con mano de hierro por un cuarto de siglo y que cometió toda clase de atrocidades contra las poblaciones kurda y chiita, fue enjuiciado penalmente y condenado a morir en la horca, como delincuente común, bajo la acusación —entre otros genocidios y crímenes— del asesinato de 148 chiitas perpetrado por orden suya durante su gobierno. Hussein pertenecía a la secta sunita. La condena se ejecutó en la madrugada del 30 de diciembre del 2006 en un patíbulo levantado en uno de los centros de tortura de Hussein en Kadhamiya, al norte de Bagdad. Poco tiempo antes de que se le pusiera la soga en el cuello, con un libro del Corán entre sus manos atadas, el reo recitó la profesión de fe de los musulmanes: “No hay otro dios que Alá y Mahoma es su profeta”. El acto fue transmitido por la televisión iraquí.
Otro caso ridículo de megalomanía y culto a la personalidad fue el del desquiciado y sanguinario dictador de Libia, Muammar Gadafi —derrocado en agosto del 2011—, quien entre otras lindezas se hacía llamar “Rey de Reyes” y ostentaba decenas de medallas y condecoraciones militares sin haber librado batalla alguna en su carrera militar.
Idi Amín, Duvalier, Bokassa, Marcos, Mobutu, Hussein, Gadafi y otros tantos tiranos, en diversas épocas y lugares, se rodearon de ceremonias y ritualismos espumosos, como parte del culto a la personalidad que promovieron. Los uniformes, los plumajes ampulosos, las medallas, las cortes “tropicales” que pretendían imitar a Versalles y los actos protocolarios que lindaban con lo ridículo fueron la característica de estos tiranos de opereta.
Afortunadamente, el culto a la personalidad, vestigio de la tribu, ha sido desplazado progresivamente por el >desarrollo político de los pueblos, por el avance de los sistemas democráticos y por la >institucionalización del poder político.
En casi todas las religiones existe un exacerbado culto a la personalidad de los jefes de las iglesias y de las sectas. El tratamiento, la parafernalia y las ceremonias que les rodean constituyen un verdadero endiosamiento, que se complementa con la humillación a la que se somete a sus seguidores. Todas ellas tienen sus propias verdades reveladas y sus mesías de carne y hueso. Es emblemático el caso de la misteriosa secta del reverendo Sun Myung Moon (1920-2012), denominada Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial, fundada en Corea del Sur en 1954, que ha montado un impresionante imperio económico y que respalda financieramente las causas políticas de la Derecha en diversas partes del mundo. Lo cito porque se trata de una >secta con ambiciones de dominación política y económica universal.
El reverendo Moon y su esposa Hak Ja Han Moon se consideran como los nuevos mesías, llamados a completar la inconclusa misión de Cristo hace 20 siglos. Afirma Moon que recibió este encargo directamente de dios cuando tenía 16 años de edad, mientras oraba en la ladera de una montaña. Sostiene que dios ha trabajado los últimos 400 años para preparar al mundo para la venida del segundo mesías, es decir, para el arribo de él.
Su delirio de grandeza o su desequilibrio mental le llevó a cambiar su nombre originario Young Myung Moon por el de Sun Myung Moon, que significa en idioma coreano: alguien que ha iluminado la verdad y ha dado brillo al Sol y a la Luna.
En los altares de la secta se levantan fotografías de Moon y de su esposa y se ofrecen plegarias. Se les llama los “verdaderos padres” y se les promete lealtad eterna. Sus discípulos y seguidores —llamados moonies— se refieren a la señora Moon como la “verdadera madre” o la “perfecta Eva”. Marido y mujer son tenidos como los mesías. Sus altares siempre están emplazados de modo que, al inclinarse los feligreses de acuerdo al ritual, la inclinación apunta en dirección a Corea.
En Venezuela, los seguidores del teniente coronel Hugo Chávez, Presidente de la República, levantaron culto a su personalidad especialmente a raíz de su muerte ocurrida el 5 de marzo del 2013. Lo llamaron “eterno comandante”, “gigante invicto”, “el más grande hombre de todos los tiempos”, “padre de la patria”, “nuestro padre”, “comandante invencible”, “líder eterno”, “guía eterno” y otros adjetivos calificativos, sin percatarse del uso antidialéctico que daban al concepto “eterno”.
El 1º de septiembre del 2014, en el primer taller para el diseño del sistema de formación socialista celebrado en Caracas —como parte del III Congreso del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV)—, se lanzó la versión chavista de la oración católica el Padre Nuestro, en la que se recitó con gran reverencia:
“Chávez nuestro que estás en el cielo, en la tierra, en el mar y en nosotros, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu legado para llevarlo a los pueblos de aquí y de allá, danos hoy tu luz para que nos guíe cada día. No nos dejes caer en la tentación del capitalismo, mas líbranos de la maldad de la oligarquía, del delito de contrabando, porque de nosotros y nosotras es la patria, la paz y la vida. Por los siglos de los siglos, amén”.
Al contrario de lo que generalmente se suponía, fue notable el hecho de que en Cuba, según observó tan agudamente el periodista y escritor español Ignacio Ramonet en su libro “Cien horas con Fidel” (2006), mientras el inspirador y líder de la Revolución estuvo vivo fue “inexistente el culto a la personalidad. Aunque la imagen de Fidel está muy presente en la prensa, en la televisión y en las calles, no existe ningún retrato oficial, ni hay estatua, ni moneda, ni avenida, ni edificio, ni monumento dedicado a Fidel Castro ni a ninguno de los líderes vivos de la Revolución”.
Por supuesto que se le profesaba una profunda admiración y se le tenía un entrañable afecto. Lo que él decidía era ley para los cubanos. Como solían decir allá, mitad en serio mitad en broma: Fidel estaba en el futuro y, cuando surgía algún problema grave, se le llamaba para que retornara al presente y lo resolviera.