Es la religión fundada en Jerusalén a mediados del siglo I de nuestra era por Jesucristo, quien predicó la vida ultraterrena, el monoteísmo, la justicia, la igualdad, la paz, el amor y la fraternidad, todos los cuales fueron postulaciones contrarias al orden político establecido y a las religiones de los griegos y de los romanos, y que por tanto fueron tenidas como subversivas y perseguidas en su tiempo.
Al finalizar el siglo ya se conocía el cristianismo en la mayor parte del Imperio Romano. Su centro de operaciones se había trasladado de Jerusalén a Roma. Por eso los cristianos sostienen que san Pedro fue el primer obispo romano. Desde la capital del Imperio la prédica cristiana se difundió por todas partes, a pesar de la persecución de que fueron objeto sus promotores, y relativamente pronto se impuso la nueva religión sobre el paganismo, o sea sobre las religiones politeístas de los griegos y romanos.
Los cristianos sufrieron en el Imperio Romano la más despiadada persecución por dos siglos y medio —desde el año 64 al 313— bajo los gobiernos de Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximino el Tracio, Decio, Valerio, Aureliano y Diocleciano, pero con el advenimiento del emperador Constantino, en el siglo IV, el cristianismo se vio libre de coerciones y bajo Teodosio se convirtió en la religión oficial del imperio. De ahí en adelante se cambiaron los papeles. De perseguido se convirtió en persecutor de todos aquellos que no profesaban sus ideas. El concilio de Nicea, celebrado en el año 325, entregó a los cristianos tres grandes misiones: combatir las herejías, convertir a los infieles y difundir las luces de la civilización. Y esas misiones fueron cumplidas a palos contra los “paganos” y más tarde contra los “herejes”.
El Imperio Romano se dividió en el año 395, a la muerte de Teodosio el Grande, en dos partes: el Imperio Romano de Oriente y el Imperio Romano de Occidente. El primero tenía su capital en Constantinopla y el segundo en Roma. La división obedeció fundamentalmente a necesidades de la administración de territorios tan gigantescos, de modo que se estableció un régimen diárquico. A Honorio le correspondió el Imperio de Occidente y Arcadio fue el primer emperador independiente de Oriente. Ambos fueron hijos de Teodosio. El Imperio de Occidente cayó en el año 476 bajo la invasión de los bárbaros. El Imperio de Oriente, llamado también Imperio Griego, Imperio Bizantino o Imperio de Constantinopla, duró hasta el año 1453 en que fue tomado por los turcos otomanos, al mando de Mahomed II.
Durante toda la época de la división los cristianos de Occidente se dedicaron a ganar terreno en lo que en aquella época eran la Galia, la Germania, la Hispania, la Lusitania y la Britania, mientras que los de Oriente se dirigieron con su evangelización principalmente hacia el mundo eslavo. Interminables litigios teológicos se produjeron entre la iglesia occidental y las orientales, hasta que en el año 858 la unidad del cristianismo sufrió un durísimo golpe con el cisma de Focio, patriarca de Constantinopla, que separó la iglesia griega de la latina. Fue el llamado cisma de Oriente. Hicieron crisis las profundas diferencias que las dos iglesias tenían respecto de la autoridad temporal, dogmática y magisterial del papa, de la castidad sacerdotal, de la inmaculada concepción de María, de la existencia del purgatorio, de la cuestión de la santísima trinidad y muchísimas otras divergencias que las dos iglesias mantenían en materia doctrinaria. Todo se desencadenó cuando el papa Nicolás I se negó a reconocer la ocupación por Focio del sillón patriarcal de Constantinopla y su condición de jefe de la Iglesia griega. Entonces éste envió una circular a los patriarcas de Oriente —al de Antioquía, al de Jerusalén, al metropolitano ruso y a otros prelados— en la que denunció las herejías de la Iglesia Romana y más tarde, en el año 867, lanzó la excomunión contra Nicolás I, pontífice de Roma. Hubo excomuniones mutuas entre los pontífices romanos y los patriarcas griegos durante todo este proceso, fracasaron los intentos de los emperadores de reconciliar a las dos iglesias y el cisma se volvió irreversible durante el gobierno de Miguel Cerulario (1000-1058), patriarca de Constantinopla.
Como es lógico suponer, debajo de este conflicto bullían no solamente los grandes intereses de dominación temporal de los papas y los patriarcas y las distintas concepciones occidental y oriental de la vida, sino también una multitud de querellas dogmáticas y herejías que terminaron por formar dos iglesias: la latina, con sede en Roma, y la griega con sede en Constantinopla.
El cristianismo oriental siguió su propia ruta, independientemente de lo que disponía Roma. Las distancias dogmáticas e idiosincrásicas fueron probablemente más grandes que las geográficas. El rompimiento fue inevitable y se produjo en el año 1054. La acción de las cruzadas durante la Edad Media, en que los países de la cristiandad occidental enviaron ejércitos de voluntarios, fanatizados por el sentimiento religioso, para recuperar los lugares santos de Palestina que habían sido ocupados por los turcos otomanos desde el año 1076, agravó la discordia.
En el siglo XI la separación se volvió definitiva.
Pero no fueron solamente las querellas entre las iglesias de Oriente y Occidente sino también las que se suscitaron en el interior del cristianismo occidental.
En la Iglesia de Occidente, durante la Edad Media, se produjeron muchísimos litigios y herejías sobre las verdades de la fe, los más importantes de los cuales fueron el arrianismo y el de los iconoclastas durante los siglos IV al IX; el de los valdenses y albigenses, en Francia, durante el siglo XII; los de Wicleff, Jerónimo de Praga y Juan Huss en el siglo XV. La Iglesia combatió a todos ellos con la misma o mayor impiedad con que fue combatida en sus inicios por los emperadores y procónsules romanos.
En 1378 se produjo el gran cisma de Occidente que dividió a la iglesia por cuarenta años y opuso a los pontífices de Roma con los de Avignon en una lucha sin cuartel. Se dio un momento en que hubo tres papas que reclamaban para sí la legitimidad pontifical: Gregorio, Benedicto y Juan. La terrible discordia de cuatro décadas terminó con la reunificación de la Iglesia de Occidente lograda por Martín V.
Pero a comienzos del siglo XVI surgió el movimiento insurreccional promovido por los teólogos Lutero, Melanchthom, Calvino, Zwinglio, Oecolampadius, Bucero, Farel y otros en contra de la jerarquía católica de Roma.
Este movimiento recogió el descontento de muchos fieles de la Iglesia por la corrupción y falta de templanza de varios sectores del clero, especialmente de los miembros la corte pontificia de Roma.
La gota que derramó el vaso fue la nueva exacción impuesta por el papa León X —que ejerció su pontificado desde 1513 hasta 1521— a través de la venta de indulgencias plenarias destinadas a remitir las penas eternas por los pecados mortales de los fieles. Esta fue una vieja costumbre de la Iglesia, que llegó con Sixto IV a excesos tan censurables como el de negociar indulgencias no solamente para perdonar las penas de los pecadores sino también para solucionar las dificultades de las “almas del purgatorio” a cambio de dinero. La compra-venta de indulgencias fue un sucio negocio de la Iglesia para hacer dinero. El fraile dominico Juan Tetzel, dedicado por entero a esta tarea, solía decir a los clientes al vender los certificados de perdón de todos los pecados firmados por el papa: “Tan pronto como su moneda suene en el cofre, el alma de sus amigos ascenderá del purgatorio al cielo.”
La decisión de León X fue considerada por Lutero como una perversión de la doctrina cristiana y un acto más de corrupción del papado. Dijo entonces en su Manifiesto que a cambio de dinero las autoridades eclesiásticas “convierten lo injusto en justo y disuelven juramentos, votos y acuerdos, destruyendo así y enseñándonos a destruir la fe y la lealtad empeñadas. Aseveran que el Papa tiene autoridad para hacer esto. Es el demonio el que les hace decir tales cosas. Nos venden una doctrina tan satánica, y por ella cobran dinero, que están enseñándonos el pecado y conduciéndonos al infierno”.
La respuesta de Lutero al tráfico de las indulgencias fue la colocación en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Sajonia, de sus célebres 95 tesis contra las aberraciones del papa, iniciadoras del movimiento religioso y político llamado la reforma protestante que desconoció la autoridad dogmática, magisterial y temporal del pontífice romano, rompió la unidad doctrinal del cristianismo de Occidente e inició las profesiones protestantes.
La palabra protestante se originó con ocasión del manifiesto de protesta que formularon y respaldaron quince príncipes y los representantes de 14 ciudades en contra de las resoluciones de la Dieta de Espira, convocada por el emperador Carlos V en 1529 para frenar la propagación del luteranismo en Europa. Quienes se adhirieron a esa proclama contestataria recibieron el nombre de protestantes y así nació el término protestantismo, como posición teológica, para designar a todas las corrientes cristianas no dependientes de la Iglesia Católica ni de las iglesias separadas de Oriente.
Quedó así planteada una nueva y cruenta lucha religiosa, que habría de tener enorme influencia en el ordenamiento político europeo de su época.
El protestantismo se difundió rápidamente por Europa. Sin embargo, su postulación del libre examen de los textos bíblicos conspiró contra su unidad doctrinal y pronto se abrió en contradicciones y discrepancias que, con el tiempo, dieron origen a diversas congregaciones protestantes, a pesar de los esfuerzos de sistematización que hizo Juan Calvino (1509-1564).
En todo caso, la reforma protestante fue un movimiento ideológico y político que tuvo una extraordinaria importancia en la historia. No solamente que elaboró una nueva teología, que dio origen a las numerosas congregaciones protestantes, sino que articuló una teoría política contraria a la que había mantenido la Iglesia Católica de Roma a lo largo de toda la Edad Media. La distinción entre lo temporal y lo espiritual, que los reformadores promovieron para combatir los apetitos de poder de ciertos sectores del clero, se expresó más tarde como diferenciación entre política y religión, separación entre Estado e Iglesia, distinción entre delito y pecado, conceptos todos que se confundieron largamente en el pensamiento de la patrística y el >tomismo y aun después.
Pero, como siempre ocurre en el movimiento dialéctico y pendular de la historia, la reforma produjo una fuerte reacción católica que se denominó contrarreforma. Sus propósitos fueron principalmente velar por la pureza de la fe y por la disciplina del sacerdocio y de los fieles. Y extremó el fanatismo y la dureza para alcanzarlos.
Las divisiones y subdivisiones del cristianismo ocurridas desde el siglo IV por diferentes causas —desde las profundas de carácter dogmático hasta las meramente disciplinarias— han dado lugar a tres grandes ramas de esta religión: la católica, la ortodoxa y las numerosas comuniones protestantes (anglicanas, presbiterianas, luteranas, metodistas, bautistas, cuáqueras, coptas y otras).
Lo común entre ellas es la fe en Jesucristo (palabra formada de las voces griegas Jesús, que es una forma de Josué, y cristo que significa “el ungido”), si bien ha recibido una consideración distinta por las diversas orientaciones cristianas.
La doctrina fundamental del cristianismo sostiene que Jesucristo, Jesús o Cristo es, a la vez, dios y hombre. Vino al mundo para redimir al género humano y se hizo hombre en el vientre de la virgen María mediante la acción del espíritu santo. Su venida fue anunciada por los profetas judíos.
Desde entonces el salvador es venerado por los cristianos.
Los tres credos fundamentales de la fe cristiana son el de los apóstoles, el del concilio de Nicea celebrado en el año 325 y el del patriarca de Alejandría, Atanasio.
La historia de la vida de Jesucristo está en los evangelios. Sin embargo, hay muchas zonas desconocidas en ella. Es imposible establecer con certeza sus fechas de nacimiento y muerte. La opinión generalizada se inclina por fijar su nacimiento en Belén el año cuarto antes de nuestra era y la crucifixión 33 años más tarde. Se cree que pasó su adolescencia y juventud en Nazaret, donde desempeñó el oficio paterno de carpintero. Su padre murió probablemente cuando él era niño y su madre vivió lo suficiente para ver su crucifixión. En los evangelios se habla de los hermanos de Cristo, pero los impugnadores de esta afirmación sostienen que se trata de una mala traducción de la palabra hebrea hahim, que significa “hermanos” pero también “primos” o “parientes”. Consideran que Cristo fue hijo unigénito de María. Cuando tenía alrededor de 30 años de edad comenzó su vida pública. Después fue bautizado por san Juan Bautista en el río Jordán. Luego fue a Galilea y formó un pequeño grupo de seguidores y partidarios, casi todos ellos trabajadores y hombres pobres, a quienes se conoce como “los doce apóstoles”.
La fecha de nacimiento de Cristo no ha podido saberse con precisión. En la primera mitad del siglo VI de nuestra era el pontífice romano encomendó establecerla al sabio canonista Dionisio el Breve, quien había recopilado en latín los cincuenta primeros cánones apostólicos y las decretales de los papas. El monje, conocido también como Dionisio el Exiguo, concluyó que, según sus cálculos, el nacimiento de Cristo fue el 25 de diciembre del año 753 ab urbe condita, es decir, 753 años después de la fundación de Roma, y la circuncisión el primero de enero del año siguiente; pero de otros estudios se deduce que Herodes el Grande, rey de Judea —aquel que mandó matar a todos los niños para evitar que alguno de ellos fuera el rey que por entonces se anunciaba—, murió en el año 750 a.u.c., o sea cuatro años antes del nacimiento de Cristo, por lo que la afirmación de Dionisio resultaría errónea dado que según la historia sagrada el infante nació bajo el reinado de ese monarca.
Durante tres años —aunque este es otro de los datos que se discuten— Jesucristo se dedicó a su misión de enseñanza y predicación. Atacó duramente a los fariseos y a los saduceos, dos de las principales sectas judías, y su prédica fue considerada subversiva, es decir, contraria al orden constituido por el Imperio Romano. Fue llevado ante Pilatos, el gobernador romano, y condenado como “agitador” a morir en la cruz.
En el credo de los apóstoles se afirma que Jesucristo fue el hijo unigénito de dios padre todopoderoso y que fue “concebido por obra y gracia del espíritu santo”. Fue crucificado, muerto y sepultado por orden de Poncio Pilatos y que al tercer día resucitó, subió a los cielos y está sentado a la diestra de su padre, de donde ha de venir algún día a juzgar a los vivos y a los muertos.
Sin embargo, hay muchas discrepancias sobre la vida de Jesús. Probablemente ninguna personalidad histórica ha suscitado tanta y tan prolongada controversia. Hay quienes sostienen que el Jesús de los evangelios nunca existió. Otros aceptan su existencia pero no su divinidad. Para éstos Cristo fue un líder político que combatió el orden imperante y fue condenado a muerte por eso. Jesús no fue, en este sentido, más que un hombre que propugnó la reforma moral y la justicia social en un mundo injusto y corrompido. Y pagó el precio de los revolucionarios que fracasan en su intento. Pero para los defensores de la >ortodoxia Jesús, considerado dios y hombre, es el redentor del universo.
Hubo dificultad en encontrar rastros históricos de Cristo entre los judíos y los romanos de su época. Muchos filósofos e historiadores lo ignoraron o le dieron poca importancia seguramente porque la acción de los primeros cristianos tuvo muy poco influjo en la sociedad de su tiempo. Por ejemplo, el filósofo Filón de Alejandría, que fue contemporáneo de Cristo, no lo cita en alguno de sus cincuenta escritos no obstante que se interesó mucho en los movimientos del judaísmo de su tiempo y que conoció muy bien a Pilatos. Otro historiador contemporáneo de Cristo, Justo de Tiberiades, a pesar de haber escrito la historia de Palestina desde los tiempos de Moisés, tampoco lo menciona. Que no era muy conocido lo demuestra el hecho de que Judas, para que los soldados romanos lo identificasen, tuvo que besarlo. Probablemente fue Flavio Josefo, historiador judío de finales del siglo I, el primero en nombrarlo cuando relató la muerte por lapidación de uno de los hermanos de Jesús, llamado Santiago, bajo la acusación de haber violado la ley. El escritor español Juan Arias, en su libro “Jesús, ese gran desconocido” (2001) —en el que reproduce mucha de la información publicada a comienzos de los años 90 del siglo XX en la edición monográfica Nº 7 de la revista española “Más allá de la Ciencia”—, afirma que Santiago “había tenido mucho influjo en la creación de la primera comunidad judío-cristiana”.
Presumiblemente Jesús tuvo cuatro hermanos: Santiago, José, Judas y Simón; aparte de algunas hermanas, cuyos nombres se desconocen seguramente porque en aquella época las mujeres casi no contaban en la vida familiar ni social. Para la mayoría de los historiadores protestantes esto es natural: son hermanos nacidos en el seno de una familia judía normal. Lo cual, por supuesto, nunca ha aceptado la Iglesia Católica porque contradice el dogma de la virginidad de María, a pesar de que lo dice Lucas en su evangelio (VIII, 20 y 21), al narrar que su madre y sus hermanos vinieron a ver a Jesús en una de sus predicaciones pero que no pudieron acercarse a él a causa del gentío que lo rodeaba: “Se lo avisaron diciéndole: tu madre y tus hermanos están allá afuera, que te quieren ver” (20). “Pero él dioles esta respuesta: mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios, y la practican” (21). También san Juan habla de los hermanos de Jesús en su evangelio. Dice en el capítulo II que después de las bodas de Caná Jesús pasó a Cafarnaún “con su madre, sus hermanos o parientes y sus discípulos, en donde se detuvieron pocos días” (12). El historiador hebreo Flavio Josefo, en sus Antigüedades Judías, escritas alrededor del año 93 de nuestra era, afirma que Ananías convocó astutamente al Sanedrín e “hizo que el Sanedrín juzgase a Santiago, hermano de Jesús, quien era llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados”. La interpretación que ha dado la Iglesia es que a los “primos” se les llamaba en ese tiempo “hermanos”. Y por eso, en algunas versiones de la Biblia se interpolaron más tarde en los evangelios de san Mateo y san Marcos, cuando hablan de Santiago, José, Simón y Judas, las palabras “primos” y “primas” inmediatamente antes de “hermanos” o “hermanas”.
Los primeros historiadores romanos tampoco hablaron de Jesús o no le concedieron mayor importancia. Consideraron que sus seguidores formaban una secta puesto que luchaban contra la ortodoxia del judaísmo. Tácito, que escribió su obra unos 80 años después de la muerte del mesías, cuenta que Nerón culpó del incendio de Roma a un grupo de personas a quienes se llamaba “cristianos” —nombre derivado de Cristo, condenado a muerte por el procurador Poncio Pilatos bajo el reinado de Tiberio—, que dio lugar a un movimiento religioso que creció con el paso del tiempo. Quienes han puesto en duda la existencia de Cristo, como lo hicieron entre otros los exégetas bíblicos del siglo XIX, carecen de fundamento. No hay duda de que él existió y que fue condenado a muerte por rebelde. Su pena fue la crucifixión, como todos los contestatarios políticos de su tiempo. Los rabinos además lo acusaron de hechicero y de proclamarse rey de los judíos. El material histórico, aunque escaso, es suficiente para probar su existencia. Por lo demás, sobre varios personajes de la historia antigua tampoco hay abundante información y no por ello se ha dudado de su existencia. La >historia, por supuesto, no es más que una aproximación a la verdad y no está libre de grandes errores, mentiras y manipulaciones.
El director de la Revista de Arqueología Bíblica, Hershel Shanks, reveló en octubre de 2002 que una inscripción encontrada poco tiempo antes en una urna fúnebre en Israel era “la primera aparición del nombre de Jesús en el registro arqueológico”. Tal inscripción, escrita en arameo, dice: “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús”. Andre Lemaire, especialista en inscripciones antiguas de la Escuela Práctica de Estudios Superiores de Francia, consideró “muy probable” que se tratara de una referencia auténtica a Jesús de Nazaret, escrita unas tres décadas después de su crucifixión. En su opinión, este puede ser un testimonio arqueológico de la existencia de Jesús —en realidad, el primero— dado que los judíos hacían los entierros con esas urnas precisamente en el período comprendido entre el año 20 antes de Cristo y el año 70 después. Además, este hallazgo se vincula con la afirmación del historiador judío Josefo, que vivió en el siglo primero, de que “el hermano de Jesús, el llamado Cristo, Santiago de nombre”, fue lapidado como hereje en el año 62, de modo que, si sus huesos fueron depositados en una urna, eso debió haber ocurrido en el año 63.
Las informaciones tan minuciosas que la Iglesia Católica presenta sobre la vida y muerte de Cristo provienen de los evangelios, básicamente de los atribuidos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, que el Concilio de Nicea del año 325 declaró inspirados por el espíritu santo. Ellos en realidad son textos teológicos antes que históricos, razón por la cual difieren entre sí o se contradicen en la narración de los mismos hechos. Por ejemplo, Juan Arias, remitiéndose a Paul Winter y a su obra “Sobre el proceso de Jesús”, sostiene que del juzgamiento del mesías por las autoridades judías y romanas existen más de siete versiones diferentes. Y no son, como alguna vez argumentó san Agustín, discrepancias menores.
La propia palabra evangelio significaba en griego “buena noticia”. En este caso: la buena noticia de la venida del mesías esperado desde los tiempos de los antiguos profetas de Israel. Por consiguiente, los evangelios son más reflexiones religiosas e interpretaciones de ciertos hechos que narraciones históricas o que biografías de Cristo Jesús, aunque por supuesto contienen algunas noticias sobre su vida pública. La autenticidad y fidelidad de esas narraciones, dado que pasaron de unos discípulos a otros por vía de la tradición oral y debido al tiempo que transcurrió entre la ocurrencia de los hechos y la época en que ellas fueron escritas, no tienen garantía alguna. Los especialistas bíblicos siempre trataron de extraer de los hechos y dichos relatados lo que les parecía más verosímil. Y eso ocurrió no sólo con los evangelios sino también con los otros libros del Nuevo Testamento —los Hechos de los Apóstoles, las Cartas y el Apocalipsis—, que contienen aun menos evidencias históricas. La propia fecha del nacimiento de Jesús está en discusión. Hay quienes sostienen, con mucha razón, que el monje Dionisio el Breve se equivocó al fijarla y además que no pudo ser en diciembre puesto que en los relatos de Lucas se dice que los pastores tenían sus rebaños en campo abierto, cosa que no hubiera sido posible en el invierno. También se ha puesto en duda el lugar de su nacimiento: muchos piensan que fue en Nazaret y no en Belén, porque en esa época se llamaba a los hombres en función del lugar de su nacimiento: en este caso, Jesús de Nazaret. No se sabe si alguna vez se casó, como era lo usual entre los judíos. Hay muy poca claridad en los evangelios acerca del tema. Y me refiero a los evangelios canónicos y no a los apócrifos. Diversos analistas de la Biblia encuentran muy poco probable que no se casara antes del ejercicio de su ministerio público, dado que en el entorno social y cultural en el que se desenvolvía el matrimonio era tenido casi por obligatorio y el celibato era reprobado duramente. El propio Jesús, según Mateo (XIX, 4 y 5), dijo: “¿No habéis leído que aquél que al principio crió al linaje humano los hizo varón y hembra? Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, y unirse ha con su mujer y serán dos en una sola carne”. Parece extraño, en consecuencia, que si no predicó la soltería la haya practicado. Los evangelios nada dicen al respecto. De donde algunos concluyen que Cristo no fue soltero, como afirma la tradición, sino casado, ya que de lo contrario el hecho no habría pasado desapercibido al haber contrariado las costumbres de su tiempo.
Con base en el estudio de un fragmento de papiro del siglo IV, la profesora de teología Karen King en la Universidad de Harvard sostiene que Jesús estuvo casado, según se prueba con las ocho líneas escritas en copto con tinta negra —copto era la lengua de los antiguos cristianos en lo que actualmente es Egipto— sobre el fragmento de ocho centímetros por cuatro del referido papiro. Papiro es la lámina extraída del tallo de la planta del mismo nombre originaria del Oriente —de la familia de las Ciperáceas— en la que los antiguos solían fijar sus manuscritos. En septiembre del 2012, ante el Congreso Internacional de Estudios Coptos en Roma, la profesora norteamericana expresó que ese antiguo papiro “aporta la primera prueba de que algunos de los primeros cristianos creían que Jesús había estado casado”. Sostuvo que las líneas que en él se encontraron formaban parte de un evangelio perdido y que la palabra “María” que consta en su texto se refiere a María Magdalena.
Este descubrimiento reavivó el debate, abierto desde el origen del cristianismo, sobre la esposa o compañera sentimental de Cristo.
La Universidad de Harvard afirmó que expertos como Roger Bagnell, director del Instituto para los Estudios del Mundo Antiguo, consideran que el papiro analizado es auténtico, de acuerdo con el análisis de su soporte y escritura.
Desde hace siglos han circulado rumores de que Jesús de Nazareth se juntó en matrimonio con María Magdalena y tuvo descendencia. A pesar del disgusto y de la reticencia de la Iglesia Católica, la vida marital de Jesús ha sido controvertida por largo tiempo.
Recientes investigaciones confirman esos rumores. En su libro “The Lost Gospel” —El Evangelio Perdido—, publicado en el año 2014, los dos científicos sociales, especialistas en temas cristianos, afirman que la revelación proviene de un evangelio manuscrito con más de mil quinientos años de antigüedad, escrito en arameo del siglo VI, que fue encontrado en la gigantesca The British Library de Londres.
Después de seis años de análisis y descodificación de textos encriptados, los autores concluyeron que el citado evangelio es una prueba fidedigna de que Jesús de Nazaret fue esposo y padre. Estuvo casado con Maria Magdalena, mencionada en múltiples ocasiones en los evangelios —descrita por Lucas como una mujer “pecadora”—, con quien tuvo dos hijos: Manasseh y Ephraim.
El documento, que data del año 570 d. C., llegó al Museo Británico en 1847, proveniente del monasterio St. Macarius de Egipto, y actualmente reposa en las instalaciones de la Biblioteca Británica. Afirman Wilson y Jacobovici que, a diferencia de los otros evangelios que se han hallado a lo largo de los años, el que se encuentra en la Biblioteca Británica es un evangelio completo.
José, el padre de Jesús, es el gran olvidado de los evangelios, lo cual ha generado tantas y tan diversas leyendas sobre él. La vida de Jesús tiene una zona desconocida que va desde su infancia hasta los treinta años, en que apareció públicamente. Durante este dilatado lapso sólo hay una referencia fugaz: su visita al templo de Jerusalén, cuando tenía doce años de edad, donde sus padres lo encontraron tres días más tarde discutiendo con los doctores de la ley. De familia muy pobre que vivía en Nazaret —una pequeñísima aldea que no aparecía en los mapas de aquel tiempo—, se supone que trabajó, junto a su padre, como carpintero o albañil. Algunos investigadores creen, sin embargo, que Jesús por esos años pudo haber viajado fuera de Palestina y entrado en contacto con otras religiones y filosofías. Pero no hay certezas. Su vida pública duró apenas un año, según los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, y tres años según Juan, quien habla de tres fiestas de Pascua compartidas con sus discípulos. Sus seguidores afirmaban que hacía milagros, que la gente humilde y pobre le seguía con admiración pero que, en cambio, su acción misionera, con ciertos rasgos excéntricos, despertaba la furia del establishment de esa época.
Importantes investigadores alemanes de los siglos XVII y XVIII dirigieron su mirada al Nuevo Testamento para tratar de establecer la verdadera data de los evangelios y la verdad en torno a la existencia de Cristo. Dice al respecto el escritor inglés Peter Watson, en su libro “Ideas. Historia intelectiual de la humanidad” (2009), que especialmente Friedrich Schleiermacher (1768-1834) y David Friedrich Strauss (1808-1874) dedicaron mucho tiempo y energía a esta tarea. Afirma que “en el proceso se plantearían tantas dudas sobre los textos que la misma existencia de Jesús como figura histórica empezó a ser cuestionada, con lo que la investigación corría el riesgo de socavar por completo los cimientos y el significado del cristianismo”. Y añade que Strauss “empleó la historia en contra de la religión al argumentar que los detalles que ésta proporcionaba eran insuficientes (muy insuficientes) para sustentar la idea del cristianismo vigente en el siglo XIX”.
No se sabe cómo fue Jesús físicamente. Su rostro nunca se reprodujo. En su tiempo no hubo imágenes ni pinturas de él. Se lo representó a través de símbolos crípticos —un pez, un cordero o un pastor—, como se puede ver en las catacumbas de Roma. Las pinturas posteriores probablemente tuvieron como referencias la sábana blanca de Turín o la santa faz del paño con que Verónica enjugó su rostro camino del Gólgota. La santa sábana, que se conserva en la catedral de Turín —un lienzo de 4,36 metros por 1,10—, contiene la doble imagen de un crucificado que presenta heridas en las manos, en los pies y en el costado izquierdo. Pero los estudios hechos en 1988 con carbono 14 en tres laboratorios distintos señalaron que la antigüedad del lienzo no iba más allá de la baja Edad Media. Estudio que incluso fue rechazado por un científico ruso, especialista en física nuclear y en radio-isótopos, que formó parte de un grupo que se reunió en 1993 para estudiar el lienzo, porque su antigüedad era aun menor. Del manto de Verónica solamente se habla en los evangelios apócrifos cuya legitimidad ha desconocido la Iglesia. De modo que los retratos, cuadros, esculturas y pinturas que se hicieron por casi 1.600 años desde que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV —cristos gloriosos o sufrientes, según las circunstancias—, han sido fruto de la imaginación de los pintores, acompañada en muchos casos de una profunda fe religiosa. Hay cristos rubios, morenos o pelirrojos, cristos con facciones europeas, latinoamericanas o africanas. Escribe Juan Arias que Jesús debió ser un judío típico de su tiempo y, por tanto, “nada de pelo rubio y ojos azules”. Y agrega: “El Nuevo Testamento casi no ha dejado rastro de cómo podía ser físicamente Jesús. Existe sólo un pasaje en el evangelio de Lucas sobre el que algunos Padres de la Iglesia especularon para decir que Jesús tenía que ser más bien bajo. Es el del publicano Zaqueo, que, habiendo Jesús llegado a Jericó, procuraba ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante se subió a un árbol para verle”.
Es probable que Jesús aparentara mayor edad que la que tenía ya que los judíos comentaban de él que “aún no ha cumplido los cincuenta años”, como se dice en el evangelio de Juan. Se ha discutido también su belleza física. Los propios padres de la Iglesia controvirtieron sobre el tema en los primeros siglos del cristianismo. En la Biblia se atribuyen al profeta Isaías estas palabras: “No hay hermosura en él; le veremos más bien sin atractivo para que le deseemos”; mientras que en el Salmo XLIV se dice: “Oh tú el más gentil en hermosura entre los hijos de los hombres, derramada se ve la gracia de tus labios; por eso te bendijo Dios para siempre”. Lo cual abrió una amplia diferencia de opiniones. San Justino (110-165) afirmó que Jesús era feo, casi deforme. Lo mismo dijeron Tertuliano (155-220) y Comodiano (finales del siglo III). San Ireneo (140-200) afirmó que Jesús era “informus, inglorius, indecorus”. En cambio, otros han presentado a Jesús como un ser humano hermoso. La gran mayoría de pintores así lo concibió. Andrés, un ciudadano de Creta, afirmaba en el año 710 que Jesús tenía “las cejas unidas, los ojos hermosos, el rostro alargado, un poco encorvado y era de buena estatura”. Y el monje Epitafio de Constantinopla, según consta en los llamados evangelios apócrifos, aseveraba que “Jesús medía 1,70 de estatura, tenía el pelo rubio y levemente ondulado, cejas negras, con una ligera inclinación del cuello, con el rostro no redondo sino alargado, como el de su madre, a quien se parecía en todo”.
Es que los testigos presenciales de la vida pública y privada de Jesús fueron los apóstoles —todos ellos judíos, seleccionados por él para que lo acompañasen en sus faenas—; pero los apóstoles —salvo Mateo, cuyo evangelio lo copió en buena parte de documentos elaborados por Marcos, que no fue apóstol; y Juan, a quien se atribuyó la autoría del cuarto evangelio, que hasta ese momento era anónimo, de varias epístolas y del Apocalipsis— no dejaron algo escrito y mostraron poquísimo interés en plasmar en documentos sus testimonios de lo que vieron y oyeron durante los años de la vida pública de Jesús. Incluso varios estudiosos de la Biblia sostienen que el Evangelio de Juan y el Apocalipsis no fueron escritos por el apóstol sino por Juan el Anciano, que fue un griego cristiano. Fundamentan su aserción en que un pescador inculto y de carácter violento, como era Juan, no estaba en capacidad de escribir textos tan brillantes y hermosos. De todas maneras, resulta incomprensible que quienes se habían comprometido con una misión salvífica de la humanidad no hubieran dejado escrita una letra sobre sus experiencias vivenciales. Ellos fueron protagonistas privilegiados, pero no legaron testimonios fidedignos para la posteridad. El documento más antiguo sobre la vida de Jesús es el evangelio de Marcos. Pero Marcos no fue su discípulo ni lo conoció personalmente sino a través de los relatos que, después de la crucifixión, escuchó a Pedro.
Comenta al respecto Pepe Rodríguez en su polémico libro “Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica” (1997) que, “por paradójico que parezca, es obvio que entre los redactores neotestamentarios prevaleció una norma bien extraña: cuanto más cercanos a Jesús se encontraban, menos escritos suyos se aportaron al canon y viceversa. Francamente absurdo y sospechoso”. Y concluye que “la inmensa mayor parte del testimonio en favor de Jesús, eso es el 79% del Nuevo Testamento, procede de santos varones que jamás conocieron directamente a Jesús ni los hechos y dichos que certificaban”.
Esto explica la enorme cantidad de contradicciones, incoherencias, inexactitudes históricas y geográficas y sorprendentes errores que contienen los textos neotestamentarios.
En diciembre del 2002, antropólogos forenses y programadores informáticos israelíes y británicos reprodujeron en computadora el rostro de Jesús para publicarlo en la revista norteamericana “Popular Mechanics”, que ocasionalmente afronta temas científicos y religiosos. Su rostro, reproducido con base en descripciones de la Biblia e informaciones históricas, resultó muy diferente de la imagen idealizada que ha presentado tradicionalmente la Iglesia Católica. En lugar de la talla alta, piel blanca, facciones finas y cabellos largos, la reproducción de los antropólogos presentó un cuerpo bajo, una cara ancha, rasgos toscos, piel color oliva, cabello corto y crespo y una nariz prominente.
La película “La pasión de Cristo” (2004) de Mel Gibson —que representó las últimas doce horas de la vida de Jesús— reavivó la vieja discusión en torno a la persona y acciones del fundador del cristianismo. Hubo opiniones encontradas. Unas alabaron la película como un reflejo fiel de las verdades del evangelio mientras que otras le imputaron errores históricos evidentes. Gibson —que es un católico tradicionalista— dijo haber consultado a eruditos, teólogos y sacerdotes antes de elaborar su guion para mostrar de la forma más realista posible la agonía de Cristo durante su crucifixión. Los cuestionadores criticaron, entre otras cosas, el uso de la lengua de los personajes, quienes no debieron hablar arameo ni latín —lenguas de las elites, en aquel tiempo— sino griego, que era la lengua principal de los centuriones romanos en Israel. Joe Zias, antropólogo especialista en excavaciones arqueológicas en Jerusalén, cuestionó el cabello largo con que aparece Jesús en la película —que, por lo demás, es el usual en la iconografía católica occidental— ya que, según explicó, “los hombres judíos de la Antigüedad no tenían cabello largo”, como puede verse en el friso del Arco de Tito en Roma, levantado para exaltar la victoria sobre Jerusalén en el año 70, en que aparecen los prisioneros judíos con cabello corto.
Motivos de controversia fueron también la cargada de la cruz —cruz tan pesada que nadie pudo haberla llevado sobre sus hombros— y, además, el acto de la crucifixión, puesto que resultaba absurdo, como aparece en la película, que Cristo hubiera sido clavado por sus manos —que se habrían desgarrado por el peso del cuerpo— y no por las muñecas, como era lo usual.
La gran paradoja es que el hombre que más ha influido en el destino de Occidente, aquel sobre cuya vida y obras más libros se han escrito durante los últimos veinte siglos —sólo en el Instituto Bíblico Pontificio de Roma existe alrededor de un millón de obras en torno a las sagradas escrituras—, sigue siendo “ese gran desconocido” al que se refiere Juan Arias en su libro. Casi nada se sabe de su vida. Algunos hasta han dudado de su existencia y han sostenido que fue una creación de la Roma imperial católica a partir del año 100. El escritor y filósofo inglés Peter Watson, en su mencionado libro se pregunta: “¿Existió Jesús? ¿Era una persona o una idea? ¿Podremos saberlo alguna vez? Y, si no existió, ¿cómo pudo la fe que fundó afianzarse y propagarse con tanta rapidez? Estas preguntas han inquietado las mentes de los estudiosos desde la época de la Ilustración, cuando la búsqueda del Jesús histórico se convirtió en una preocupación académica de primer orden”. Y comenta Watson que los textos de Pablo, que son anteriores a los evangelios, “no mencionan ninguno de los episodios más sorprendentes y llamativos de la vida de Jesús. Por ejemplo, Pablo nunca dice que Jesús haya nacido de una virgen, nunca se refiere a él como de Nazaret y tampoco especifica que la crucifixión haya tenido lugar en Jerusalén (…) ni menciona muchos de sus supuestos milagros”. Y concluye: “Pablo escribió la primera de sus cartas (la Epístola a los Gálatas, 48-50 d. C.) muy poco tiempo después de la muerte de Jesús, por tanto, si Pablo no menciona los episodios más destacados de su vida, es legítimo preguntar si éstos ocurrieron realmente”.
No se sabe con certeza en qué idioma habló Jesús: unos dicen que en griego, otros que en hebreo, otros que en dialecto hebreo y otros en arameo. De su familia se conoce casi nada. Su niñez, adolescencia y juventud son un misterio. Los estudiosos de la Biblia discuten si nació en Belén o en Nazaret. Unos evangelistas sostienen que su vida pública duró un año y otros, tres. Hay exégetas bíblicos que lo consideran un revolucionario político que abrazó la causa de los desafortunados y luchó para salvar a Israel de la opresión de los romanos, mientras que otros sostienen que fue un místico pacifista interesado sólo en cuestiones del espíritu. Y nadie sabe lo que él pensaba de sí mismo puesto que no dejó algo escrito ni autorizó a alguien para que lo hiciera. Tampoco pidió que se transcribieran sus palabras o que se reseñaran sus actos. Las primeras versiones sobre ellos aparecieron cincuenta o noventa años después de su muerte. Y fueron versiones escritas en su mayoría por personas que no habían conocido a Jesús y mediatizadas por el paso del tiempo, distorsionadas por las traducciones y modificadas por los toques y retoques. A menos que haya habido un error judicial, la pena de crucifixión que se le impuso fue la que entonces correspondía a los sediciosos contra el orden público o a quienes cometían delitos viles, puesto que la pena de lapidación era la que los jueces de Israel solían aplicar a quienes se desviaban de la ortodoxia judaica. En todo caso, la crucifixión era en esa época una muerte deshonrosa y degradante. No hay una idea clara de cómo fue y cuánto duró el proceso de detención, juzgamiento, condena y crucifixión de Jesús. Los relatos evangélicos discrepan al respecto: unos afirman que 24 horas y otros que varios días y aun meses. Tampoco las fuentes no cristianas de esa época establecen con claridad la forma en que operaban los jueces en Palestina durante la dominación romana. Por eso no se sabe con certitud si la condena provino de los romanos o de los judíos. Según el evangelio de Marcos —escrito en Roma— ella provino del sanedrín, o sea del alto tribunal judío. Y por eso la Iglesia Católica ha inculpado por siglos a los judíos de la muerte de Cristo. Pero lo que entonces no se entiende es por qué se le sometió a la jurisdicción de Pilatos, que era una autoridad romana que no intervenía en los casos de impostura religiosa.
Nadie, ni siquiera los especialistas en los textos bíblicos, ha podido establecer la fecha exacta o aproximada en que fueron escritos los evangelios del Nuevo Testamento. Se habla de los años 50 al 90 después de la muerte de Cristo. Y se supone que el evangelio atribuido a Marcos es el más antiguo, cuyo propósito fue presentar a Jesús como el mesías. Incluso se ha hablado de un evangelio anterior de Marcos —el llamado “evangelio erótico”— que habría sido censurado y destruido por la jerarquía eclesiástica. El segundo de los evangelios se atribuye al apóstol Mateo, aunque tampoco existe certeza. (Éste fue el que inspiró la célebre película del director italiano Pier Paolo Passolini: El evangelio según San Mateo, en 1964). El tercero fue escrito por Lucas, aunque algunos creen que el autor debió ser un médico, dado el conocimiento que demuestra de los temas de la salud, y el cuarto por Juan el evangelista, que fue uno de los doce apóstoles.
Sin embargo, a comienzos de la segunda década del siglo XXI un grupo de científicos del Acadia Divinity College de Wolfville, provincia de Nueva Escocia, Canadá —grupo dedicado a estudiar antiguos textos escritos en hojas de papiro—, descubrió el evangelio más antiguo conocido hasta la fecha, escrito en una hoja de papiro que formaba parte de la máscara de una momia del antiguo Egipto, según lo reveló el filósofo y escritor norteamericano Craig A. Evans, doctor en estudios bíblicos y profesor de Nuevo Testamento en la mencionada institución de educación superior y coautor del descubrimiento.
Los referidos científicos utilizaron la técnica de separar en la hoja de papiro el pegamento de las máscaras sin dañar su tinta, de modo que los textos podían leerse con entera claridad.
El texto evangélico se halló en un papiro reutilizado para elaborar la máscara de una momia egipcia. Cosa que era habitual en Egipto. El papiro es una planta acuática que puede alcanzar hasta tres metros de altura y cuyas largas hojas sirvieron antiguamente para escribir y guardar textos. Esta planta se produce en Egipto, Etiopía, el valle del río Jordán y Sicilia.
Los expertos creen que el papiro, en cuyas hojas se había escrito el referido fragmento del evangelio, fue usado después por otras personas para elaborar la máscara funeraria. Este tipo de máscaras solían utilizar las capas sociales humildes y no tenían nada que ver con las máscaras de oro y joyas que cubrían los rostros de los grandes faraones.
En declaraciones a “LiveScience” —la revista norteamericana de temas científicos que se publica en internet— explicó el profesor Evans que el grupo de investigadores —integrado por más de tres decenas de científicos de muy alto nivel— estaba dedicado a recuperar “antiguos documentos del primero, del segundo y del tercer siglo después de Cristo. No solo documentos bíblicos, sino también textos griegos clásicos o cartas personales”.
Y lo que encontraron los científicos en el curso de ese trabajo fue un fragmento del Evangelio de San Marcos que habría sido escrito entre los años 80 y 90 del primer siglo de nuestra era, cuya datación fue establecida mediante pruebas de carbono 14.
Según Evans, ese pasaje evangélico puede aportar claves sobre el Evangelio de San Marcos y, en general, sobre la forma en la que se copiaban y transmitían los textos bíblicos.
Lo contradictorio es que los llamados evangelios apócrifos, repudiados por la Iglesia porque no fueron escritos bajo la inspiración del espíritu santo —que suman cerca de cien, formulados entre los siglos II y IV— son los que mayores datos han ofrecido acerca de la vida y obra de Jesús. Y no sólo eso, sino que además de ellos se han tomado muchos de los temas de la historia sagrada. El nacimiento de Jesús en una gruta, por ejemplo, no se relata en alguno de los cuatro evangelios aprobados por la Iglesia sino en los apócrifos, lo mismo que el episodio de Verónica. Los nombres de los tres reyes magos: Melchor, Gaspar y Baltasar, así como los de los ladrones que fueron clavados en la cruz junto a Cristo —Dimas, el bueno; y Gestas, el malo— y el de Longinos, el soldado romano que clavó su lanza en el cuerpo del mesías, sólo constan en los evangelios repudiados. Lo poco que se conoce sobre la infancia de la virgen María se debe también a ellos. En los relatos apócrifos está inspirada la mayoría de las fiestas, obras de arte y literatura católicas. Buena parte de la pintura religiosa versa sobre episodios de estos evangelios. Los frescos de la Basílica de Santa María la Mayor en Roma recogen escenas de ellos. Y lo mismo ocurre con los textos de Dante Alighieri (1265-1321) en su “Divina Comedia” y de John Milton en su “Paraíso Perdido”.
Peter Watson, en su extraordinario y voluminoso libro con el que hace un recorrido completo del pensamiento humano a través de los siglos, trae una información muy importante. Dice que “a finales de la década de 1990, el doctor Elhanen Reiner, de la Universidad de Tel Aviv, se topó con algunos midrash (antiguos comentarios del Antiguo Testamento) que se remontan al año 200 a. C. Estos tempranos documentos contienen varias referencias a un personaje de la Galilea de la época denominado Josué, que nos resulta bastante familiar. En Galilea, ‘Jesús’ era una corrupción de ‘Josué’ bastante común, y el relato sobre Josué tiene muchas similitudes con el de Jesús, a saber: 1) el primer lugar en el que Josué se comporta como líder es en Transjordania; la primera aparición del Jesús adulto en la Biblia tiene lugar cuando es bautizado en el Jordán; 2) Josué nombra doce ancianos para repartir la tierra de Israel, de la misma forma en que Jesús tiene doce discípulos; 3) la muerte de Josué ‘agita al mundo’ y un ángel desciende a la Tierra y se produce un terremoto que señala que Dios piensa que su fallecimiento es un suceso terrible; más o menos lo mismo ocurre cuando muere Jesús: la Tierra se estremece y de los cielos desciende un ángel; 4) las personas más cercanas a Josué tienen por nombre José y Miriam, esto es, María; 5) la muerte de Josué tiene lugar el 18 de Iyyar, tres días antes de la Pascua, el mismo día que la crucifixión de Jesús; 6) hay una tradición hebrea recogida en un libro en arameo según la cual la crucifixión no tuvo lugar en Jerusalén sino en Tiberíades, es decir, en Galilea; 7) ambas historias cuentan con un personaje llamado Judá o Judás que desempeña un papel crucial y negativo; 8) en cierto momento de su historia, Josué huye a Egipto, al igual que lo hacen José y María con el pequeño Jesús. Y aunque los paralelos entre ambas tradiciones no terminan aquí, estos pocos son suficientes para cuestionar la verdadera identidad de Jesús”.
Ha habido una amplia discusión acerca de la autenticidad de las palabras de Jesús. En los textos sagrados hay por lo menos tres versiones diferentes del Padre Nuestro (la oración que se dice que enseñó a sus discípulos): la del evangelio de Lucas que contiene cinco peticiones, la del evangelio de Mateo con siete peticiones y la del Didaché —documento catequístico y litúrgico del cristianismo primitivo— también con siete. Estas peticiones no fueron originales puesto que existían en muchas de las plegarias judaicas, aunque los judíos no se referían a dios como “padre”. Robert Funk del Westar Institute convocó un encuentro internacional de expertos en asuntos bíblicos para intentar reconstruir las máximas, proverbios y reflexiones atribuidos a Jesús. El grupo de 74 académicos empezó su trabajo en 1985 y tuvo su sede en California. Pero ellos, después de cinco años de trabajo en varias universidades del mundo, no pudieron ponerse de acuerdo. Al final los eruditos votaron por una de cuatro opciones ante cada pensamiento atribuido al mesías nazareno: “Esto lo dijo Jesús”, “Jesús dijo algo parecido”, “Esto no lo dijo pero contiene ideas que le pertenecen” o “Esto no lo dijo Jesús y corresponde a una tradición posterior”. La iniciativa fue muy criticada en los medios católicos porque significaba “someter a Jesús a una votación”. Pero a pesar de ello los eruditos sometieron a calificación la autenticidad de las sentencias del mesías y las clasificaron en función de este esquema. El resultado del ejercicio se publicó en el libro “The five Gospels. What did Jesus really say?” Todos los expertos consideraron que son fidedignas las bienaventuranzas a los pobres, el amor a los enemigos y la parábola del buen samaritano, que constan en el evangelio de Lucas, así como la frase del evangelio de Marcos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Frase que, aunque tenía un contenido fiscal y tributario, ponía en evidencia su idea de la separación entre el poder político y la religión. El reino de dios, contrapuesto a los reinos terrenales, fue sin duda una expresión recurrente de Jesús a lo largo de sus predicaciones. Entre las palabras no pronunciadas por él sino incorporadas posteriormente están, a juicio de ellos, las relativas a la institución de la eucaristía: aquellas con las que dijo a sus apóstoles que el pan y el vino son su cuerpo y su sangre. Los expertos consideraron que el evangelio que tiene el menor número de palabras originales es el de Juan. Anotaron que allí no hay ni una frase que pudiera ser tenida como histórica y que sólo es probable que lo sea aquella de que “ningún profeta es respetado en su propia ciudad”.
Los expertos llegaron a la conclusión de que las palabras más auténticas de Cristo son las más radicales. Lo cual ratifica que él fue, ante todo, un revolucionario social, dueño de profundas y claras convicciones. No anduvo con ambigüedades ni indefiniciones. Su lenguaje fue duro. Recordemos la afirmación que se le atribuye: “sed fríos o calientes, porque si sois tibios os arrojaré de mi boca”; o aquella otra de que “no he venido a traer la paz sino la guerra” (Mateo X, 34); o la arenga de que “el que no tiene espada, venda su túnica y cómprela” (Lucas XX,36). No fue un hombre de orden. No estuvo con los poderosos. No perteneció a la clase dominante. No defendió el statu quo. Uno de los grandes errores de la Iglesia Católica fue haber mudado su posición original desde que los emperadores romanos hicieron del catolicismo una religión de Estado y haber servido durante siglos a gobernantes opresores y a reinas disolutas.
Jesús no quería morir. Recién había empezado su lucha. Cuentan los evangelios que cuando advirtió que le querían apresar huyó de sus captores. Al final lo detuvieron por la real o supuesta traición de Judas. El mesías tuvo plena conciencia de que su revolución, que iba más allá de la simple liberación de Israel de la ocupación de los romanos, corría el riesgo de quedar frustrada con su muerte. Por eso, según su criterio, no era cuestión de echar vino nuevo en odres viejos sino de producir un movimiento axial en las formas de organización social.
Dentro del mundo cristiano, a partir de las ambigüedades, fantasías, mitos, acomodos, contradicciones, incertidumbres, inconsistencias, exageraciones, oscuridades, inconsecuencias, interpolaciones, extrapolaciones y errores científicos de la Biblia, no sólo que se han desarrollado durante varios siglos encendidas discusiones entre historiadores, teólogos, filósofos, filólogos y científicos en torno a la vida, pensamiento y misión de Cristo sino que han surgido centenares de iglesias, movimientos, sectas y confesiones que se disputan la posesión del auténtico mensaje del mesías y que han pretendido asumir la legitimidad de su representación en la Tierra. Innumerables libros y textos se han escrito sobre el hombre de Nazaret, algunos de los cuales han tomado los caminos del esoterismo, la teosofía, el “contactismo” o incluso las fantasías extraterrestres. Existe enorme cantidad de libros “revelados” que tratan sobre la “verdadera” vida y los designios de Jesús, algunos de ellos pretendidamente “dictados” por él a través de la intervención de un médium. Son incontables las invocadas “reencarnaciones” de Cristo que se han presentado a lo largo del tiempo. En suma, alrededor de su figura se ha desatado la más febril fantasía.
La idea del Cristo redentor del universo se sustentó hace dos mil años en dos premisas que hoy, a la luz de los avances de la astronomía, no resistirían el menor análisis: la hipótesis de Anaximandro —filósofo, astrónomo y matemático griego que vivió entre los años 610 y 547 antes de la era cristiana, inventor del reloj de Sol y autor de las primeras cartas geográficas—, formalizada en el siglo II de nuestra era por el astrónomo egipcio Ptolomeo, de que la Tierra era el eje de la gravitación cósmica, por lo que Cristo al venir a este planeta vino al centro universal desde donde iba a irradiar su doctrina a los confines del cosmos; y la hipótesis antropocéntrica de que el hombre era un ser tan supremamente importante en el universo, que el enviado de dios escogió este planeta, y no ningún otro de este sistema solar o de otros sistemas solares, para redimir a todos los seres vivos e inteligentes del cosmos a partir de los habitantes de la Tierra. Ambas premisas son cuestionables científicamente. Ni los cuerpos celestes giran alrededor de la Tierra ni el hombre es un ser tan soberanamente importante, como habitante de un pequeñísimo e insignificante planeta que deambula en el insondable espacio poblado por billones de astros, como para que pudiese ser el centro de la redención universal.
Estas dos hipótesis se entrelazan filosóficamente en la teoría de la creación preestablecida del hombre, que propugna la doctrina cristiana, pero que es insostenible a la luz de los conocimientos científicos. La National Aeronautics and Space Administration (NASA) de los Estados Unidos, que es la agencia gubernamental responsable de los programas espaciales, confirmó en el año 2009 la existencia de glicina en el cometa Wild 2 mediante las muestras recogidas allí por su sonda Stardust. La glicina es un aminoácido fundamental para los seres vivos porque forma sus proteínas. Este descubrimiento contribuyó a reforzar las hipótesis formuladas anteriormente por varios científicos de que fueron los meteoritos y cometas que chocaron contra la Tierra hace millones de años los que trajeron la vida.
La NASA ha confirmado la presencia de esta molécula en el cometa Wild 2 —que circula entre Marte y Júpiter— gracias a las muestras obtenidas por su sonda Stardust, que fueron enviadas a la Tierra en una cápsula de descenso.
Ya en 1994 un equipo de astrónomos de la Universidad de Illinois, dirigido por Lewis Snyder, aseguró haber encontrado la molécula de glicina en el espacio. Y el hallazgo de la NASA ha reafirmado que el fenómeno de la vida se encuentra en el cosmos y ha contribuido a sustentar las hipótesis científicas del origen extraterrestre de la vida en nuestro pequeño planeta.
El filósofo griego Celso, uno de los grandes impugnadores históricos del cristianismo, en su obra “La Verdadera Palabra” —traducida también como “El Discurso Verídico”—, escrita alrededor de los años 176 y 180 de nuestra era —cuyo contenido nos ha llegado principalmente por la refutación del escritor cristiano Orígenes (184-254), titulada Contra Celsum, en la que reprodujo fragmentos de su obra contra la apologética cristiana—, comenta la creación del mundo en seis días y se pregunta: “¿qué días podía haber cuando no se había creado aún el cielo, ni estaba asentada la tierra, ni el sol giraba en torno a ella?”. Ridiculiza el pasaje del Arca de Noé, al que califica de un cuento para niños pequeños. Y no acepta que los cristianos, al interpretar este texto bíblico, se refugien en la alegoría. “Hay cosas que no admiten alegoría —dice— sino que son cuentos simplemente tontísimos”. Se burla del diluvio universal. Dice que no sabe cuál de las interpretaciones es peor: si la literal o la figurada. En el episodio bíblico de las aguas se pone en boca de dios una dramática declaración de arrepentimiento de haber creado al ser humano, dada “la malicia de los hombres en la Tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente”. Vallejo se refiere al Libro del Génesis en su Capítulo VI, que afirma que a dios “pesole el haber criado el hombre” y decidió borrarlo de la faz de la Tierra junto con todos los animales, pues se arrepintió de haberlos creado. Fue cuando decidió desatar el diluvio universal “para hacer morir toda carne en que hay espíritu de vida debajo del cielo”. Y ordenó entonces a Noé construir un arca de madera de 300 codos de largo, 50 de ancho y 30 de alto, en la que “entrarás tú, y tus hijos, tu mujer y las mujeres de tus hijos” y “dos animales de toda especie, macho y hembra, para que vivan contigo. De las aves según su especie, de las bestias según la suya, y de todos los que arrastran por la tierra según su casta: dos de cada cual entrarán contigo, para que puedan conservarse”. E “hizo pues Noé todo lo que Dios le había mandado” (VI, 5, 6, 7, 14, 15, 17, 18, 19, 20 y 21).
El Génesis relata que, viendo Yahvé cuánto había crecido la maldad del hombre, cuyo corazón solamente tramaba aviesos designios todo el día, se arrepintió de haberlo creado y dijo: “Voy a exterminar al hombre que creé sobre la faz de la Tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta aves del cielo, pues me pesa de haberlos creado.” Pero el relato entraña varias cosas absurdas desde la perspectiva de los atributos de dios. En primer lugar, que su infinita sabiduría no le permitió prever que sus criaturas iban a actuar de manera tan horrible, y, luego, que su absoluta bondad era incompatible con un castigo tan cruel irrogado no solamente a los seres humanos inocentes sino también a los animales que no eran responsables de aquellas conductas.
Entre las leyendas religiosas de los babilonios está también el diluvio universal. Cuando los dioses decidieron destruir la ciudad de Suruppak, ordenaron a uno de sus habitantes —Utnapishtim— construir una barca en la que pudiesen entrar él, su familia, unos cuantos artesanos y algunas parejas de animales domésticos y salvajes. La nave debía ser calafateada con betún y resina. Cuando el trabajo quedó concluido se descargó la terrible tempestad que duró siete días y siete noches. La tierra quedó inundada y todos los seres humanos perecieron. Cuando las aguas descendieron la nave se posó sobre el monte Nisir, cerca del río Tigris, y sus ocupantes se salvaron y ofrecieron a los dioses libaciones y sacrificios.
Dice al respecto el escritor español Pepe Rodríguez, en su libro “Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica” (1997), que una narración tan prototípica como la del diluvio universal “es también el plagio de una leyenda sumeria mucho más antigua, la del Ciclo de Ziusudra”. Y cita al profesor Federico Lara, experto en historia antigua, quien escribió que “los dioses deciden destruir a la humanidad a causa de las muchas culpas cometidas por ésta. Sin embargo, un dios, Enki, advierte al rey Ziusudra de Shuruppak de lo que se avecinaba, ordenándole la construcción de una nave para que pudiera salvarse con su familia junto a animales y plantas de todas clases. El Diluvio al fin se produjo y destrozó todo tipo de vida, así como los lugares de culto (las ciudades), convirtiendo a la humanidad en barro. Después de siete días y siete noches, el Diluvio cesó y Ziusudra pudo salir de la barca” y los dioses lo mandaron vivir allende los mares, en el Oriente, en Dilmun.
El cristianismo no ha sido original en sus planteamientos dogmáticos sino que ha recogido tradiciones y mitos de las más antiguas religiones de los pueblos orientales —caldeos, asirios, babilonios, griegos, persas, egipcios—, quienes sostuvieron ideas similares, expresadas a veces en términos muy parecidos, acerca de la divinidad, la santísima trinidad, la creación, el “primer hombre”, el edén, la revelación, el mesianismo, la vida y la muerte, la resurrección de los muertos, la redención, el juicio final, el fin del mundo, el cielo, el infierno, el purgatorio, la inmortalidad del alma, la vida eterna, los ángeles y genios buenos, los demonios y genios malos, los milagros, el sacerdocio, los oráculos y las profecías.
Varias religiones orientales sostuvieron mucho antes que el cristianismo que sus dioses nacieron del vientre de una virgen: Atis fue hijo de la virgen Nana, Buda de la virgen Maya, Krishna de la virgen Devaki, Horus de la virgen Isis. También Zaratustra nació de una virgen. Se atribuye en algunas versiones de la mitología griega —ocho siglos antes del cristianismo— a la diosa Hera haber concebido algunos de sus hijos sola, esto es, sin la cópula con Zeus, su hermano y marido. Y Mitra, el legendario dios del que habló el libro sagrado de la India 3.500 años antes de Cristo, fue también hijo de una virgen y nació un 25 de diciembre. Tuvo doce discípulos, fundó una religión —el mitraísmo—, hizo muchos milagros, fue enterrado y después de tres días resucitó.
En su libro “Mentiras Fundamentales de la Iglesia Católica” (1997), afirma el escritor español Pepe Rodríguez que “los relatos sobre anunciaciones a las madres de grandes personajes aparecen en todas las culturas antiguas del mundo. Así, por ejemplo, en China, son prototípicas las leyendas acerca de la anunciación a la madre del emperador Chin-Nung o a la de Siuen-Wu-ti; a la de Sotoktais en Japón, a la de Stanta (encarnación del dios Lug) en Irlanda; a la del dios Quetzalcoatl en México; a la del dios Vishnú (encarnado en el hijo de Nabhi) en India; a la de Apolonio de Tiana (encarnación del dios Proteo) en Grecia; a la de Zoroastro o Zaratustra, reformador religioso del mazdeísmo, en Persia; a la de las madres de los faraones egipcios (así, por ejemplo, en el templo de Luxor aún puede verse al mensajero de los dioses Thot anunciando a la reina Maud su futura maternidad por la gracia del dios supremo Amón)… y la lista podría ser interminable”.
Y agrega Rodríguez: “Por regla general, desde muy antiguo, cuando el personaje anunciado era de primer orden, la madre siempre era fecundada directamente por Dios mediante algún procedimiento milagroso, conformando con toda claridad el mito de la concepción virginal…”
Los escritos de Filón de Alejandría —veinte años mayor que Jesús— muestran que la idea de la concepción virginal era muy extendida en el mundo pagano.
Tres siglos antes de que llegaran a sus tierras los conquistadores españoles con la nueva religión, la diosa Coatlicue de los aztecas quedó embarazada cuando una bola de plumas la tocó y tuvo su hijo Huitzilopochtli sin la aportación masculina, según decía su tradición mitológica.
De modo que esta leyenda es muy antigua.
En las tradiciones mesopotámicas y en la cosmogonía babilónica, muchos siglos antes de Cristo, se hablaba del legendario “primer hombre” —padre de todas las generaciones—, de su caída, del paraíso perdido, de la tentación, de la serpiente y de toda la mitología creacionista, que fue transmitida al pueblo judío durante la dominación babilónica a partir del año 586 antes de nuestra era y que después se incorporó al Antiguo Testamento.
La figura del diablo es común a las religiones antiguas. Cada una de ellas tuvo su propio diablo, como quiera que se lo haya llamado: demonio, lucifer, satán, satanás, mefistófeles. Probablemente el diablo más antiguo fue el seth que apareció en el valle del Nilo como demonio totémico de las tribus que habitaron el bajo Egipto en tiempos inmemoriales. Este fue “el patriarca de todos los príncipes de las tinieblas”, según dice Giovanni Papini. Y como todos los de su estirpe, seth fue la personificación del mal y el enemigo de los dioses y de los hombres. Se lo consideró capaz de oscurecer el Sol y de matar la luz. Fue el que agostó las cosechas y dispersó las mieses. Ahrimán fue el diablo persa atormentador y destructor de la gente y tentador de dios. Fue un diablo más feroz que el cristiano aunque menos inteligente. Pero, según la teología del zoroastrismo, su destino será desaparecer después de doce milenios a manos de Shaoshyant, uno de los hijos de Zaratustra, esperado como el salvador. El diablo hindú, llamado primero mrtyu y después mara, fue célebre por sus tentaciones incesantes a Buda. Representa el goce erótico, la embriaguez, la sensualidad, la lujuria, la voluptuosidad, la exaltación de los sentidos. Entre los antiguos griegos el diablo fue tifón, surgido de la rebelión de los titanes contra el dios Júpiter. Encarnó la iracundia, el odio y el mal. Según una de las tradiciones mitológicas fue hijo de Gea y Tártaro y, según otra, fue hijo de Hera que, irritada contra su esposo Júpiter, dios del Olimpo, lo concibió sin cópula con éste y lo parió para disputar a Zeus el dominio del universo. El diablo musulmám es iblis (o saitán), ángel convertido en demonio por negarse a obedecer la orden de Allah de prosternarse ante Adán, el primer hombre de la creación. Iblis dijo a su dios: “Yo soy mejor que él, tú me has creado con el fuego y a él le has creado con el barro”. Fue entonces expulsado del cielo por soberbio y se convirtió en demonio, según relata el Corán.
Varias religiones anteriores a Cristo hablaron del infierno como el lugar donde se castigan eternamente los pecados de los hombres.
El fratricidio es otro de los elementos comunes a varias religiones. Fue inaugurado por Seth en el antiguo Egipto y se reprodujo después en otras confesiones de la Antigüedad. En las tradiciones hebraicas, Absalón —tercer hijo de David— mató a su hermano Amnón; y en las de la antigua Grecia, los hermanos Eteocles y Polinices se mataron entre sí. En la tradición cristiana Caín mató a su hermano Abel. Y al recibir por ello la condena divina de andar errante y fugitivo, Caín se quejó: “cualquiera que me hallare me matará” (IV, 14). Y el Señor le respondió: “No será así; antes bien cualquiera que matare a Caín lo pagará con las setenas” (IV, 15). Pero, ¿a quién podía encontrar Caín en su camino si sobre la faz de la Tierra no había entonces más que Adán, Eva, Seth y Henoch, o sea sus padres y su hijo? Luego este debe entenderse como un episodio mitológico antes que histórico porque en aquel momento sólo existían cuatro personas sobre la Tierra: Adán, Eva, Caín y Abel. Muerto éste quedaron tres. Después Adán y Eva tuvieron un nuevo hijo varón, llamado Seth. Y más tarde Caín, que fue condenado por su crimen a vagar sobre la tierra, tuvo también un hijo. Dice al respecto el Génesis (IV, 17): “Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y parió a Henoch, y edificó una ciudad que llamó Henoch, del nombre de su hijo”. Pero, ¿quién pudo ser la mujer de Caín si en ese momento la única mujer que existía era su madre? ¿O fue una hermana suya?
Forman parte del credo cristiano varias ideas tomadas de las viejas religiones orientales. Entre ellas, la leyenda de la >torre de Babel. Contaba la conseja babilónica que, a pesar de la benevolencia de Bel, los hombres volvieron a incurrir en el pecado del orgullo y empezaron a construir una torre muy alta para escalar al cielo, pero como castigo a su atrevimiento los dioses la destruyeron y, para evitar que el intento se repitiese, hicieron a los hombres hablar lenguas diferentes.
La profecía es otro de los elementos comunes a todas o casi todas las religiones. Consiste en el mensaje supuestamente enviado por una deidad a los hombres a través de un intermediario —el profeta—, que en ejercicio de un don sobrenatural de inspiración divina anuncia a la comunidad los acontecimientos futuros. En las sociedades primitivas los profetas formulaban sus predicciones mediante éxtasis o trances, es decir, uniones místicas con dios, que a veces iban acompañadas de ritos, ceremonias, danzas y música.
Los profetas, sin embargo, casi siempre fueron perseguidos, humillados y terminaron en el patíbulo por obra de sus adversarios religiosos.
La profecía es un fenómeno que hunde sus raíces en el primitivo mundo de la magia y la hechicería. De allí la tomaron las religiones. Las culturas griega, babilónica, fenicia y caldea tenían oráculos venerados. Entre los griegos la leyenda mitológica de Casandra fue una manifestación del don divino de la profecía, aunque trágica porque Casandra, a causa de no haberle correspondido en su amor, fue maldecida por el dios Apolo para que nadie creyese en sus predicciones. Ella advirtió a los troyanos acerca del caballo de madera con que los griegos iban a entrar a la ciudad pero no le creyeron. Entonces cayó Troya. A raíz de este hecho Casandra fue entregada al rey Agamenón como su esclava y amante. Ella advirtió al rey que sería asesinado si volvía a Grecia, pero tampoco le creyó; y, a su llegada a Micenas, Agamenón y Casandra fueron asesinados por Clitemnestra, esposa de éste y reina de Micenas.
Más de seis siglos antes de la era cristiana, el zoroastrismo —que fue la antigua religión de los persas fundada por el profeta Zoroastro (630-550 A. C.), que todavía se profesa en algunas regiones de la India y del Cercano Oriente— afirmó que el dios Ahura Mazda hizo una serie de revelaciones a Zoroastro —conocido también por su nombre en persa antiguo: Zaratustra—, quien predicó su doctrina que se conserva en sus Gathas métricos (salmos) que forman parte de la escritura sagrada conocida como Avesta. El dogma básico de los Gathas es el culto monoteísta de Ahura Mazda —el señor de la sabiduría— y un dualismo ético que contrapone la verdad (asha) y la mentira (druj), que satura el universo entero, dentro de la vieja concepción maniqueísta de todas las religiones.
Las antiguas escrituras del <budismo contenían también varios mensajes proféticos. El advenimiento de Buda a la Tierra fue predicho mucho antes de su nacimiento. Buda (563-483 a. C.) fue el fundador del budismo pero no su dios. Su propio nombre, que significa “el iluminado”, surgió después de que recibió su “iluminación“ al pie del árbol bodhi —el árbol de la iluminación— bajo cuya sombra permaneció siete semanas, al cabo de las cuales se acercaron a verlo dos mercaderes que, después de oír maravillados sus enseñanzas, se adhirieron a su doctrina y fueron sus dos primeros discípulos. Más tarde vinieron muchos otros con quienes Buda formó su orden monástica —el sangha— para después partir por el mundo en misión apostólica de difusión de los principios de la nueva religión.
En el judaísmo y en el cristianismo los profetas fueron personas elegidas por dios para revelar sus propósitos a la humanidad. El cristianismo heredó del <judaísmo la noción profética. El judaísmo cree en un dios único, que es Jehová o Jahvé, niega la divinidad de Jesucristo y no admite otras revelaciones que las de Moisés y las de sus profetas. Sostiene que Moisés recibió de dios la torá o las tablas de la ley para que las impusiese a su pueblo. Espera la llegada de un mesías que levantará a los hombres de la postración y los liberará de sus opresores extranjeros. En el Antiguo Testamento se menciona a los cuatro grandes profetas: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y a los doce profetas menores, autores de libros breves: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miquías, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.
El >islamismo considera a Mahoma como su profeta. Fue a él a quien Alá, por intermedio del arcángel Gabriel, entregó sus revelaciones para que las transmitiera a su pueblo durante su estancia en La Meca y Medina en las primeras décadas del siglo VII. Mahoma comunicó oralmente esas revelaciones a sus seguidores —puesto que era analfabeto— y ellos las memorizaron o las escribieron en hojas de palma, fragmentos de hueso, pieles de animales u otra clase de utensilios, y fueron recopiladas después de la muerte del profeta, durante el califato de Utmán —alrededor el año 650—, en el el Corán, que es el libro sagrado del islamismo.
Entre los aztecas —antiguos habitantes de lo que hoy es México— hay la tradición de que el dios Huitzilopochtli les habló a través de un colibrí y les advirtió que encontrarán un islote con un nopal donde estará posada el águila con una serpiente en el pico, lugar donde deberán fundar su imperio. Después de muchas vicisitudes, los aztecas encontraron el águila anunciada y en ese lugar levantaron la ciudad de Tenochtitlán.
La profecía ha sido objeto de un largo e intenso debate entre los dogmáticos y los científicos. Según el punto de vista metafísico, ella es un acto divino que eleva al profeta a un estado supranormal para captar el mensaje de dios y transmitirlo a los hombres. Los eruditos, en cambio, la interpretan como un fenómeno psicológico originado en el inconsciente humano, que produce alucinaciones visuales o auditivas, espejismos y extrañas representaciones.
La esperada venida del mesías es otro de los elementos comunes a muchas religiones y sectas. La palabra mesías deriva del término hebreo mashiah, que significa “el ungido de Dios”, que es la persona real o imaginaria en quien se deposita una esperanza de liberación. En la teología cristiana el mesías es Cristo, quien vino a la Tierra para redimir a la humanidad. Esto los dicen los evangelios. El mesianismo de Cristo fue proclamado por los ángeles en el momento de su concepción (Mateo I,20-23), en su nacimiento (Lucas II, 9-14) y durante su bautismo (Marcos. I,11). Fue también reconocido por el demonio (Lucas IV, 41). Según el evangelio de san Marcos (XIV, 61-64) Jesús fue crucificado precisamente por haber admitido que era el mesías.
Los judíos, sin embargo, no reconocen a Jesucristo como el mesías y esperan la venida del suyo para que les redima del sufrimiento, la humillación de la dominación extranjera y el exilio forzado. Según la teología judaica, al final de los tiempos dios enviará al mesías, que será un vástago de la casa real de David, quien vendrá a redimir a los judíos y a devolverles la soberanía sobre sus tierras. Para acelerar la llegada del mesías es importante la observancia de los mandamientos, ya que cada acto individual tiene resonancias cósmicas.
Los manuscritos del mar Muerto, que fueron descubiertos por unos beduinos nómadas en 1947 en tinajas escondidas dentro de las grutas de un peñasco calcáreo —los llamados rollos del mar Muerto—, y que presumiblemente formaron parte de la biblioteca de un antiguo monasterio judío, hablan de la secta de los esenios que vivía en el monasterio de Khirbet, cuyos monjes esperaban también la venida del mesías.
Muy influida por las mitologías y por las religiones antiguas, la escatología católica —aunque con notables variaciones a lo largo de los siglos— ha previsto la segunda venida de Cristo —la parusía— y, con ella, la resurrección de los muertos, el juicio final, el fin del mundo, el reino de Dios y la idea del cielo, el infierno, el purgatorio y el limbo como los destinos ultraterrenos del ser humano. En estos temas existen indudables similitudes entre la doctrina cristiana y las antiguas ideas griegas del cielo y del infierno, como puede verse en los poemas homéricos y en los de Hesíodo, que demuestran que la mente helénica concibió el futuro del alma en los elíseos —los campos elíseos— que eran en la mitología griega un paraíso de paz y felicidad plenas, rodeado de hierba, árboles y suaves brisas, iluminado por una luz rosada perpetua, donde los seres escogidos podían desplegar sus actividades favoritas y eran desconocidas las penas y las enfermedades. Homero los situó en el extremo más lejano y occidental del mundo, donde eran llevados los grandes héroes, en cuerpo y alma, para ser inmortales. En la mitología griega, Hades —hijo del titán Cronos y de la titánide Rea y hermano de Zeus— era el dios de los muertos y su juez inexorable. La escatología cristiana no fue, pues, original en sus concepciones.
En la historia de Jesús —llamado Jesucristo a partir del concilio de Nicea en el año 325— confluyen influencias egipcias y muchos relatos míticos de origen oriental. Uno de esos relatos míticos era el del dios frigio Atis, importado desde Anatolia, que sostenía que éste había nacido del vientre de la virgen Nana, que más tarde fue crucificado y que resucitó al tercer día. En culto al dios Atis se levantaron dos santuarios en Roma, durante el Imperio: el uno en el monte Palatino y el otro en la colina Vaticana, dos siglos antes de la era cristiana. La leyenda del dios Atis, con pequeñas variaciones, también se tejió con referencia a los dioses de otras religiones: Buda, Krishna, Mitra o Zoroastro.
Muchas de las historias del Antiguo Testamento —especialmente las del Génesis— son precristianas y algunas de ellas han sido copiadas de las tradiciones hindúes “con una literalidad tal que ni siquiera han variado los nombres”, según afirma el investigador de la historia Santiago Camacho en uno de sus libros.
En 1975 fueron encontradas en las ruinas de la ciudad prehistórica de Ebla, al noroeste de la actual Siria —destruida mil seiscientos años antes de la era cristiana—, veinte mil tablitas de arcilla escritas en cananeo viejo, de más de cuatro mil años de antigüedad, que narran las acciones de Abraham, Esaú, Ismael, David, Saul y varios otros personajes que más tarde aparecieron en el Antiguo Testamento. En las tablitas se encontraron también los mitos de la creación y del diluvio universal muy parecidos a los de la Biblia.
Según Camacho, elementos hondamente enraizados dentro de la tradición cristiana —como el apocalipsis, la santísima trinidad y lucifer— tienen un origen precristiano, lo mismo que algunos componentes litúrgicos —como el bautismo, la transubstanciación y la eucaristía—, que se celebraron muchos siglos antes de Cristo.
Celso no cree en las profecías, ni en la revelación, ni en el nacimiento virginal de Jesús, ni en sus milagros, ni en la resurrección como pruebas de su divinidad. Tampoco cree en la revelación. Critica a los cristianos por haber supuesto que Cristo es hijo de Dios sólo “porque curó a cojos y ciegos, y, de acuerdo a lo que dicen, resucitó algunos muertos”. Duda de la veracidad de tales milagros, sin descartar que pudieran haber sido obra de las habilidades hechiceras que Cristo aprendió en Egipto. Afirma que, de la misma manera, tampoco son creíbles los muchos “milagros” que se atribuyeron en su tiempo a Asclepio, Aristeas, Abaris, Hermótimo, Cleómedes y tantos otros legendarios personajes griegos. Argumenta que era usual en aquellos tiempos hablar de la resurrección. Y que ella se atribuía a muchos personajes: Asclepio, Dionisio, Heracles y otros. Con la diferencia de que éstos resucitaron ante mucha gente mientras que de la resurrección de Cristo apenas testificaron “una mujer histérica” y “un pescador de Galilea”, lo cual, en su concepto, demuestra la fragilidad de aquellos testimonios. La impotencia de Jesús en la cruz —afirma Celso— hace dudar de que hubiera podido resucitar después de muerto. Para Celso una prueba de la resurrección hubiera sido que Jesús apareciese ante sus enemigos: ante Pilatos, ante los fariseos, ante todos. Descalifica el argumento de las profecías con que los cristianos del siglo II pretendían divinizar a Jesús y afirma que “las profecías se pueden ajustar a miles de otros con mayor verosimilitud que a Jesús”.
Otro de los objetores de fondo de la apologética cristiana fue el filósofo griego Porfirio, autor de la obra en quince libros Contra los Cristianos. La obra seguramente fue quemada por sus adversarios, pero algunos fragmentos han llegado hasta nuestro tiempo gracias a los párrafos que rescató Macarius Magnes en su Apocriticus, alrededor del año 400, y a las incompletas refutaciones que ella recibió de san Metodio, Eusebio de Cesárea y otros escritores católicos.
Historiadores sostienen que el sacerdocio cristiano, en los primeros siglos de nuestra era, se dedicó a destruir testimonios y obras escritas de religiones precristianas que de alguna manera se oponían a sus enseñanzas, para no dejar rastro de ellas. Bibliotecas enteras fueron arrasadas a lo largo del Imperio Romano, entre ellas la célebre de Alejandría, que era una de las recopilaciones del saber más importantes del mundo antiguo. Fueron los cristianos instigados por Teófilo, el patriarca monofisita de Alejandría —y no los árabes— quienes la destruyeron en el año 391.
Escribe Santiago Camacho que aquel acto de barbarie —aquel asesinato de la historia— “nos ha afectado a todos, pues se calcula que la pérdida de información científica, histórica, geográfica, filosófica y literaria que provocó supuso un retraso de casi mil años en el desarrollo de la civilización humana”.
Es curioso anotar que la >secta fundada en Pusan, Corea del Sur, por el reverendo norcoreano Sun Myung Moon en 1954, denominada Holy Spirit Association for the Unification of World Christianity, mejor conocida como secta Moon o como Iglesia de la Unificación, proclama que él y su esposa son los nuevos mesías encargados de cumplir en la Tierra aquello que no pudo hacer Cristo por haberse dejado matar antes de hora. El libro sagrado de la secta es “El Principio Divino”, escrito entre los años 1951 y 1952 por Hyo Won Eu, quien recogió las enseñanzas y revelaciones del reverendo Moon.
La teología de esta secta cristiana sostiene que dios ha trabajado 400 años para preparar el arribo del nuevo mesías y que éste ya está en la Tierra puesto que, según su profecía, debió haber nacido en Corea entre 1917 y 1930. Sobre esta base el reverendo Moon —que nació en 1920— declaró en julio de 1992 que él y su mujer son los mesías profetizados, llamados a redimir física y espiritualmente a la humanidad y a establecer el reino de dios en la Tierra.
La invocación del anticristo forma parte de la teología cristiana. Este enigmático personaje es, en el Antiguo Testamento, el oponente o antagonista de Cristo. Es el falso Cristo. El antidiós. Y, según san Juan, aparecerá antes de la segunda venida de Cristo para seducir a los cristianos y apartarlos de su fe.
Pero el término ha sido usado en forma tan amplia e imprecisa con relación a todos quienes se han opuesto gravemente a las enseñanzas de Cristo o de la Iglesia, que su contenido es muy nebuloso. Siempre que apareció en la historia un personaje político o religioso perverso se lo calificó de “anticristo”.
Aunque no se utiliza esta palabra, en el capítulo XXXVIII del libro de Ezequiel se profetiza la venida del rey guerrero Gog a la tierra de Israel, a quien dios castigará “con la peste, y con la espada, y con furiosos aguaceros y terribles piedras: fuego y azufre lloverá sobre él y sobre su ejército y sobre los muchos pueblos que van con él” (XXXVIII, 22).
Según el evangelio de san Mateo, Jesús alertó a sus discípulos —al predecir la destrucción de Jerusalén— que “muchos han de venir en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo o Mesías; y seducirán a mucha gente” (XXIV, 5). “Porque aparecerán muchos falsos cristos y falsos profetas, y harán alarde de grandes maravillas y prodigios; por manera que aun los escogidos caerán en error” (XXIV, 24).
En la primera y segunda epístolas que se atribuyen a san Juan el evangelista con la palabra antechristo se designa a quienes niegan que Jesús sea el mesías. En la primera de ellas llama anticristos a los “falsos profetas” que niegan que “Jesucristo, venido en carne” sea Dios; y, en la segunda, recomienda a sus seguidores: “no lo recibáis en casa ni lo saludéis” pues “es el seductor y el anticristo”.
En los pasajes apocalípticos de la segunda de las epístolas a los tesalonicenses, que se supone escrita por el apóstol san Pablo alrededor del año 50 d. C. en la ciudad griega de Corinto, dirigida a los conversos al cristianismo en la antigua ciudad macedonia de Tesalónica o Salónica, les habló del anticristo y de sus poderes y les advirtió que no se dejaran seducir por el “hombre del pecado, el hijo de la perdición” que vendrá y “se opondrá a Dios y se alzará contra todo lo que se dice Dios, o se adora, hasta llegar a poner su asiento en el templo de Dios, dando a entender que es Dios” (II, 4).
Han sido calificados de anticristos numerosos personajes en la historia, entre ellos los emperadores romanos Nerón, Diocleciano, Juliano y Calígula; los patriarcas y emperadores bizantinos en el curso de las controversias entre la iglesia romana y la griega; el hechicero samaritano Simón Mago —de cuyo nombre derivó la palabra simonía—; el profeta Mahoma, fundador del islamismo; Martín Lutero y sus seguidores durante la >reforma protestante, quienes al mismo tiempo consideraban anticristo al papa de Roma, por su corrupción; y muchos otros personajes antiguos y modernos.
La figura del anticristo ha inspirado numerosas obras pictóricas y literarias. El artista holandés El Bosco pintó un anticristo a comienzos del siglo XVI. El novelista y crítico literario ruso Dimitri Serguéievich Merezhkovski (1865-1941) escribió una trilogía de novelas históricas alrededor del tema del anticristo. Una de ellas, “El reino del Anticristo” (1920), escrita durante su exilio en París tras la Revolución de Octubre, fue un violento ataque al bolchevismo. Friedrich Nietzsche (1844-1900), el filósofo y poeta alemán cuyo pensamiento es uno de los más ricos y sugerentes del siglo XX, escribió “El Anticristo” en 1896. El poeta portugués Antonio Gomes Leal compuso su poema dramático O Anticristo en 1884. Aparte de sus connotaciones puramente religiosas, fue este un tema muy sugerente, a lo largo del tiempo, para escritores y pintores.