Escribió el filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) que “la moral es una cualidad matemática: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones”. Esta es, sin duda, una magnífica definición, como todas las que solía hacer el filósofo español.
Aquella exacta valoración ética de las acciones humanas es lo que falta con frecuencia en la vida pública. No sé de dónde ha surgido el criterio, por desgracia muy generalizado, de que la actividad política está exenta, o debe estarlo, de limitaciones morales. El divorcio entre la moral y la política ha causado mucho daño a las sociedades. Si hay una acción humana que, por su trascendencia social, debe estar rigurosamente sometida a la moral, esa es la política. Todas las acciones humanas deben estarlo. Pero con mayor razón la de conducir los destinos de los pueblos.
Hay una ética de las ideologías políticas y de las teorías económicas. Y, por supuesto, de las acciones que en nombre de ellas se cumplen. Esa ética está vinculada al para quién se gobierna o en favor de quién se hacen las propuestas políticas o económicas. ¿Entrañan ellas solidaridad social, llevan a la justicia, precautelan la libertad, defienden la dignidad humana? Allí reside la ética de los planteamientos ideológicos y de las propuestas económicas.
Para gobernar se requiere una credencial ética, una >legitimidad. Sólo así puede nacer en los gobernados la obligación moral de la obediencia.
Mandar es hacerse creer, tener crédito, suscitar confianza. El poder descansa sobre un sistema de creencias. La corrupción gubernativa —que lamentablemente es un signo de los tiempos— erosiona la autoridad, afecta la credibilidad de los órganos del poder y se convierte en una de las acechanzas más peligrosas contra la gobernabilidad democrática de un pueblo porque corroe los valores ético-sociales sobre los que se apoya la organización comunitaria. La sociedad, entonces, puede entrar en una suerte de <anomia, es decir, de descomposición global, de ausencia de normas éticas y jurídicas e, incluso, de referencias morales para el comportamiento de las personas, de modo que no puedan distinguir lo lícito de lo ilícito, lo bueno de lo malo, lo permitido de lo prohibido. Esta confusión total de valores, a su vez, alimenta una corrupción generalizada y contagiosa, gravemente desestabilizadora del régimen político. La inmoralidad suele expandirse en una forma de metástasis sobre el tejido social.
No es fácil hablar de la etiología de la corrupción. Puede ser un problema educativo y cultural. La precaria formación ética que ofrece el sistema educacional, el egoísmo exacerbado, el afán por el dinero fácil, la ley del menor esfuerzo, el desconocimiento de que el trabajo debe ser la única fuente del patrimonio —todo esto en el marco de una sociedad >hedonista, en la cual el dinero es la medida de todas las cosas— son seguramente algunas de las causas de la inmoralidad administrativa. Y en la medida en que esta va tornándose crónica puede convertirse en un problema de idiosincrasia muy grave.
A veces los regímenes políticos se convierten en cleptocracias. En ellos la corrupción se institucionaliza. Forma su propia cultura, con sus códigos, sus usos y sus jerarquías, con sus honores y su distinción social. Y la honestidad es vista casi como una extravagancia.
En ocasiones la corrupción alcanza también a los partidos políticos, esto es, a las posibilidades alternativas de gobierno. Lo cual acaba con toda esperanza de regeneración porque si los que están en el poder y los que aspiran a estarlo forman parte de la cultura de la corrupción, entonces las posibilidades de revertir una situación tan negativa se tornan muy escasas.
Es curioso observar que, paralelamente a la corrupción como realidad fáctica de muchos sistemas políticos, ha florecido el gran negocio político de la “denuncia” contra la corrupción real o supuesta. Esta conducta es tan corrompida como cualquier otra. Es el próspero negocio político de la “moralización” con que ciertos pillastres pretenden movilizar en su beneficio voluntades políticas. Hay que estar en guardia contra esta nueva industria que ha surgido al socaire de la corrupción.
En mayo de 1993 se fundó la entidad internacional sin fines de lucro denominada “Transparency International” (TI), con sede en Berlín, dirigida por el alemán Peter Eigen. Su propósito es combatir el abuso del poder para obtener beneficios particulares, es decir, combatir la corrupción en el ámbito político. Para este fin publica anualmente su Global Corruption Report, que contiene el índice de percepción de la corrupción en los países.
Según este informe, en el año 2015, entre 167 países estudiados, Dinamarca ocupó el primer lugar como el país más honesto en su sector público, seguido de Finlandia, Suecia, Nueva Zelandia, Holanda, Noruega, Suiza, Singapur, Canadá, Alemania, Luxemburgo, Inglaterra, Australia, Islandia, Bélgica, Austria, Estados Unidos, Irlanda, Japón, Uruguay, Catar, Chile y los demás países.
Los más corruptos fueron Somalia, Corea del Norte, Afganistán, Sudán, Sudán del Sur, Angola, Libia, Irak, Venezuela, Guinea Bissau, Haití, Yemen.
En América Latina y el Caribe los mejor situados fueron Uruguay (21), Chile (23), Costa Rica (40), Cuba (56), El Salvador (72), Panamá (72) y Trinidad y Tobago (72).
Los demás estuvieron muy bajamente situados: Venezuela (158), Haití (158), Paraguay (130), Nicaragua (130), Guatemala (123), Guyana (119), Honduras (112).
Transparencia Internacional define a la corrupción como “el abuso de la función pública para obtener rédito personal”. Obviamente ésta es una definición “política” de la corrupción o, por mejor decir, una definición de la corrupción política. Es, por tanto, una definición parcial, que deja fuera de su comprensión a toda la gama de actos inmorales e ilícitos que se producen en el ámbito de la vida y actividades privadas.
La corrupción está íntimamente ligada al atraso porque las ingentes sumas de dinero hurtadas por funcionarios deshonestos de todos los niveles administrativos son recursos que se sustraen al financiamiento del desarrollo. Por eso no es casual, sino causal, que los países de mayor honradez en el manejo de los recursos públicos pertenezcan al primer mundo y los más corruptos, al mundo subdesarrollado.
Se podrían sacar conclusiones sobre la religión, el sistema de gobierno, la ubicación geográfica y el grado de desarrollo de los países en función de su índice de corrupción.
El 29 de marzo de 1996 se suscribió en Caracas la Convención Interamericana contra la Corrupción bajo la premisa de que “la corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, así como contra el desarrollo integral de los pueblos”. Esta fue una de las demostraciones adicionales de hipocresía de ciertos mandos políticos latinoamericanos. Ninguno de los países suscriptores ha hecho esfuerzo serio alguno para combatir el latrocinio de los fondos y bienes públicos, el enriquecimiento ilícito, el soborno en los contratos con el Estado, las privatizaciones dirigidas, las licitaciones amañadas, la toma de decisiones con dedicatoria, el tráfico de influencias y el uso de información privilegiada en los negocios públicos. Algunos gobiernos ni siquiera han sido capaces de dar cumplimiento a las disposiciones del artículo XIII de la Convención que les obliga a extraditar a gobernantes o ministros fugitivos por actos de corrupción y, al contrario, les han otorgado “asilo político”, prostituyendo de esta manera la institución humanitaria.
Bajo la premisa de que “la corrupción es un impuesto a los pobres” ya que “roba a los necesitados para enriquecer a los millonarios”, proclamada por el Secretario de Justicia de Estados Unidos, John Ashcroft, representantes de 123 Estados firmaron, en el marco de la conferencia internacional reunida en la ciudad mexicana de Mérida entre el 9 y el 11 de diciembre del 2003, la primera Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, que permite un mayor escrutinio de cuentas bancarias secretas y la recuperación de miles de millones de dólares desviados hacia bolsillos particulares. El tratado prevé la extradición de funcionarios y empresarios acusados de corrupción que hubieren fugado de sus países en busca de impunidad. El propósito es evitar que ciertos gobiernos, que suelen otorgar “asilo político” a los perseguidos por la justicia de sus países de origen, se conviertan en “santuarios” de los ladrones de fondos públicos, prófugos de los tribunales. Esta convención fue el primer instrumento global jurídicamente vinculante suscrito sobre el tema. Un experto del Banco Mundial informó a la conferencia de Mérida que la corrupción generaba anualmente en el mundo en aquellos días no menos de 1.500 billones de dólares y Daniel Kaufmann, alto personero de la misma institución, afirmó que para los inversionistas en un país deshonesto la corrupción les significaba el pago adicional de un “impuesto regresivo del 20% que penaliza a los pobres”.
La convención en referencia considera que “la corrupción ya no es más un asunto local sino un fenómeno transnacional que afecta a todas las sociedades y economías, haciendo ver lo esencial que resulta la cooperación internacional para prevenirla y controlarla”.
Según un informe emitido en el 2013 por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), el 70% de las ganancias de varios negocios ilícitos a escala mundial —droga, tráfico de armas, trata de personas, piratería tecnológica, pornografía, sobornos y corrupción administrativa y otras actividades ilícitas, cuyas utilidades representaban el 1,5% del producto interno bruto (PIB) global— se lavaba en el sistema financiero mundial y en 73 paraísos fiscales.
Allí se escondían 1.500 millones de dólares anuales —producto de sobornos y corrupción alrededor del mundo— al amparo de la ambición de los bancos, muchos de los cuales pudieron mantenerse a flote durante la crisis financiera global que estalló en la primera década de este siglo gracias a esos recursos mal habidos.