Este concepto estuvo largamente asociado a los regímenes fascistas europeos de las primeras décadas del siglo XX, especialmente al que presidió Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970) en Portugal, que se llamó precisamente corporativismo.
Salazar nació el 28 de abril de 1889 en Santa Comba Dão y murió el 27 de julio de 1970 en Lisboa a causa de un ataque de apoplejía. Estudió en la Universidad de Coimbra, de la que fue más tarde su profesor de economía política. Empezó su vida pública como diputado católico en 1921. Ejerció el cargo de ministro de finanzas, primero, y después el ministerio de guerra, el de asuntos exteriores y el de colonias bajo el gobierno de la junta militar presidida por el general Antonio Óscar de Fragoso Carmona, que asumió el poder el 28 de mayo de 1926 por un golpe de Estado y dos años después fue designado Presidente en unas elecciones en las que él fue el único candidato.
La gestión de Salazar en el ministerio de finanzas fue exitosa: puso orden en las finanzas públicas, disciplinó el gasto fiscal, equilibró el presupuesto nacional y arregló la deuda externa. Lo cual le convirtió en una figura muy importante en la política portuguesa. Salazar fue en realidad el poder detrás del trono. En 1930 fundó la União Nacional, que fue una organización política basada en principios autoritarios. Pasó a ser Presidente del Consejo de Ministros en 1932 y, bajo este título formal, ejerció por 36 años el poder absoluto en Portugal. Promulgó una nueva constitución en 1933 y gobernó dictatorialmente con ella hasta 1968, con el apoyo de los terratenientes, los banqueros y los industriales portugueses y con la eliminación de los sindicatos y la supresión de todos los derechos de los trabajadores.
La nueva Constitución creó el Estado Novo, de tipo corporativo con economía planificada —copiado del modelo fascista italiano—, donde no había posibilidad de realizar actos de oposición política. Hombre de profundas convicciones religiosas y católico practicante, suscribió en 1940 un Concordato con el Vaticano para devolver a la Iglesia las propiedades confiscadas por el anterior gobierno. Ejerció un fuerte poder militar sobre las colonias portuguesas en África para reprimir los movimientos de liberación, lo que generó duros conflictos armados en Angola, Mozambique y Guinea.
Cuando estalló la Guerra Civil Española en 1936, Salazar apoyó a las fuerzas nacionalistas del general Francisco Franco —incluso reconoció a su gobierno en 1937, o sea casi dos años antes de que terminara el conflicto— y al finalizar la cruenta contienda en 1939 firmó un tratado de amistad con el gobierno franquista, al cual se le añadió el 29 de julio de 1940 un protocolo de neutralidad de ambos Estados en la Segunda Guerra Mundial. No obstante lo cual, cuando las fuerzas del eje se debilitaron, Salazar permitió a los aliados utilizar las islas Azores como bases aéreas y navales a fines de 1943.
Después del >golpe de Estado de 1926, detrás de la figura militar de Carmona, era el primer ministro Salazar quien detentaba en realidad el poder. Su régimen, hay que reconocerlo, no tuvo la dureza extrema de los fascismos italiano, alemán y español. Esto se explica, de un lado, por la propia idiosincrasia del pueblo portugués y, de otro, porque allí no hubo una fuerza política militante que tomó el poder sino que fue el ejército el que lo hizo "para establecer las condiciones necesarias para la existencia de un gobierno antipartidista y nacional", como lo explicó Salazar, lo cual no impidió que posteriormente se formara, como partido único, la Unión Nacional.
Para eludir el reconocimiento de los derechos políticos de los ciudadanos y su representación en el gobierno, los fascistas se inventaron el método de la representación corporativa, que entrañaba una teoría del Estado diferente de la democrática. Para el >fascismo el Estado no se compone de personas sino de corporaciones. La representación política de los ciudadanos fue suplantada por la de los grupos de interés. Estos, y no los individuos, fueron los titulares del derecho de participar en la vida política del Estado.
De ese modo le fue más fácil al gobierno controlar a la sociedad.
En la Carta del Trabajo expedida por Mussolini en 1927 se estableció que “las corporaciones constituyen la organización unitaria de las fuerzas de producción y representan integralmente sus intereses”, en vista de lo cual, “siendo los intereses de la producción intereses nacionales, las corporaciones están reconocidas por la ley como órganos del Estado”.
Por su parte, la Constitución lusitana de aquel tiempo manifestaba que “el Estado portugués es una república unitaria y corporativa” y que “todas las actividades de la nación estarán orgánicamente representadas en los organismos corporativos y a ellos corresponde tomar parte en la elección de los concejos municipales y las juntas provinciales, así como la constitución de la Cámara Corporativa”.
De acuerdo con esto, según palabras de Antonio de Oliveira Salazar, “por medio de la organización corporativa, la vida económica adquiere la categoría de elemento de la organización política.”
La ficción sobre la que se levantó el sistema fue que la sociedad política no se divide en personas sino en grupos organizados de personas: en corporaciones, que cumplen funciones diferentes en el proceso de la producción con arreglo a la división social del trabajo. Luego son las corporaciones las que deben tener voz y no las personas. Pero para que una corporación pudiera tener existencia legal necesitaba el reconocimiento previo del Estado. Ninguna corporación podía operar sin el reconocimiento oficial. A través de este sistema el gobierno mantenía un control absoluto sobre todos los movimientos de la población.
A este régimen los fascistas solían llamar “democracia orgánica” o “democracia vertical”.
Para la teoría corporativa la sociedad no es una agregación de individuos sino la yuxtaposición de corporaciones y los derechos políticos corresponden a las corporaciones, controladas por el poder, y no a las personas individualmente consideradas.
Nadie duda de que en un Estado existen grupos de interés, pero el ejercicio de la soberanía no corresponde a ellos sino a la sociedad en su conjunto, y ella está compuesta por personas humanas, cuya suma de decisiones hace la decisión general. El Estado no es solamente una conjunción de intereses corporativos sino de personas, con sus anhelos, sus vivencias, sus sensibilidades y sus peculiares concepciones del mundo. La realidad humana no puede reducirse a los intereses corporativos. Los derechos políticos deben pertenecer a los individuos, que son unidades irreducibles de opinión y de voluntad, y no a las corporaciones que no piensan ni quieren sino por las personas que las integran y dirigen. Las corporaciones son muy útiles en muchos campos, son indispensables para la marcha económica de la sociedad, pero no pueden suplantar a los ciudadanos como titulares del derecho a pensar, a sentir y a participar en la toma de decisiones dentro de la vida del Estado.
La era corporativista impuesta por Salazar concluyó el 25 de abril de 1974 con un incruento golpe de Estado militar impulsado por los mandos jóvenes de las fuerzas armadas, descontentos con el inmovilismo político y económico de medio siglo, que derrocó a Caetano y entregó el poder a una junta militar de siete miembros, dirigida por el general Antonio de Spínola, quien prometió retornar al país al cauce constitucional y otorgar la independencia a los “territorios de ultramar” cuya situación se había vuelto insostenible.
Portugal fue, hasta ese momento, un gran imperio colonial, cuyos “territorios de ultramar” representaban 25 veces el tamaño de la metrópoli. Ambas ofertas fueron cumplidas: se convocó a una asamblea constituyente en 1975 para reanudar la vida jurídica del Estado y durante 1974 y 1975 alcanzaron la plenitud del gobierno propio Guinea-Bissau, Mozambique, las islas de Cabo Verde, Angola y Santo Tomé y Príncipe; y en 1975 y 1976 el ejército de Indonesia ocupó Timor Oriental, que hasta ese momento había sido colonia portuguesa, e interfirió en su proceso de emancipación. El golpe de Estado militar recibió el nombre de la “revolución de los claveles” porque durante la movilización de las tropas por Lisboa para ocupar sus puntos estratégicos a fin de lograr la rendición del presidente Caetano, la gente entregaba claveles a los soldados, que éstos los colocaban en los cañones de sus fusiles. El clavel se convirtió entonces en el símbolo de este movimiento, que fue apoyado por la inmensa mayoría de los portugueses. El movimiento desembocó en la asamblea constituyente que en 1976 aprobó una Constitución de corte socialista.
Como parte del proceso de constitucionalización se convocaron elecciones parlamentarias en 1976, que fueron ganadas por Mario Soares y el Partido Socialista. Mario Soares, el gran caballero de la política portuguesa, es el padre del Portugal moderno. Nació en Lisbora en 1924. Estudió Derecho en la Universidad de Lisboa y en la Facultad de Derecho de la Sorbona de París. Durante las décadas de los años 50 y 60 asumió todos los riesgos de encabezar la oposición democrática a los gobiernos autoritarios de António de Oliveira Salazar y de Marcelo Caetano que estuvieron 36 años en el poder. Fue encarcelado en doce ocasiones y tuvo que ir al exilio desde 1970 hasta 1974. Fundó en 1973 el Partido Socialista Portugués (PSP), del que fue su primer Secretario General. Tras la revolución de los claveles regresó a su país. Fue nombrado ministro de asuntos exteriores en 1974 y ministro sin cartera en 1975. Con el triunfo del PSP en las elecciones de 1976 se convirtió en primer ministro y en el mismo año fue elegido vicepresidente de la >Internacional Socialista.
En 1983 el PSP volvió a ganar las elecciones y Soares fue de nuevo primer ministro. En una de sus más visionarias decisiones preparó el ingreso de Portugal a la Comunidad Europea —la Unión Europea actual— que ha dado a su país un extraordinario desarrollo. En 1986 fue elegido Presidente de la República y reelegido en 1991 para un nuevo período de cinco años.
En las elecciones legislativas de octubre de 1995 triunfó el Partido Socialista, aunque no con la mayoría absoluta. Antonio Guterres, de los registros socialistas, fue nombrado primer ministro y este nombramiento suscitó una situación insólita: el presidente y el primer ministro pertenecían al Partido Socialista. Soares fue sustituido por Jorge Sampaio, también socialista, tras las elecciones de 1996 y el socialismo volvió a triunfar en las de octubre de 1999, lo que permitió a Guterres renovar su mandato como primer ministro.
También en España, durante la dilatada etapa franquista —que fue de 1939 a 1975— se estableció un corporativismo, apoyado en las tres unidades naturales de que habló José Antonio Primo de Rivera, fundador y jefe de la Falange Española: la familia, el municipio y el sindicato. El individuo sólo tenía valor en cuanto miembro de una o más de esas organizaciones, que estaban absolutamente regimentadas y sometidas al gobierno. Los llamados sindicatos verticales fueron una de las tantas farsas del falangismo. En ellos se agrupaban, a escala nacional, los empresarios y los obreros de una misma rama de la producción; pero no fueron realmente sindicados sino corporaciones de control político, al más puro estilo fascista.
El “Fuero del Trabajo”, expedido por el generalísimo Francisco Franco el 9 de marzo de 1938 —y que fue una de las leyes fundamentales del Reino— proclamó que “la organización nacional sindicalista se inspirará en los principios de Unidad y Jerarquía” y que “todos los factores de la economía serán encuadrados, por ramas de la producción o servicios, en sindicatos verticales. Las profesiones liberales y técnicas se organizarán de modo similar”.
“El sindicato vertical —dispuso el Art. XIII del Fuero— es una corporación de derecho público” que está “ordenada jerárquicamente bajo la dirección del Estado” y agregó que “el sindicato vertical es instrumento al servicio del Estado”.
De modo que la familia, el municipio y el sindicato fueron los principales actores políticos a lo largo de los 36 años del régimen franquista, junto con el “Movimiento”, los militares que auspiciaron el alzamiento y la Iglesia Católica, que se adhirió a él desde el comienzo mediante la pastoral colectiva de los obispos españoles publicada en julio de 1937.