Como hemos visto, la palabra contrabando, en sus orígenes medievales, designaba la burla de la prohibición papal de vender armas a los infieles.
La palabra después se extendió al comercio o producción de cualquier cosa prohibida por las leyes o a la introducción de una mercadería en el territorio de un país sin pasar por la aduana o sin pagar los impuestos arancelarios.
De allí partió el Derecho Internacional clásico para formar el concepto de contrabando de guerra, con el que designó la transportación y comercio clandestinos de armas, equipos, pertrechos y municiones entre un Estado neutral y uno beligerante.
Desde los tiempos del jurista holandés Hugo Grocio (1583-1645), considerado como el padre del Derecho Internacional clásico, se consideraba que los países en guerra tenían el derecho de impedir, a través del bloqueo de los mares y de los puertos, el suministro de armas y municiones a sus enemigos desde el exterior. Parte de la operación bélica era aislar al otro Estado. Para lograrlo solían interceptar tanto los barcos mercantes enemigos como los neutrales que llevaban rumbo hacia los puertos bloqueados y confiscaban su carga.
Grocio consideraba que uno de los deberes de la neutralidad era abstenerse de abastecer militarmente a los países en guerra. La neutralidad era imparcialidad. Si un Estado neutral inobservaba esta norma “se ponía de parte del enemigo” y faltaba a las obligaciones del estatuto de la >neutralidad.
El planteamiento de Grocio abrió una gran controversia internacional que culminó con la Declaración de Londres, suscrita el 26 de febrero de 1909, al clausurarse la Conferencia Naval. En ella se trataron los puntos más importantes de la relación entre los Estados beligerantes y los neutrales. Sin embargo, los intereses creados de los grandes países impidieron que la Declaración fuera ratificada y sus temas, asistidos de simple fuerza moral, quedaron librados a la incierta conducta de los Estados.
El gran tema de la discusión era determinar qué bienes tenían utilidad militar, para justificar que el país beligerante los capturara, y qué bienes eran inocuos y podían pasar. El problema era que en último término todos los bienes tenían relación directa o indirecta con la guerra, entendida como operación global. El préstamo de recursos financieros, el abastecimiento de alimentos, la provisión de combustible, la asistencia en la industria o en la agricultura de alguna manera fortalecían el poder bélico de un país o le ayudaban a prolongar su resistencia. ¿Había, por tanto, que impedir su comercio? Esta era la cuestión. En la Declaración de Londres se elaboró una lista de artículos que, susceptibles de ser usados exclusivamente para la guerra, constituían contrabando absoluto; otra de los bienes que podían usarse lo mismo en la guerra que en la paz, cuyo comercio constituía contrabando relativo ocondicional; y otra de bienes de libre comercialización porque “no podían ser usados en la guerra”.