Esta palabra ha tenido varias significaciones a lo largo de los tiempos. En la antigua república romana cónsul era uno de los dos magistrados que ejercían la suprema autoridad por un año; en las ciudades y feudos medievales europeos se designaba con este nombre a los principales magistrados —que también se llamaban jueces o escabinos— y que, después de pasar de las funciones judiciales a las administrativas, formaron en esa época un colegio de consejeros del gobierno. Después de un golpe incruento el 9 de noviembre de 1799, Napoleón asumió todos los poderes de Francia con el título de primer cónsul.
En el Derecho Internacional la institución consular tiene siglos de existencia. Su historia es más larga que la de las misiones diplomáticas permanentes. Nació para responder a las necesidades del comercio entre los pueblos. En el siglo XII algunas ciudades europeas tenían colonias comerciales en Constantinopla y nombraron unos magistrados para que se encargaran de los asuntos mercantiles, civiles e incluso penales de sus ciudadanos. A estos magistrados se les denominó cónsules. En el ejercicio de sus funciones, ellos se ocuparon de la navegación marítima, de la importación y exportación de productos y de otros elementos del intercambio internacional. Sus funciones se ampliaron progresivamente con el desarrollo de la industria y el comercio hasta que, después de su eclipse en el siglo XVIII por la superposición de las misiones diplomáticas permanentes, han vuelto a ser una pieza clave de las relaciones internacionales de comercio en el mundo contemporáneo. Esto hizo exclamar al escritor francés François-René de Chateaubriand (1768-1848) las conocidas palabras de que “el tiempo de los embajadores ha pasado, el de los cónsules ha vuelto”.
La primera codificación de lo que con el tiempo se convirtió en el Derecho consular fue la Convención de La Habana sobre Agentes Consulares, suscrita en 1928 por trece Estados de América del Sur y América Central. Ella tuvo, sin embargo, sólo un alcance regional. La codificación mundial vino más tarde por iniciativa de las Naciones Unidas. Después de que su Comisión de Derecho Internacional decidió en 1949 incluir el tema entre los asuntos cuya codificación era necesaria y de haber elaborado y discutido varios proyectos, se reunió en Viena del 4 de marzo al 22 de abril de 1963 una conferencia de plenipotenciarios que adoptó la Convención sobre relaciones consulares.
Esta Convención regula lo relativo al comienzo y término de las relaciones consulares, a las funciones de los cónsules, a los privilegios e inmunidades de ellos, a la operación de los consulados y a la organización de sus funcionarios.
Los cónsules no tienen carácter representativo. La apertura de relaciones consulares no implica, por lo mismo, el reconocimiento a un gobierno ni su clausura significa su desconocimiento. La ruptura de relaciones diplomáticas no entraña ipso facto la de relaciones consulares.
Sin perjuicio de lo que los Estados acuerden entre sí sobre las funciones de sus cónsules, la Convención de Viena les reconoce facultades y deberes de asistencia a sus compatriotas, otorgamiento de visas y pasaportes, funciones notariales y de registro civil, deberes de cooperación judicial internacional, desempeño de ciertas actividades diplomáticas en caso de ausencia de los titulares, funciones de control del comercio exterior e inspección de buques y aviones que lleven matrícula de su país.
Los titulares de esta función se clasifican en cónsules de carrera, que forman parte del personal del servicio exterior de su país, y cónsules honorarios, que por lo general son hombres de empresa o comerciantes del propio Estado receptor. Esta es una distinción muy antigua. El viejo Derecho Internacional llamaba a los primeros cónsules missi y a los segundos cónsules electi.
La Convención de Viena (1963) estableció un orden jerárquico entre los funcionarios consulares. Para decirlo mejor, señaló cuatro categorías entre ellos: cónsules generales, cónsules, vicecónsules y agentes consulares.
El nombramiento de los cónsules, al igual que el de los embajadores y agentes diplomáticos, es el resultado de un acuerdo de voluntades de los dos gobiernos. “El establecimiento de relaciones consulares entre Estados se efectuará por consentimiento mutuo”, dice el párrafo 1 del artículo 2 de la Convención. A la consulta que sobre el nombramiento de una determinada persona hace el Estado acreditante responde el Estado receptor por medio del exequátur, palabra latina incorporada por intermedio del francés al Derecho Internacional en 1836, que designa la autorización otorgada por un gobierno para que un cónsul extranjero ejerza sus funciones en el país. Después de otorgado el exequátur el Estado acreditante puede nombrar a su representante consular y expedir las “letras patentes”, que son las credenciales de éste, para remitirlas al ministerio de asuntos exteriores del Estado receptor a fin de dar inicio a sus funciones. De este modo, la designación del agente consular es el producto del mutuo consentimiento entre los dos Estados. Sin embargo, el Estado receptor tiene la facultad de rehusar el exequátur, sin la obligación de expresar los motivos, o declarar al cónsul persona non grata, sin que tampoco tenga el deber de indicar sus razones.