No me refiero al enfoque epistemológico del concepto ni al proceso cognoscitivo que desarrolla el ser humano para tratar de aprehender la realidad. La significación de esta palabra no tiene aquí algo que ver con la teoría del conocimiento ni con la gnoseología. Es otra cosa. Es el conjunto de saberes científicos y tecnológicos que constituyen el elemento central del desarrollo económico y del progreso social de nuestros días. El ha devenido, en la sociedad postindustrial, en el “insumo” principal de los ordenadores y en el componente fundamental del desarrollo.
El conocimiento es históricamente acumulativo. No siempre nos damos cuenta de que lo que sabemos es el fruto de un larguísimo proceso de estudio, investigación y experimentación que se pierde en las épocas más remotas de la historia humana. A lo largo del tiempo se han sumado los conocimientos. Unas generaciones han fundado su experiencia sobre los datos e informaciones que recibieron de las precedentes. El cálculo aritmético fue el fruto de milenios de desarrollo cultural acumulado. La sola capacidad de leer es fruto de 6.000 años de capacitación. En el mundo antiguo el saber leer era un logro extraordinario. Muy pocos tenían este privilegio. Cristo, por ejemplo, no lo tuvo. San Agustín, ya en el siglo V, se refería con inusitada admiración a san Ambrosio, el obispo de Milán, porque era tan inteligente y tan culto que podía leer sin mover los labios.
Los que manejan los conocimientos actuales no siempre están conscientes de que éstos son el resultado de milenios de desarrollo cultural acumulado que ha recogido nociones y técnicas procedentes de los antiguos chinos, hindúes, árabes, persas, fenicios, egipcios, griegos, romanos y muchísimos otros pueblos de Oriente y de Occidente que abrieron el camino del conocimiento.
Con mucha agudeza, David F. Linowes, citado por Carl Dahlman en el documento “La Tercera Revolución Industrial: rumbos e implicaciones para los países en desarrollo”, presentado en el foro sobre el nuevo orden internacional celebrado en Río de Janeiro en abril de 1994, ha hecho notar que el conocimiento humano se duplicó desde los tiempos de Cristo hasta mediados del siglo XVIII, que se volvió a duplicar en los siguientes 150 años y que su desarrollo actual es tan vertiginoso —tan exponencialmente vertiginoso— que se duplica cada 4 o 5 años. Linowes sostiene que en los últimos treinta años se ha producido más información nueva que en los cinco mil años anteriores.
Jamás la humanidad ha producido tanto conocimiento y ha podido guardar tanta información como en la actual era digital. Una de las claves del desarrollo humano a través de los tiempos ha sido el almacenamiento de la información, desde los papiros —que eran las láminas extraídas del tallo de la planta del mismo nombre originaria del Oriente (de la familia de las Ciperáceas), en las que los antiguos solían fijar sus manuscritos— hasta el actual almacenamiento digital de la era informática, pasando por el libro y la biblioteca de épocas anteriores.
A partir del criterio de que la civilización es la aplicación práctica de nociones culturales, el profesor y periodista norteamericano Alvin Toffler, que se ha convertido en nuestros días en una especie de “profeta” de los tiempos modernos, ha dividido a la civilización en tres grandes etapas, que él denomina “olas”.
La civilización de la primera ola fue la que se fundó en la tierra como el instrumento de producción y la fuente de riqueza principales. La de aquella época era una riqueza elemental, sólida, tangible, material. Dice Toffler que se la podía “sentir entre los dedos de los pies y dejarla correr entre las manos”. Todo giraba en torno de la tierra.
Pero cuando las “chimeneas de las fábricas empezaron a poblar los cielos” y las máquinas pasaron a ser la forma más importante del capital, advino la civilización de la segunda ola. O sea la civilización industrial. Eran los tiempos de los codiciados “activos tangibles” de las empresas fabriles. Pero al mismo tiempo, y contrariamente a lo que ocurría con los agricultores, los inversionistas de la industria no están en contacto con su riqueza, que son las máquinas, sino que tienen en sus manos simples papeles, meros símbolos, que en forma de “acciones” y “obligaciones” representan sus ingentes patrimonios. El propietario está tan apartado de la fuente material de su riqueza como los obreros de sus beneficios. Terceras manos la administran y él se limita a recibir los dividendos. Así es la sociedad industrial.
Pero hoy la riqueza está en proceso de cambiar de naturaleza. Ya no es la tierra, no son tampoco las máquinas la esencia de la nueva riqueza. Ella está en las ideas que bullen en el cerebro de las personas y en las operaciones de los ordenadores. A medida en que los sectores de los servicios y de la información crecen y el mundo se informatiza, la riqueza cambia de sustancia. Dice Toffler que ya no es, como en el pasado agrícola o en la primera revolución industrial, una riqueza “finita”, en el sentido de que los bienes en que ella consiste no podían ser usados más que por una persona a la vez, sino que el mismo conocimiento puede ser utilizado y aplicado simultáneamente por muchos usuarios. El conocimiento es, por tanto, un bien inagotable que a la vez tiene la facultad de producir nuevos conocimientos. Y además es un bien intangible, compuesto de símbolos que representan otros símbolos, todos ellos almacenados en el cerebro humano y en la memoria de los ordenadores.
La nueva riqueza nace principalmente de la comunicación, combinación y distribución instantáneas de datos, números, informaciones, ideas, imágenes y símbolos a través de medios electrónicos. Se juntan en esta operación los dos elementos básicos de la <cibernética, que son el hardware y el software, y además el soporte humano, al que algunos llaman el humanware. Es la imbricación de la inteligencia del hombre, la información y los ordenadores. Esto, por supuesto, ha modificado muchos conceptos, entre ellos la noción del valor. El valor-tierra de la sociedad agrícola antigua, medieval y fisiocrática cedió paso al valor-máquina de la sociedad industrial y éste al valor-conocimiento de la sociedad de la era electrónica. Este valor, que da a su poseedor una posición de avanzada en la organización social contemporánea, incluye a su vez varios valores: el del saber, de la información, de la creatividad, de la imaginación, de la previsión, de las decisiones acertadas, de la inteligencia, de la experiencia, de la sensibilidad. Y se manifiesta en la prestación de servicios sumamente sofisticados, que requieren talentos individuales, predisposiciones naturales y una larga y meticulosa preparación hasta llegar a la excelencia.
Los bienes tangibles de la sociedad industrial se producen en gigantescas instalaciones mecanizadas, en donde están empotradas las pesadas maquinarias que los fabrican, resultado de la larga revolución industrial que se inició en Inglaterra con la invención de la máquina de vapor por James Watt, patentada en 1776. En la producción del valor-conocimiento las instalaciones y el equipo material son mucho más pequeños. En realidad, caben en oficinas y laboratorios no muy grandes. Ellos son el resultado de la revolución del conocimiento que se ha operado en las últimas décadas. Y el costo de muchos de ellos está al alcance de las personas.
Aunque algunos todavía se resistan a aceptarlo, los que toman decisiones importantes en la política, las empresas, los medios de comunicación y los sectores de vanguardia de la sociedad contemporánea saben que el conocimiento será la clave del desarrollo económico del siglo XXI. Será su recurso principal. Todo parece indicar que la revolución del conocimiento que está en marcha, como toda revolución, encumbrará a una nueva clase social formada por quienes sean capaces de controlar el saber científico y tecnológico de la era electrónica. Creo que estamos en vísperas de un nuevo tipo de sociedad, que será dominada por la pequeña burguesía bien preparada en el mundo de la <cibernética y de sus sofisticados servicios.
En este siglo quedará atrás el dominio de los capitalistas puros, aunque ellos seguirán siendo los dueños de los activos industriales. El conocimiento tecnológico se impondrá sobre los títulos de acciones. Serán los hombres bien preparados en el sofisticado mundo de los servicios del futuro los que asuman la supremacía social.