Proveniente del latín concilium, en sentido general concilio significa junta o congreso para tratar algún asunto y, en sentido restringido, la asamblea de los obispos y otros eclesiásticos de la Iglesia Católica para deliberar sobre temas dogmáticos, pastorales o disciplinarios. El concilio puede ser ecuménico si, convocado por el papa, reúne obispos de todo el mundo para tratar asuntos de la iglesia universal, o diocesano si junta a un grupo más o menos numeroso de sacerdotes que, presididos por su obispo, tratan los temas de la diócesis. Este último puede ser provincial si convoca a los obispos de una provincia eclesiástica o plenario si a los de varias provincias eclesiásticas.
De la palabra concilio se deriva el término <conciliábulo con el que se designa despectivamente a un concilio convocado por autoridad ilegítima.
Aunque el Derecho Canónico no es muy preciso al respecto, se puede concluir que los concilios tienen entera potestad sobre toda la iglesia mas no independientemente del papa, puesto que éste conserva la facultad de convocarlo y debe aprobar y promulgar sus constituciones, decretos y declaraciones para que tengan vigencia.
Como dice el pensador italiano César Cantú (1805-1895), en su monumental “Historia Universal”, la “historia de los concilios es la historia de la Iglesia” porque a aquellas asambleas se llevaron todas las cuestiones, las dudas, las reclamaciones que se suscitaron en torno a los dogmas, los cánones y los ritos de la religión católica o los conflictos de los miembros de la Iglesia, que han sido largos y recurrentes desde los primeros que se produjeron al nombrar un sucesor a Judas o al elegir los siete primeros diáconos, hasta las discrepancias teológicas en torno a la potestad del pontífice romano y a su infalibilidad, zanjadas en el concilio Vaticano I reunido entre los años 1869 y 1870.
A través de la historia eclesiástica se han celebrado 21 concilios ecuménicos o tenidos como tales, porque no fueron realmente universales. La palabra ecuménico proviene del griego oikumenikós y ésta de oikumène que significa “la tierra habitada”. De modo que en aquel tiempo la palabra ecuménico tenía una connotación diferente de la actual y mucho más restringida, que se refería solamente al mundo grecolatino conocido en la Antigüedad. Esos concilios fueron: el de Nicea (año 325) convocado por el papa san Silvestre I para condenar la herejía de Arrio que negaba la divinidad de Jesucristo; el primero de Constantinopla (año 381), en tiempos del papa san Dámaso, para reprobar las herejías de los macedonianos, eunomianos o anomeos; el de Éfeso (año 431), convocado por el papa san Celestino I, para censurar la herejía cristológica y mariológica de Nestorio y proclamar la maternidad divina de María; el de Calcedonia (año 451), bajo la autoridad del papa san León I, para deliberar sobre las herejías de quienes negaban la naturaleza humana de Cristo; el segundo Concilio de Constantinopla (año 553), convocado por el papa Vigilio para condenar la herejía de “los tres capítulos” y confirmar la doctrina sobre la trinidad, la divinidad de Cristo y la maternidad divina de María; el Concilio Tercero de Constantinopla (año 680), bajo la autoridad del papa san Agatón, para anatemizar la herejía de los monotelitas que, reconociendo en Cristo sus dos naturalezas: la divina y la humana, sólo admitían en él una voluntad: la voluntad divina; el Concilio Segundo de Nicea (año 787), reunido por Adriano I para afrontar la cuestión de los iconoclastas y definir la legitimidad del culto a las imágenes sagradas; el Concilio Cuarto de Constantinopla (año 869) que se propuso condenar al patriarca Focio, promotor del cisma de Oriente; el Concilio Primero de Letrán (año 1123), convocado por Calixto II para tratar el asunto de las investiduras, la simonía, el celibato y el incesto; el Concilio Segundo de Letrán (año 1139), promovido por Inocencio II con la agenda de los falsos pontífices, la simonía, la usura, las falsas penitencias y los falsos sacramentos; el Concilio Tercero de Letrán (año 1179), bajo el pontificado de Alejandro III, que nuevamente condenó la simonía, es decir, el tráfico con los bienes espirituales —como los sacramentos e indulgencias— o con las cosas eclesiásticas —prebendas, canonjías y sinecuras—; el Concilio Cuarto de Letrán (año 1215) convocado por Inocencio III para condenar las herejías de los albigenses, del abad Joaquín de Fiori, de los valdenses y otras; el Concilio Primero de Lyon (año 1245) que no abordó cuestiones dogmáticas sino asuntos morales y disciplinarios de la Iglesia; el Concilio Segundo de Lyon (año 1274), convocado por Gregorio X, que se propuso unificar la Iglesia griega distanciada de Roma a partir del cisma oriental; el Concilio de Viena (año 1311), reunido por orden de Clemente V para condenar los errores de los begardos, muy extendidos en Francia, Italia y Holanda, que defendían la impecabilidad del alma humana cuando llega a la visión directa de dios, y que terminó por abolir la orden de caballería de los >templarios formada con el fin de custodiar los caminos de quienes iban a visitar los lugares sagrados en Jerusalén; el Concilio de Constanza (año 1417) convocado por Martín V para censurar los errores de Wicleff, Juan Hus y otros teólogos y analizar el Cisma de Occidente; el Concilio de Florencia (año 1431) que resolvió la unión de los armenios (cristianos de Oriente, originarios de Armenia) y jacobitas (partidarios de la restauración en el trono de Inglaterra de Jacobo II y sus descendientes) con la Iglesia de Roma; el Concilio Quinto de Letrán (año 1512) reunido bajo el pontificado de León X, que afrontó la reforma de la Iglesia; el Concilio de Trento (año 1545) convocado por Pablo III para tratar el problema de la escisión del cristianismo a causa de la >reforma protestante y del cual surgieron numerosas resoluciones de orden doctrinal, moral y disciplinario; el Concilio Vaticano I (año 1869) reunido bajo el mandato convocatorio de Pío IX para discutir temas de la fe, la potestad del pontífice romano y su infalibilidad cuando habla “ex cathedra”, o sea cuando lo hace con la intención de obligar a todos los católicos en materia de fe; y el último de los concilios ecuménicos, el Concilio Vaticano II (años 1962-1965), reunido en la Basílica Vaticana por convocación de Juan XXIII con dos objetivos muy amplios: la adaptación de la Iglesia y de su apostolado a un mundo en plena transformación —el aggiornamento— y la promoción de la unidad cristiana.
Juan XXIII —uno de los pocos papas con espíritu de humildad e igualdad, que quiso ser más pastor que sumo pontífice—, en su afán de explicar la presencia de la Iglesia y su manera de concebir un mundo en permanente cambio, llamó a este concilio que, a diferencia de los anteriores, no fue para censurar los errores en materia de dogma ni para fulminar las herejías con el célebre “anathema sit”, sino para esbozar desde un punto de vista eminentemente pastoral una faz nueva y renovada de la Iglesia. Por eso sus resoluciones estuvieron dirigidas “no sólo a los hijos de ella y a quienes invocan el nombre de Cristo, sino, sin vacilación, a la humanidad entera”, o sea “a todos los hombres de nuestro tiempo, a los que creen en Dios y a los que no creen en Él de manera explícita”.
Pero Juan XXIII murió el 3 de junio de 1963, a poco de instalado el concilio, y fue su sucesor, el papa Pablo VI, quien continuó con las deliberaciones hasta la clausura el 8 de diciembre de 1965, en acto solemne celebrado en la Plaza de San Pedro en Roma.
El Concilio Vaticano II ha sido el último de los concilios en términos cronológicos pero el primero de naturaleza puramente pastoral y el primero verdaderamente ecuménico puesto que, en los 2.540 obispos y superiores de órdenes que asistieron al acto inaugural, estuvieron representados todos los continentes y etnias, además de observadores de las otras confesiones cristianas (ortodoxos, anglicanos, protestantes) y siete mujeres. El 37% de los participantes fue europeo, el 33% de las américas y el 30% de África, Ásia, Australia y Oceanía. No se ocupó el Concilio en lanzar anatemas ni en condenar herejías, como ocurrió por 1.800 años con todos los concilios, sino en asumir posiciones ante los nuevos fenómenos de la sociedad. Los sectores retardatarios de la curia romana fueron vencidos. La mayoría de los miembros conciliares rechazó la propuesta del cardenal Ottaviani “sobre las fuentes de la revelación”. Venciendo la contraposición inocultable, y a veces tirante, entre las dos grandes tendencias que se manifestaron en su seno —la de los obispos conservadores, preocupados de la salvaguardia de la fe, y la de los progresistas comprometidos con la adaptación de la Iglesia al mundo y con el diálogo ecuménico—, el Concilio aprobó por consenso, y no sin dificultades, los siguientes documentos:
Cuatro constituciones, que son instrumentos doctrinales de la Iglesia sobre determinado tema: la Lumen Gentium, la Dei Verbum, la Sacrosanctum Concilium y la Gaudium et Spes.
Nueve decretos, que son escritos de menor rango y profundidad referidos especialmente al comportamiento de la Iglesia, titulados: Christus Dominus, Presbiterorum Ordinis, Optatam Totius, Perfectae Caritatis, Apostolicam Actuositatem, Orientalium Ecclesiarium, Ad Gentes, Unitates Redintegratio e Inter mirifica.
Y tres declaraciones que implican la toma de posición de la Iglesia frente a problemas específicos: Dignitates Humanae, Gravissimum Educationis y Nostra Aetaédito en la historia de la Iglesia Católicate.
A raíz del concilio se inició en el episcopado latinoamericano un proceso en cierta forma inédito en la historia de la Iglesia Católica, caracterizado por una mayor libertad de interpretación de los textos conciliares y por un cierto margen de discusión sobre ellos. El propio Concilio se encargó de recordar que “la misión de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiada únicamente al magisterio vivo de la Iglesia”. O sea al papa y a los obispos. Se abrió así un espacio de reflexión doctrinal entre los miembros del clero que generó, como es lógico, hondas discrepancias en sus filas en relación con ciertos temas, especialmente con el de la asistencia a los pobres. Algunos sectores progresistas del clero latinoamericano interpretaron latamente la constitución Gaudium et Spes, según la cual “jamás el género humano ha gozado de tantas riquezas, de tantas posibilidades, de un poder económico semejante, y sin embargo una parte importante de los habitantes del globo se ven todavía atormentados por el hambre y la miseria y multitud de seres humanos no saben leer ni escribir”. Esta interpretación extensiva les llevó a crear solidaridades con los seres que sufren los rigores de un sistema político y económico injusto y a luchar contra él.
Parte de este proceso fueron las tres conferencias generales del episcopado latinoamericano (CELAM) reunidas en Medellín 1968, Puebla 1979 y Santo Domingo 1992, que pretendieron marcar un nuevo rumbo en la Iglesia de América Latina y que impulsaron el lema de la opción preferencial por los pobres.
Tanto la Segunda Conferencia General de Medellín celebrada en agosto y septiembre de 1968 como la Tercera Conferencia General de Puebla, en enero y febrero de 1979, establecieron la opción preferencial por los pobres —y también por los jóvenes— como parte de la evangelización en América Latina y llegaron a la conclusión de que las antiguas y las nuevas formas de colonialismo, propias del capitalismo liberal, son la causa principal del atraso de los países de la región.
De esas reflexiones surgió por aquellos años la llamada >teología de la liberación sustentada por teólogos inconformes no sólo con el sistema de organización social imperante sino también con el comportamiento de los mandos de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II abrió, dentro y fuera de su seno, una soterrada pero virulenta confrontación entre los sectores progresistas y los conservadores del clero, que la Iglesia no pudo ocultar. Fueron claramente identificables dos bandos: el de los prelados y sacerdotes conservadores y tradicionalistas, que se oponían a todo cambio en la doctrina y en las inveteradas tradiciones eclesiásticas; y el de los curas progresistas —”progresistas” en el sentido relativo que puede tener esta palabra en el inveterado conservadorismo esencial de la Iglesia— que, con la aquiescencia del propio papa convocante Angelo Roncalli, pugnaban por impulsar ciertos cambios y abrir opciones de apertura y diálogo con el mundo.
Los debates conciliares fueron encendidos. Hombre bondadoso y culto, Juan XXIII permitió plena libertad de discusión. La mayoría de los prelados conciliares, a pesar de las maniobras de la curia romana para conducir la asamblea por viejas sendas conservadoras, produjo algunos cambios significativos, codificados principalmente en los documentos conciliares Lumen Gentium y Gaudium et Spes, que aconsejaban a la Iglesia atender los signos de los tiempos: los contrastes entre la riqueza y la pobreza de la gente, la libertad y la esclavitud, la igualdad y los privilegios, el conocimiento y la ignorancia, el grupo urbano y el rural, las sociedades desarrolladas y las subdesarrolladas, los países opulentos y los pobres, en fin, todos los profundos desniveles que caracterizan a las sociedades contemporáneas.
Pero esto abrió en la etapa postconciliar profundas grietas teológicas, institucionales y hasta personales. Los prelados y sacerdotes se enredaron en una larga e indetenible controversia. El ultraconservador arzobispo francés Marcel Lefebvre, que no firmó la Gaudium et Spes que proclamaba la libertad religiosa, negó obediencia a las decisiones del Concilio porque ellas pretendían, según dijo, hacer una Iglesia “reformada y liberal”. En un abierto movimiento cismático, fundó en Ecóne —Valais— un seminario paralelo en el que ordenó sacerdotes disidentes al margen de las instrucciones de la Iglesia. La Santa Sede negole la capacidad de ordenar sacerdotes. Lefebvre desobedeció. El 1 de julio de 1976 fue suspendido a divinis del ejercicio del sacerdocio y del obispado. Pero el arzobispo siguió ordenando sacerdotes. El Vaticano guardó silencio. La rebeldía de Lefebvre se contagió a algunas jurisdicciones episcopales de Francia, Estados Unidos, Italia, Alemania occidental, Australia, México, España y Bélgica. El arzobispo rebelde abrió centros de fraternidad en varios países europeos. En 1988 contaba con 260 sacerdotes en ejercicio, alineados en sus tesis, más de 300 seminaristas y decenas de miles de fieles en varios países. Publicó su libro: “Yo acuso al Concilio”. Condujo una facción de sacerdotes integristas que insurgieron contra el Concilio por su tendencia “modernista y neoprotestante” y que rechazaron, entre otras cosas, el nuevo ritual de las misas y la supresión del latín. A finales de enero de 1988 publicó un nuevo libro: “Le han quitado la corona”, en el que reafirmó sus tesis cismáticas. El 30 de junio de 1988, en medio del histerismo de más de cinco mil seguidores vestidos a la usanza medieval procedentes de diversos países, que se habían reunido masivamente al pie del monte de Ecóne, un exaltado Lefebvre proclamó el cisma dentro de la Iglesia Católica para salvarla “de los anticristos que se han apoderado de la Sede de Pedro”, alejarla “de los caminos marcados por el Concilio que no son ya católicos” y enrumbarla por las sendas apostólicas. En su discurso agregó: “Las autoridades de Roma han traicionado la verdad, de salvar a la Iglesia de la apostasía”. Y, en medio de las ovaciones de sus seguidores, repitió una y otra vez que “Roma no es católica”.
Juan Pablo II condenó los actos y expresiones disidentes del arzobispo, aunque cedió en la celebración de la misa con los ritos preconciliares. Marcel Lefebvre murió a los 85 años de edad el 25 de marzo de 1991 en Ecóne.
En la etapa postconciliar la alta jerarquía destituyó violentamente de sus funciones a sacerdotes progresistas. Por ejemplo, el 16 de julio de 1986, en medio de fuertes críticas fue designado monseñor Hermann Groer para suceder al cardenal Köning en el arzobispado de Viena, y poco tiempo después otro nombramiento episcopal desató gran inconformidad entre los sectores progresistas: monseñor Kurt Krenn fue colocado como obispo auxiliar de Viena. Y, en respuesta a las críticas, el papa aclaró a los obispos austriacos que “no deben permitirse ninguna duda sobre el derecho y la libertad del Papa en el nombramiento de los obispos”. Charles E. Curran, profesor de teología moral en Washington, fue separado de la docencia por la Conferencia Episcopal estadounidense en agosto de ese año. En septiembre la Congregación para la Doctrina de la Fe prohibió al obispo brasileño Pedro Casaldàliga viajar, hablar y escribir, lo cual suscitó la solidaridad de 149 religiosos belgas, quienes publicaron una protesta contra “los métodos de la curia romana”. Fueron también privados de la docencia José María Castillo y Juan Antonio Estrada, quienes enseñaban teología en la Facultad de los jesuitas de Granada. Acto que motivó la protesta de varios sectores del clero español. En noviembre, como parte del control sobre las publicaciones católicas, fue depuesto en Madrid, por presiones de Roma, el director del semanario “Vida Nueva”. Más tarde corrieron la misma suerte Eugenio Melandri, director de la revista italiana “Missione Oggi”, por propagar “ideas que no concuerdan con la doctrina de la Iglesia”, y el claretiano Benjamín Forcano, que dirigía la revista católica “Misión Abierta”, quien además fue suspendido en el ejercicio de la cátedra de moral sexual. Todo esto se produjo porque, como lo aclaró el cardenal Ratzinger, “la Iglesia de Cristo no es un partido, no es una asociación, no es un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática sino sacramental y, por lo tanto, jerárquica”.
Pero las decisiones tomadas por la alta jerarquía, bajo la presión de la Congregación para la Doctrina de la Fe, motivaron el rechazo de intelectuales y teólogos españoles contra la “nueva Inquisición” y la “ofensiva neoconservadora” provenientes de las alturas de la dirigencia vaticana.
En septiembre de 1988 se reunió en Madrid el VIII Congreso de Teología organizado por la Asociación de Teólogos Juan XXIII, a la que concurrieron más de mil doscientos participantes. Al final de la reunión —que no contó con la aprobación del episcopado— expidieron una declaración en la que expresaron su “sincero deseo de vivir en comunión con la Iglesia y de dialogar con los obispos”, pero agregaron: “Denunciamos con firmeza el repliegue y la restauración que contradicen el espírtu de reforma del Vaticano II”.
Con palabras parecidas se pronunció monseñor Schwery, presidente de la Conferencia Episcopal de Suiza.
Ciento sesenta y tres teólogos alemanes, suizos y austriacos publicaron el 27 de enero de 1989 la “Declaración de Colonia”, en la que manifiestan su discrepancia con la política oficial de la Iglesia.
Lo cierto fue que en la época postconciliar estalló una ola de protestas y descontento de una parte del clero contra las actitudes del Vaticano, que el cardenal Ratzinger denominó “la rebelión de los teólogos”. El cisma era inocultable. El propio papa Juan Pablo II declaró al diario italiano “Il Tempo” el 9 de mayo de 1989 que “en Europa se habían creado dos tendencias que han producido malos frutos. Una era la corriente progresista, que apuntaba a un Concilio Vaticano III. La otra tendencia está simbolizada por monseñor Lefebvre; pero no sólo por él, puesto que también hay sacerdotes, laicos, gente devota que tenía miedo de la ‘novedad’ representada por el Vaticano II”.
En su libro “La rebelión de los teólogos” (1991), el escritor y periodista español Pedro Miguel Lamet, especialista en temas eclesiales, refiere con sólida información y todo detalle este proceso de inconformidad y protesta de amplios sectores del clero contra la política inquisitorial instrumentada por Roma.
En cambio, en la Cuarta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo, República Dominicana, del 12 al 28 de octubre de 1992, no se volvió a hablar de la opción preferencial por los pobres, probablemente por temor a un recrudecimiento de la >teología de la liberación enarbolada por los sacerdotes progresistas latinoamericanos, que tanto molestó al Vaticano.