Es la teoría y práctica de la dominación colonial, es decir, de la supeditación política y económica de territorios y Estados a un remoto poder metropolitano. Su origen está en el >mercantilismo que, como doctrina económica, se extendió en Europa desde la primera mitad del siglo XV hasta la segunda del XVIII y que en su afán de acumular metales preciosos, de encontrar mercados para sus productos elaborados y de proveer materias primas a sus nacientes industrias, volcó el poder del absolutismo monárquico fuera de las fronteras nacionales para explotar las minas y los recursos naturales de los países y territorios sometidos y expandir hacia ellos sus exportaciones; y el origen reciente está en el >imperialismo, que para buscar fuentes de materias primas y conquistar mercados para sus manufacturas, desató guerras de conquista sobre Estados y territorios e impuso su dominación política y económica, sus valores culturales y sus pautas de consumo a los pueblos conquistados.
Si bien la mayor parte de los procesos coloniales obedeció primordialmente a causas económicas, no se deben excluir otras motivaciones en algunos de ellos. Es cierto que el insaciable “apetito” de mercados del sistema capitalista explica muchas cosas, pero no es menos cierto que en algunas ocasiones también gravitaron motivos políticos, como en la colonización de los países bálticos por la Rusia zarista, o motivos sociales, en la colonización inglesa de América del Norte, o motivos religiosos, en el caso de la conquista árabe del norte de África o, en otros casos, motivaciones de orgullo nacional, prestigio o agresividad.
Reciben el nombre de colonias los territorios dominados desde un Estado lejano. A veces no se tienen claros los conceptos de >Estado y de colonia. A la colonia le faltan dos elementos para ser Estado: la >soberanía, o sea la capacidad de auto-determinarse y auto-obligarse, y el gobierno propio. En ella rigen la soberanía de la metrópoli y las autoridades impuestas por ella. Por tanto, la colonia tiene dos de los cuatro componentes del Estado: pueblo y territorio, pero no soberanía ni poder político. Estos son los componentes que le faltan para ser Estado. Cuando la colonia reivindica la facultad de <autodeterminación, entonces se convierte en Estado. En eso consistió precisamente el proceso de descolonización que, mediante la esforzada lucha de liberación que libraron los pueblos colonizados, se desarrolló en los últimos cincuenta años para recuperar la plenitud del gobierno propio —es decir la soberanía— de las colonias africanas y asiáticas.
Los territorios que hoy forman <América Latina y el Caribe fueron víctimas de guerras de conquista a fines del siglo XV y principios del XVI, que dieron inicio a la etapa colonial bajo las >metrópolis europeas, hasta las jornadas independentistas de principios del siglo XIX.
Portugal empezó su campaña colonizadora alrededor del año 1415 con las conquistas territoriales de Enrique el navegante (1394-1460), hijo del rey Juan I de Portugal. Entre 1418 y 1419 los navegantes portugueses exploraron Madeira y en 1427 descubrieron las Azores, que se convirtieron en importantes centros de producción de azúcar. En 1415 ocuparon Ceuta, enclave estratégico del norte de África. Más tarde tomaron posesión de las ciudades de Tánger y Asilah. En 1443 se establecieron en Arguim, donde procesaron el oro precedente de Sudán. En 1444 recorrieron la desembocadura del río Senegal. Navegando al sur de Cabo Verde, Pedro de Sintra llegó a Sierra Leona en 1460. La corona portuguesa convirtió las expediciones atlánticas en empresas de Estado. Cuando la costa de Guinea comenzó a entregar su oro y su mano de obra esclava a los colonizadores los comerciantes portugueses no tardaron en interesarse por las empresas ultramarinas. Durante los siguientes años recorrieron las islas de Cabo Verde, la costa de la Malagueta, la Costa de Marfil, la región de Costa de Oro —donde el rey Juan II mandó construir en 1482 la fortaleza de San Jorge de la Mina—, se adentraron en el golfo de Guinea y penetraron en el continente negro. En la primavera de 1482 Diogo Cam dirigió la expedición que alcanzó por primera vez los 13 grados de latitud sur y en 1485 su segunda expedición cruzó el grado 21. Utilizando la carabela, que era un nuevo tipo de navío ligero con capacidad de carga de entre 60 y 100 toneladas, y con ayuda de la brújula, el cuadrante, el astrolabio y el reloj de arena, los navegantes portugueses fueron los primeros en doblar el cabo de Buena Esperanza, al sur de África —descubierto en 1847 por Bartolomeu Dias, quien lo bautizó como Cabo de las Tormentas— para llegar hasta a la India en el siglo XV y abrir con ello una nueva vía hacia el Asia. Hacia 1460 Pedro de Sintra recorrió la costa de Sierra Leona. En el año 1500 el navegante portugués Pedro Álvares Cabral arribó a la costa de lo que hoy es Brasil y reivindicó esos gigantescos territorios para Portugal.
España hizo de la conquista una empresa nacional. Primero fue la ocupación de las islas Canarias y la dominación de su primitiva población guanche en el siglo XV, donde los españoles hicieron sus primeras experiencias en la dominación de pueblos lejanos; y después, a finales del siglo, vino la gran hazaña del descubrimiento, la conquista y la colonización de América, que bajo la enseña de la cruz e invocando la necesidad de “adoctrinar a los indígenas y habitantes dichos en la fe católica e imponerlos en las buenas costumbres” —según decía la bula Inter Caetera (1493) del papa Alejandro VI que donaba a la corona española las tierras descubiertas y por descubrir en el mar océano—, despojó a los pueblos indios de sus riquezas.
El >descubrimiento de América fue impulsado por la necesidad de encontrar una ruta alternativa de Europa hacia el Asia menor, puesto que la ruta tradicional había sido cerrada por los turcos otomanos a partir de la conquista de Constantinopla en 1453. En la búsqueda afanosa de la nueva vía que canalizara su comercio con los pueblos de Oriente, se le ocurrió al navegante genovés Cristóbal Colón ir al oriente por el occidente, dada su sospecha de que la Tierra era redonda, y en su larga travesía llegó a unas islas que supuso que eran las costas occidentales de la India y encontró allí unos habitantes, extraños para los europeos, a quienes, por tanto, llamó “indios”.
Los litigios que surgieron entre Portugal y España a raíz de sus acciones expansivas sobre el archipiélago de las Canarias fueron zanjados por las bulas arbitrales Romanus Pontifex del papa Nicolás V (1455) e Inter Caetera de Calixto III (1456). Más tarde, después de hallazgo del Nuevo Mundo, tuvo que intervenir el pontífice de Roma para solucionar el conflicto entre las dos potencias coloniales con relación a sus dominios de América, mediante las cuatro bulas alejandrinas otorgadas por el papa Alejandro VI a los Reyes Católicos de España entre abril y septiembre de 1493. Con estas bulas el papa les reconoció la propiedad de las islas descubiertas y por descubrir que encontrasen y que no perteneciesen a príncipe cristiano alguno, para lo cual estableció la demarcación en las expediciones hacia el oeste.
Como consecuencia de las cuatro bulas alejandrinas que hicieron la primera delimitación de los dominios coloniales de España y Portugal, se suscribió el 7 de junio de 1494 el Tratado de Tordesillas entre el monarca portugués y los reyes católicos Fernando de Aragón e Isabel de Castilla para repartirse el océano Atlántico y delimitar las fronteras africanas. Tratado que fue confirmado por el papa Julio II mediante la bula Ea quae pro bono pacis de 1506. En su primera cláusula se trazaba una línea imaginaria de norte a sur, a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (meridiano 46º 35’), de manera que los territorios que se descubrieran al este de esa línea pertenecerían a Portugal y los del oeste serían “para los dichos señores rey y reina de Castilla y de León y a sus sucesores para siempre jamás”. Como esa línea partía en dos a la América del Sur, su parte oriental —o sea lo que actualmente es Brasil— se convirtió en dominio colonial de la corona portuguesa y su parte occidental perteneció a España.
El monopolio comercial portugués en el Oriente se vio seriamente amenazado por los ingleses y holandeses a finales del siglo XVI. Holanda, Francia e Inglaterra fueron también Estados colonialistas. Los holandeses, bajo la invocación de la libre competencia comercial, extendieron su dominio hacia Asia, África y el Caribe. Ejercieron la trata de esclavos en Costa de Marfil, Ghana, Togo y Dahomey. Mediante la Compañía Holandesa de las Indias Orientales iniciaron la conquista del continente Indio en 1757 y la explotación de sus riquezas naturales. Después de expulsar a los portugueses, se instalaron en el cabo de Buena Esperanza y asumieron el control de Java y Ceilán hacia el año 1800.
Los franceses comenzaron sus tareas colonizadoras en Canadá, África y el Caribe desde los tiempos del cardenal Richelieu (1585-1542), primer ministro de Francia durante el reinado del joven e indeciso rey Luis XIII, y de Jean Baptiste Colbert (1619-1683), ministro de finanzas de Luis XIV, quien desarrolló los mercados coloniales y los entregó al monopolio comercial francés. Richelieu, como Colbert, impulsó la expansión colonial, fomentó el desarrollo de la flota mercante y fundó compañías de comercio exterior. Para proteger los intereses mercantiles en las colonias, organizó la armada francesa y construyó una flota de galeras en el Mediterráneo y una de veleros en el Atlántico.
El imperio británico, en nombre de la “gloria de Dios” y de “su Majestad”, emprendió también la conquista de gigantescos territorios de ultramar, a los que sometió políticamente y explotó económicamente como fuente de recursos y de materias primas. Fue uno de los más grandes imperios coloniales de la historia. Sus dominios se extendieron hacia todos los continentes y mares del planeta.
Más tarde vinieron las tardías empresas coloniales de Bélgica, Alemania, Italia y Estados Unidos.
Capítulo aparte constituyen las conquistas coloniales de Rusia bajo el gobierno de los zares. Los pueblos de Asia central cayeron bajo su dominio. El imperio ruso empezó su expansión territorial bajo el gobierno del zar Pedro I el Grande en 1682, cuyas campañas militares se dirigieron principalmente hacia el norte y hacia el oeste. En la guerra de 1700-1721 conquistó Suecia, que representaba el mayor poder en el Báltico. En 1703, sobre el territorio despojado a los suecos, comenzó la construcción de San Petersburgo, que se convirtió en la capital de Rusia en 1714. Según el Tratado de Nystad impuesto a Suecia el 30 de agosto de 1721, Rusia se anexó Livonia, Estonia, Ingria, parte de Carelia y numerosas islas del mar Báltico. En 1721 Pedro el Grande fue proclamado “zar de todas las Rusias” y empezó a construir su inmenso imperio. Después de un período de inestabilidad, intrigas palaciegas, crímenes y cambios de gobierno, advino al trono Isabel Petrovna, la hija menor de Pedro I, bajo cuyo gobierno (1741-1762) se produjo una nueva guerra de conquista contra Suecia (1741-1743), a consecuencia de la cual Rusia se anexó parte de Finlandia. Cuando Pedro III fue asesinado, su esposa ascendió al trono con el nombre de Catalina II, que siguió adelante con la política expansionista de Pedro I. Sus campañas militares se dirigieron contra el Imperio Otomano para conquistar los puertos del Mar Negro. En la guerra de 1768 a 1774, Catalina la Grande ocupó con sus tropas la región tártara de Crimea y en un nuevo enfrentamiento militar de 1787 a 1792 conquistó todos los territorios situados al oeste del río Dniéster. Después dirigió su ambición hacia Occidente y, como resultado de las particiones de Polonia en 1772, 1793 y 1795, se apropió de 468.000 km2 de su territorio. Alejandro I Pavlovich (hijo de Pablo I y nieto de Catalina) formó en 1805, junto a Gran Bretaña, Austria y Suecia, la tercera coalición contra Napoleón Bonaparte. Lanzó sus ejércitos contra Turquía y Suecia. Tras la guerra turco-rusa de 1806 a 1812 las tropas del zar ocuparon Besarabia y en su enfrentamiento con Suecia de 1808 a 1809 ocuparon las islas Aland y el resto de Finlandia. Amplió sus fronteras en Asia. En 1813 ocupó Daguestán.
Después de la derrota de las tropas de Napoléon, que habían invadido Rusia y llegado hasta Moscú, el zar Alejandro, en el Congreso de Viena de 1815, asumió el dominio de la mayor parte del ducado de Varsovia. Alejandro fue sucedido en 1825 por su hermano Nicolás I, quien expandió su imperio hacia el Mediterráneo, el Cáucaso, Asia central y el Pacífico. En 1826, tras vencer en la guerra contra Irán, incorporó Armenia y la ciudad de Ereván a su territorio. Vencedora de Turquía (1828 y 1829), Rusia asumió la soberanía sobre los pueblos del Cáucaso y ejerció un sistema de vigilancia en los principados de Moldavia y Valaquia, en virtud del Tratado de Adrianópolis celebrado en 1829. En esas circunstancias —ante la expansión del poder ruso en los Balcanes y en el Cercano Oriente—, Gran Bretaña, Francia, Prusia y Austria formaron un bloque para detener la ambición del zar de apoderarse del imperio turco. En 1853, a raíz de la invasión rusa sobre los principados de Moldavia y Valaquia en el Danubio, las tropas coligadas de Turquía, Gran Bretaña, Piamonte y Francia derrotaron espectacularmente a Rusia en la guerra de Crimea (1853-1856) y tomaron Sebastopol. Bajo el gobierno de Alejandro II, sucesor de su tío Nicolás I, se produjo un retroceso en el colonialismo ruso, puesto que, al firmar la Paz de París en 1856, fue obligado a abandonar Kars y parte de Besarabia, quedó abolido el protectorado ruso sobre los principados del Danubio y su posición en el Mar Negro fue neutralizada; pero continuó el avance en el Pacífico y en el golfo Pérsico. El zar estableció en 1850 un enclave en el estuario del río Amur y la mitad norte de la isla de Sajalín fue ocupada por sus tropas en 1855. Tres años más tarde toda la región meridional del Amur quedó sometida a la jurisdicción de Rusia. En Asia central el Imperio de los zares incorporó a su patrimonio territorial Tashkent (1865), Bujara (1866), Samarcanda (1868), Jiva (1873) y Jojand (1876), de modo que sus dominios se extendieron hasta alcanzar la frontera con la India, entonces colonia británica. Rusia reanudó su actitud agresiva contra Turquía después de 1871. De 1877 a 1878 se produjo una nueva guerra y Alejandro II consiguió mayores concesiones del imperio turco.
A partir de ese momento empezó la declinación del imperio ruso bajo los gobiernos de Alejandro III y Nicolás II. En 1904 estalló la guerra contra el Japón, que trajo gravísimas consecuencias políticas, militares y económicas contra Rusia. Un año después se produjo un intento revolucionario socialista contra el zar en San Petersburgo. Miles de personas conducidas por Gueorgui Apollónovich Gapón se dirigieron hacia el Palacio de Invierno, donde residía el zar, para protestar por sus infrahumanas condiciones de vida y fueron reprimidas brutalmente por las tropas imperiales, con un saldo de centenares de muertos en lo que, desde entonces, se denominó el “domingo sangriento”. La sublevación popular fue apoyada por la tripulación del acorazado ruso Potemkin, que se amotinó en el puerto de Odesa. La simiente de la revolución quedó sembrada. A la caída del zar Nicolás II en febrero de 1917 bajo la conjura de liberales, socialistas, pequeño-burgueses, social-revolucionarios, >mencheviques y <bolcheviques, financiados con dinero alemán, surgió el gobierno provisional de corte parlamentario presidido primero por Georgij Evgenevic Lvov y luego por Aleksandr Fëdorovic Kerenski, que fue derrocado ocho meses más tarde por los bolcheviques al mando de Vladimir Ilich Ulianof Lenin.
Lo curioso de este tramo de la historia rusa es que, no obstante la revolución, los nuevos gobernantes de la Unión Soviética siguieron la misma línea colonialista en su política internacional, con los mismos o parecidos argumentos esgrimidos por los zares para justificar el sojuzgamiento de los pueblos del Asia central, o sea que “los Estados civilizados tenían que cumplir frente a las tribus nómadas y semisalvajes, carentes de un orden social fijo”, una función de tutoría, como explicó en 1864 Alejandro M. Gorcakov, ministro de asuntos exteriores de Rusia. Esa función de tutoría, especialmente en el campo ideológico y político, asumió también el gobierno soviético. En 1951 se explicó oficialmente que “su incorporación al Estado ruso constituyó el progreso más importante en la historia de los pueblos siberianos, pues les garantizaba una seguridad permanente frente a la amenaza de agresiones foráneas y la anexión de los Estados imperialistas de América y el Japón” (Voprosi istorii, p. 110).
En el debate sobre el tema del colonialismo en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1961, el presidente norteamericano John F. Kennedy expresó su desilusión por “el hecho de que la onda de la autodeterminación no hubiera alcanzado al imperio comunista, donde una población cuyo número es más elevado que el de las denominadas oficialmente colonias dependientes vive sometida a gobiernos mediatizados por la presencia de tropas extranjeras y carentes de la asistencia de instituciones libres”. Esta declaración sin duda obedeció a la opinión generalizada entre los diplomáticos occidentales de aquella época en el sentido de que el régimen al que están sometidas las cinco repúblicas asiáticas en la Unión Soviética no difiere mucho del que soportan las colonias africanas o asiáticas bajo la soberanía de otras potencias.
Sin embargo, la campaña de los líderes soviéticos contra el “sistema colonial del imperialismo” fue sostenida y tenaz. Duró todo el período de la >guerra fría. Lo denunciaron en cada oportunidad que tuvieron. Ellos fueron los grandes promotores de los debates en la cuarta comisión —la comisión de asuntos coloniales— de la Asamblea General de las Naciones Unidas y pugnaron siempre por incluir en su agenda, entre varios casos de colonialismo de las potencias occidentales, el del >Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
La época colonial moderna se extendió desde 1870 a 1914, durante la cual los Estados europeos se distribuyeron África y Asia. Después de la Primera Guerra Mundial, en el Pacto de la Sociedad de las Naciones, el colonialismo se encubrió con la institución del mandato, por la cual se entregaba al gobierno de las metrópolis la administración de territorios “como una misión sagrada de civilización” destinada real o supuestamente a alcanzar el bienestar y desarrollo de los pueblos y a prepararlos para que puedan asumir la plenitud del gobierno propio. La explotación colonial, no obstante, continuó.
Más tarde, en 1945, la Carta constitutiva de la Organización de las Naciones Unidas estableció el régimen internacional de administración fiduciaria, al cual quedaron sometidos, entre otros, los territorios que a la sazón estuvieron bajo mandato, con el propósito de que los capacitara el Estado administrador para alcanzar el gobierno propio y la independencia nacional. Estos fueron los denominados territorios fideicometidos.
La Carta de la Organización Mundial proscribió el colonialismo. A su amparo, los pueblos colonizados lucharon denodadamente por su liberación. Numerosos territorios coloniales alcanzaron en el último medio siglo su independencia y se convirtieron en nuevos Estados: Argelia, Vietnam, Angola, Mozambique, Guinea Bissau, Zimbabue y otros. Pero en lugar del colonialismo clásico advino fácticamente el >neocolonialismo, que es un colonialismo encubierto que se impone, no por la fuerza de las armas, sino por medios más sutiles —la penetración cultural, el dominio tecnológico, la introducción de pautas de consumo, la implantación de estilos de vida, la instrumentación de políticas proteccionistas, las manipulaciones monetarias y cambiarias internacionales— para llegar al mismo objetivo de dominar a otros Estados, abrirse mercados, controlar las fuentes de recursos naturales y condicionar de muchas maneras la conducción política de los países dependientes.
Esta sutil dominación de las metrópolis modernas se llama neocolonialismo. Es, para decirlo de alguna manera, un colonialismo moderno, de la era electrónica, de la expansión del sector terciario de la economía. Las fronteras en la actualidad no se invaden con tanques sino con el know how tecnológico y con la “cibercolonización”.
El colonialismo clásico como el neocolonialismo son efectos de la dinámica imperialista y hegemonista, aunque en épocas distintas.
El colonialismo clásico diseñó la conocida división internacional del trabajo, en virtud de la cual unos Estados —los Estados metropolitanos— se especializaron en la fabricación y exportación de manufacturas mientras que los países pastoriles y atrasados del tercer mundo se dedicaron a la producción de materias primas para alimentar las usinas de los países industriales.
Sin embargo, por obra del avance de la tecnología moderna, el mundo ha entrado a la etapa postindustrial del capitalismo y a la sociedad informatizada, en la que la información es la “materia prima” con la que trabajan los ordenadores electrónicos. El crecimiento del sector de los servicios ha suplantado al industrial en la formación del producto interno de los países industriales. Esto ha modificado las cosas tradicionales y ha generado una forma aun más sofisticada de neocolonialismo, que se caracteriza por el uso de nuevas tecnologías, por la expansión del sector terciario de la economía —particularmente del que se relaciona con los conocimientos y la informática— y por una nueva división internacional del trabajo.
Los países capitalistas clásicos exportaron hacia los países subdesarrollados: capitales, tecnología y manufacturas, al tiempo que adquirieron de ellos materias primas y a veces mano de obra barata. Esta fue la clásica división internacional del trabajo. Pero después las cosas se modificaron, a conveniencia de los países avanzados, y hoy por medio de las >corporaciones transnacionales exportan tecnología y capitales e importan manufacturas que les es más conveniente producir en los países periféricos de Asia y América Latina, debido a mano de obra más barata, inferiores salarios, menores exigencias sindicales, baja tributación, menores costes de producción, restricciones ambientales en los lugares de origen, cercanía de las fuentes de recursos naturales y de los mercados de consumo y otros factores. La producción en ultramar la realizan mediante fábricas montadas fuera de sus territorios y principalmente por medio del sistema llamado maquila. Esto representa una modificación a la tradicional división internacional del trabajo.
Una forma muy sutil de dominio neocolonial se ejerce a través de la llamada >globalización de la economía mundial, que es una estrategia de los países desarrollados para ordenar el comercio internacional y conquistar los mercados del planeta. La dinámica globalizadora deja países dominantes y países dominados. A partir del colapso de la Unión Soviética y de la terminación de la guerra fría las potencias de Occidente quedaron sin contrapesos geopolíticos. Surgió el concepto de “lo global” bajo su dominio. Los medios de comunicación saltaron fronteras y las comunicaciones alcanzaron escala planetaria. Los países desarrollados de Occidente dominan el sistema bancario internacional, son dueños de las divisas más fuertes, manejan los mercados mundiales, monopolizan la educación técnica de punta, imperan en el espacio sideral y en la industria aeroespacial, mantienen la hegemonía en las comunicaciones internacionales, son dueños del lenguaje digital —producen 4 de las 5 palabras y 4 de las 5 imágenes de las comunicaciones planetarias— y son los depositarios de los secretos de la revolución genética.
Al socaire de la globalización hay una “occidentalización” de la cultura universal que se manifiesta no sólo en las altas y sofisticadas expresiones de la ciencia y la tecnología sino también en la forma de organizar la sociedad, en su economía, en la renovada escala de valores éticos y estéticos, en las costumbres, en las pautas de consumo, en los modos de vestir y en muchos otros elementos de la vida cotidiana.