En el campo de la Física, cohesión es la atracción entre moléculas que mantiene unidas las partículas de una sustancia. La cohesión es distinta de la adhesión, pues la primera es la fuerza de atracción entre partículas adyacentes dentro de un mismo cuerpo, mientras que la adhesión es la interacción entre las superficies de distintos cuerpos. En los gases, la fuerza de cohesión puede observarse con su licuefacción, que se produce al comprimir una serie de moléculas y generarse fuerzas de atracción suficientemente altas para proporcionar una estructura líquida.
El Club de Roma tomó este concepto de la Física y lo trasladó a las ciencias sociales a fines de los años 90 del siglo anterior para designar con él —social cohesion— la superación de los conflictos normativos y de valores de una sociedad a través de la aplicación de estrategias de mediación entre los sectores antagónicos para evitar choques políticos, interculturales, interétnicos, religiosos, económicos y de costumbres que rompen la unidad social.
En el Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre Educación para el Siglo XXI, dirigido por Jacques Delors y publicado en 1997 en el libro “La Educación”, he encontrado una afortunada definición de cohesión social: “La cohesión de toda sociedad humana procede de un conjunto de actividades y de proyectos comunes, pero también de valores compartidos, que constituyen otras tantas fases de la voluntad de vivir juntos. Con el tiempo, esos vínculos materiales y espirituales se enriquecen y se convierten, en la memoria individual y colectiva, en un patrimonio cultural en el sentido amplio de la palabra, que origina el sentimiento de pertenencia y de solidaridad”.
El líder socialista español José Borrell, en su prólogo al pequeño libro del primer ministro inglés Tony Blair publicado por la Fundación Alternativas de España, que contiene su planteamiento de la >tercera vía formulado en 1998, dice que “una sociedad está cohesionada socialmente cuando comparte ciertos objetivos y genera la voluntad necesaria para alcanzarlos. Una sociedad con cohesión social se muestra capaz de garantizar su existencia con armonía y de desarrollar una coexistencia positiva con sus vecinos”.
Creo que, en efecto, la parte subjetiva y medular del concepto de cohesión social está constituida por los sentimientos de “pertenencia” al grupo, o sea de identidad en él y con él, y de una cierta solidaridad con sus integrantes, así como el compartimiento de los mismos objetivos sociales.
La Comisión Científica Futuro de la Fundación Friedrich Ebert de Alemania, compuesta por expertos y especialistas en diferentes áreas del conocimiento —macroeconomía, sociología industrial, finanzas públicas, política social, ética económica, jurisprudencia y ecología—, presidida por el doctor Frieder Meyer-Krahmer, publicó en 1998 un informe que recoge dos años y medio de trabajos y reflexiones sobre la realidad alemana, en el que sostiene que las actuales dificultades de la economía y la sociedad alemanas sólo podrán superarse mediante una estrategia de desarrollo que compagine la eficacia económica, la cohesión social y la sostenibilidad ecológica. En concepto de los investigadores alemanes la cohesión social forma parte del “triángulo” de objetivos que deben perseguirse simultánea y articuladamente para el desarrollo: cohesión social, eficacia económica y sostenibilidad medioambiental.
En el seno de la Unión Europea (UE) se ha dado una significación especial y diferente a la expresión cohesión social: es la homogeneización de los indicadores económicos y sociales de sus países miembros de acuerdo con el denominado criterio de convergencia aprobado en 1992, a fin de que ellos aproximen sus cifras de inflación, endeudamiento, déficit fiscal, desocupación, ingreso per cápita, tasa de interés y tipo de cambio, de modo que se generen las condiciones para la integración económica y la implantación de la moneda única —el >euro— y sea viable la política monetaria común. Con este propósito se creó a finales de 1992 en Edimburgo el fondo de cohesión dotado de 15.150 millones de ecus (que en ese momento eran la unidad de cuenta de la Comunidad Europea) para que los países recién incorporados al proceso de integración pudiesen nivelar sus indicadores económicos y sociales con los de los Estados europeos más avanzados. La idea fue distribuir esos recursos entre los Estados de la UE cuyo producto interno bruto fuese inferior al 90% de la media comunitaria. Caso en el que estaban España, Portugal, Grecia e Irlanda y los aspirantes del este europeo a ingresar a la Unión.
El concepto de cohesión social no es nuevo pero se ha puesto de moda, como tantos otros, en los últimos tiempos porque con la terminación de la guerra fría y el desvanecimiento de una ideología política que aspiraba al dominio universal reflotaron en los Estados que estuvieron sometidos a la prótesis del partido único viejas contradicciones internas de naturaleza cultural y étnica, que debilitaron gravemente y aun rompieron su cohesión social. A partir del colapso de los países marxistas, la pugna entre Estados por razones ideológicas y geopolíticas fue remplazada por la pugna dentro de los Estados por motivos culturales, religiosos y étnicos. La mayor parte de los conflictos surgidos en la postguerra fría tienen este carácter. En tales circunstancias los recursos culturales que proporcionan cohesión social y que facilitan concertaciones y consensos revisten la mayor importancia y merecen especial atención.
Eso piensa el Club de Roma, que sostiene que la cohesión social tiene límites mínimos más allá de los cuales la convivencia humana puede volverse extremadamente difícil. Es menester, por tanto, alcanzar mediaciones pacíficas para que puedan coexistir dentro del grupo diversos sistemas de valores y de creencias, sin amenazas, intimidaciones ni conflictos.
Por obvias razones es en los Estados multinacionales y pluriculturales donde los conflictos internos, que eventualmente pueden llevar a la secesión, revisten más fuerza. La mayoría de los Estados tiene ese carácter porque se levantan sobre más de una nación, esto es, regimentan política y jurídicamente grupos étnica, antropológica y culturalmente diferentes, cuyas disparidades con frecuencia reflotan y operan como factores de desunión. Lo hemos visto en Europa después de la terminación de la >guerra fría. ¿Cuánta diversidad étnica y cultural puede resistir un Estado sin romperse? ¿Cuántas contradicciones internas es capaz de soportar? ¿Cómo puede arribar a consensos que excluyan la coerción?
Un equipo de investigadores pertenecientes a diversas culturas, encabezados por el profesor Peter L. Berger de la Boston University, realizó un estudio comparativo en once países para determinar cómo las sociedades, bajo condiciones de pluralismo, pueden resolver sus conflictos normativos. Los países estudiados fueron Chile, Francia, Alemania, Hungría, India, Indonesia, Japón, Sudáfrica, Taiwán, Turquía y Estados Unidos de América. Como resultado de esas indagaciones presentaron al Club de Roma un informe especial —que fue publicado en inglés bajo el título de "The Limits of Social Cohesion" en 1998— en el que se refieren al papel que deben jugar las instituciones intermediarias (intermediary institutions) y las estructuras mediadoras (mediating structures) para amortiguar los choques entre los diversos grupos dentro de la sociedad, a causa de sus conflictos de creencias y valores, a fin de asegurar la cohesión social.
Afirma el profesor Berger en el referido informe que en toda sociedad existen dos clases de instituciones: unas que contribuyen a agudizar los conflictos normativos y otras que tienden a mediar entre ellos. Son las fuerzas centrífugas y centrípetas que operan en la sociedad. Sin embargo, las mismas instituciones pueden jugar ambos papeles en diversos momentos, dependiendo de las circunstancias. Los partidos políticos, los líderes de opinión, los sindicatos obreros, las cámaras de la producción, las iglesias, las nuevas organizaciones sociales son generalmente instituciones polarizantes, en función de los intereses que representan, aunque pueden también coadyuvar a la cohesión social y ser muy efectivas en esta tarea. Al margen de ellas, y a veces en contradicción con ellas, hay también una multitud de instituciones menores, del más diverso carácter, que desempeñan funciones de mediación en los conflictos y de estabilización del orden social.
Berger sostiene que los conflictos normativos —normativos en el amplio sentido de la palabra— no son nuevos en la historia. Los seres humanos han controvertido siempre en torno a las normas que rigen su vida social e individual. Las normas, por supuesto, son el resultado de los principios culturales de una comunidad. Recuerda el profesor de la Universidad de Boston que en el ámbito de la civilización occidental se desataron cruentas guerras religiosas en Europa durante varios siglos a partir de la >reforma protestante y que esas guerras fueron atenuadas mediante la separación territorial con arreglo a la fórmula cuius regio eius religio que surgió de la paz de Westfalia. Dice que cosa análoga ocurrió en todas las civilizaciones. La diferencia está en que en los actuales tiempos de la globalización esos conflictos se han internacionalizado por el alcance planetario de los medios de comunicación que se han encargado de difundirlos rápidamente hacia otros lugares, por lo que la mediación ya no puede ser territorial sino institucional con base en la fórmula cuius institutio eius religio.
Explica que la noción del “orden normativo” (normative order) de la sociedad significa esencialmente la manera cómo los miembros del grupo tratan de contestar dos cuestiones fundamentales: ¿quiénes somos? y ¿cómo podemos vivir juntos? Las respuestas, por supuesto, son diferentes y de esas diferencias surgen los antagonismos. Mientras más plural es una sociedad, es decir mientras mayor es el número y la profundidad de sus discrepancias sobre sus valores deontológicos, éticos y estéticos, más difícil es lograr contestaciones unívocas a estas preguntas.
Según James Davison Hunter, quien fue el miembro del equipo que se encargó de estudiar la sociedad norteamericana, el caso de Estados Unidos es en muchas maneras paradigmático por la gran cantidad de motivos de conflicto que existen en las entrañas de su sociedad. En ella hay dos series diametralmente opuestas de convicciones normativas, un continuado debate sobre la naturaleza de su sociedad, discrepancias fundamentales en lo tocante a la propia definición de Estados Unidos, opuestas opiniones en cuanto a quienes son “we american” y a cómo deben vivir, diferencias de clase social, educación y región, una complicada variedad de instituciones —algunas de ellas autodenominadas “voluntarias”— que rigen la vida colectiva, distintas actitudes respecto de la religión y del lugar que ella debe ocupar en la vida social, en fin: el desarrollo de una continuada “lucha cultural” (culture war), para usar las propias palabras de Hunter, tomadas del alemán kulturkampf que se usó tan frecuentemente en la lucha entre el gobierno de Bismarck y la Iglesia Católica en el último tercio del siglo XIX. Sin embargo, la sociedad norteamericana ha sido capaz de superar esas diferencias, consolidar su cohesión e ir hacia lo que Hunter denomina un “pluralismo exitoso”, que es donde reside el elemento paradigmático que este profesor ha descubierto en esa sociedad.
Los sangrientos atentados terroristas contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y contra el Pentágono en Washington el 11 de septiembre del 2001, que causaron 3.248 muertos, lograron galvanizar a la sociedad norteamericana y forjar un gran sentimiento de unidad nacional, como sólo ocurrió sesenta años antes con ocasión del alevoso y sorpresivo ataque de la aviación japonesa contra la base naval norteamericana de Pearl Harbor en Hawaii.
Otro de los miembros del equipo de investigadores, Danièle Hervieu-Léger, que centró sus estudios en el caso francés, afirma que por más de un siglo, a causa de la cuestión religiosa, se habló de “las dos Francias": la una monárquica, conservadora y católica y la otra republicana y laica. Discrepancia que se arregló razonablemente mediante un compromiso emergido del crisol de la Segunda Guerra Mundial.
No solamente en Francia sino en muchos otros países el tema de la religión en la sociedad ha sido en el pasado y es hoy fuente de conflictos por la carga de intolerancia que generalmente acompaña al dogma y culto religiosos. Según observa el profesor Berger, la cuestión religiosa no solamente divide a las sociedades entre “nosotros” y “ellos”, en función de que “nosotros” servimos a un dios específico mientras que “ellos” sirven a otros dioses, sino que entra virtualmente en toda discrepancia política entre conservadores y progresistas.
La cuestión religiosa incide poderosamente en la cohesión social. Emile Durkheim, Max Weber y Ernst Troeltsch, a fines del siglo XIX, comenzaron a desentrañar los efectos sociales del fenómeno religioso. Fueron los fundadores de la sociología de la religión. Con base en sus profundas investigaciones sobre los efectos sociales de las religiones, concluyeron que ellas en el curso de la historia han orientado y condicionado de diversas maneras el comportamiento político de las sociedades.
El filósofo francés André Comte-Sponville, en su libro “El alma del ateísmo” (2006), sostiene que las religiones tienden a formar una comunión dentro de la sociedad en la que operan, o sea una comunidad de personas que profesan la misma fe y que gozan de iguales bienes espirituales. Dice que la comunión, o sea la acción y efecto de comulgar, es decir, de “compartir sin dividir” una serie de bienes intangibles en el seno de la sociedad —el amor a la patria, la justicia, la libertad, la solidaridad—, ha sido y es una de las funciones sociales de la religión. Afirma que “no hay sociedad sin vínculo” ni “sociedad sin comunión”, aunque el vínculo y la comunión no sean necesariamente religiosos, y concluye que “ninguna sociedad puede prescindir de comunión pero no toda comunión es religiosa”.
La relación gobernantes-gobernados es conflictiva en sí misma, cualquiera que sea el signo político bajo el cual se ejerza el poder. En el afán de imponer un orden, los unos, y de desbordarlo, los otros —siguiendo todos tendencias casi “naturales”—, la confrontación resulta un ingrediente normal de la operación política de gobernar. Y no me refiero a los casos extremos en que la beligerancia conduce a acciones de violencia que, dependiendo de su origen y de sus alcances, pueden resolverse en golpes de Estado, rebeliones o revoluciones, sino a los antagonismos normales entre los dos elementos de la ecuación política: los que mandan y los que obedecen. Antagonismos que usualmente se resuelven mediante recíprocas concesiones.
La división entre >derecha e >izquierda, según la nomenclatura surgida de la Revolución Francesa que se ha vuelto clásica, es otro factor de alineamiento político, económico y social. La dicotomía entre quienes bregan por el cambio del ordenamiento social para establecer mayor igualdad y equidad económicas y quienes consagran todas sus horas y esfuerzos a preservar la sociedad tradicional es bien marcada. Y aunque el colapso del >marxismo y el inicio de la era de la >globalización abrieron un período de confusión al respecto, puesto que una espumosa retórica confundió todo, pronto se restauraron las diferencias reales entre la derecha y la izquierda —con sus distintos sistemas de valores y su diferente manera de ver la vida— que volvieron a ser fáciles de identificar en cada caso concreto en función principalmente de los temas de la distribución del ingreso y de la equidad.
El dualismo de las sociedades del tercer mundo, o sea su estructura bipolar en la que conviven áreas socioeconómicas avanzadas y áreas atrasadas, es un factor fundamental de desintegración interna. Las sociedades dualistas se caracterizan por tener un centro económico desarrollado, compuesto de actividades productivas modernas e internacionalizadas, y una amplia periferia rezagada de quehaceres económicos primitivos y desintegrados del sistema central.
En ellas conviven el <desarrollo de los sectores centrales con el >subdesarrollo de la periferia. Coexisten zonas económicamente avanzadas, con gran capacidad endógena de crecimiento y políticamente dominantes, con zonas atrasadas, deprimidas económica y socialmente y sometidas a la dependencia de las primeras.
La desintegración interna propia de estas sociedades determina que en ellas coexistan todos los modos de producción: desde el colectivismo primitivo hasta el capitalismo de la era electrónica y de la economía global. Y no es que unos se hayan superpuesto a los anteriores, sino que todos ellos se dan simultáneamente.
En un informe aprobado el 25 de febrero del 2004 por el Comité Económico y Social Europeo acerca de la cohesión social en América Latina y el Caribe se dice que, juntamente con el escaso desarrollo de elementos vertebradores, “la manifestación más relevante de la falta de cohesión social en América Latina y el Caribe es la pobreza y la desigualdad. Aunque la primera ha mejorado relativamente en la última década (pasó de afectar al 48% de la población, en 1990, al 43% en 2002), la segunda ha continuado incrementándose hasta hacerse crónica. De tal manera que América Latina en su conjunto, y dentro de una gran heterogeneidad interna, es la región más desigual del planeta. A la pobreza material se suman la pobreza inmaterial (acceso a la educación y a la distribución de oportunidades) y la pobreza legal (desigualdad efectiva ante la ley, débil ciudadanía civil, política y social, inseguridad ante la vida). Todo ello provoca violencia, desagregación y anomia social y afecta a la credibilidad de las instituciones y del sistema democrático”.
En los últimos años la intensificación del flujo migratorio, que ha llevado enormes cantidades de personas desarraigadas de sus países a otros lugares en búsqueda de nuevos horizontes económicos, se ha constituido en un factor de desintegración social. A pesar de todas las barreras y de las “cuotas migratorias” impuestas por los países industriales, la dirección predominante de los movimientos migratorios apunta hacia el norte: hacia los países desarrollados, que constituyen un polo de atracción para las comunidades pobres del sur. Más del 80% de la inmigración en Estados Unidos y del 46% en Europa proviene de las zonas subdesarrolladas bajo el efecto conocido como “pull and push”, en virtud del cual, de un lado, las sociedades desarrolladas ejercen una gran atracción como fuentes de ocupación y prosperidad, y, de otro, las condiciones de atraso y pobreza predominantes en el mundo subdesarrollado expulsan a los sectores marginales de la población. Este efecto se ve potenciado por una serie de factores ligados al progreso moderno, tales como la revolución de las comunicaciones que lleva a los pueblos conocimientos de los posibles lugares de destino y la disminución del costo y del tiempo de los viajes.
Los latinoamericanos van principalmente hacia Estados Unidos y los africanos y europeos orientales hacia Europa occidental, donde han formado extensas “colonias” de inmigrantes.
La percepción que tienen las sociedades del norte sobre este fenómeno es extremadamente negativa, tal como suele expresarse en las encuestas de opinión. Un alto porcentaje de los ciudadanos del primer mundo piensa que los inmigrantes de los países periféricos dañan el mercado de trabajo, quitan posibilidades de empleo a la mano de obra local, son portadores de malas costumbres, aumentan la delincuencia, la prostitución, la mendicidad y el tráfico de drogas, traen el SIDA (especialmente los inmigrantes africanos) y la hepatitis “B”, tienen tasas de fecundidad elevadas que crearán problemas futuros y atentan contra la cultura de los países receptores. Un ambiente xenófobo y racista prevalece en Europa y en Estados Unidos y se ha desarrollado un alto grado de hostilidad contra los inmigrantes del mundo subdesarrollado. Éstos, portadores de nociones culturales diferentes, tienden a formar minorías defensivas y hasta >guetos en la sociedad que los recibe. Lo cual conspira contra la cohesión social de los países receptores.
La mayoría de los inmigrantes lleva muy exiguo bagaje cultural y por eso no siempre logra insertarse adecuadamente en los procesos productivos de los países del norte. Buena parte de los inmigrantes está constituida por los llamados “indocumentados”, cuya situación ilegal les vuelve muy vulnerables en el mercado de trabajo y, en general, en todas sus actividades, porque ante el temor de ser deportados y como no pueden reclamar judicial ni administrativamente, son víctimas de toda clase de abusos de sus empleadores. Perciben los salarios más bajos, casi siempre inferiores al mínimo legal, y carecen de seguridad social y de toda otra garantía laboral.
No hay duda de que la presencia amenazante de un enemigo exterior es un factor muy importante de cohesión interna de un Estado. Este ha sido una constante histórica. Recogen los historiadores las expresiones de Sila en el año 86 a. C. tras la derrota de Mitrídates VI, rey del Ponto y el último de los enemigos importantes de Roma, en los campos de batalla de Queronea y Orcómenos: "¡¿Qué será de la República ahora que el mundo no nos ofrece más enemigos?!" En el siglo pasado, Estados Unidos y la Unión Soviética, enfrentados brutalmente a lo largo de la >guerra fría, se necesitaron mutuamente para reforzar su cohesión social. Cuando terminó la confrontación ambos países tuvieron problemas de integración nacional, aunque con mucho más graves consecuencias, por cierto, la Unión Soviética, que se desintegró tan pronto como terminó la guerra fría. Su unidad interna, impuesta por la ortopedia marxista del partido único, se mantuvo mientras al frente tenía a Estados Unidos como su enemigo. Cuando éste desapareció se debilitaron los lazos interiores. Por eso, en 1987 Georgiy Arbatov, asesor del presidente Mijail Gorbachov de la Unión Soviética, en los momentos en que se ponía en marcha la >perestroika y el >nuevo pensamiento, se dirigió a los norteamericanos y les repitió las palabras de Sila: “¡Estamos haciendo algo terrible para ustedes: les estamos librando de un enemigo!”.
A los viejos trizamientos económico-sociales que separan a los hombres de la ciudad y del campo, a los ricos y pobres, a los que tienen acceso al conocimiento y a los que están marginados de él, a los trabajadores de la economía formal y los de la >economía informal, a los bien alimentados y los desnutridos, que han gravitado larga y pesadamente sobre las sociedades esquizofrénicas del mundo subdesarrollado, hay que sumar los nuevos elementos que han surgido de la revolución electrónica, de los avances de la ingeniería biogenética, de la sociedad del conocimiento y del nuevo orden internacional.
La globalización ha significado paradójicamente la fragmentación interna de los países pobres por la vía de la profundización de sus diferencias sociales y económicas. Hay una tremenda dinámica globalización-fragmentación. Los amplios horizontes del flujo económico y de las comunicaciones que se abrieron en el período de la postguerra fría han producido contradictoriamente un acusado fraccionamiento interno en ellos por la profundización de las desigualdades socioeconómicas. El proceso de globalización ha tomado la iniciativa en la organización de los mercados y ha acentuado terriblemente las disparidades sociales. Un pequeño grupo se ha visto favorecido por la internacionalización de la economía y un amplísimo sector ha resultado víctima de las nuevas relaciones económicas que ha traído consigo este fenómeno. Se ha creado un verdadero culto a las diferencias. Todo está hecho para marcarlas, para señalarlas indeleblemente, para que se vean a simple vista. El aparato de la publicidad comercial las estimula. Todo el sistema opera sobre las desigualdades sociales, que sin duda son factores que contribuyen poderosamente a debilitar la cohesión social.
En la moderna >sociedad del conocimiento hay una tendencia hacia la concentración del saber —particularmente del saber científico y tecnológico— en pocas mentes, que agudizará la segmentación de la sociedad y la injusta distribución del ingreso. Temo mucho que la acumulación del conocimiento juegue un papel disociador y polarizante similar al que ha jugado la concentración del ingreso en pocas manos. No tengo dudas de que el monopolio del conocimiento en pequeños grupos y la formación por la vía electrónica de una poderosa y exclusivista comunidad empresarial por encima de las fronteras estatales van a profundizar la injusta distribución del ingreso y van a poner en riesgo los derechos humanos básicos. En la economía del conocimiento —que será una economía digital fundada en bites almacenados en la memoria de los ordenadores y con capacidad para movilizarse por la red a la velocidad de la luz— el acceso a las nuevas tecnologías, por la propia naturaleza de éstas, no podrá ser patrimonio de muchos. Pensemos, por ejemplo, en que para comprar un computador personal un habitante pobre de Bangladesh necesitaría invertir los ingresos de ocho años de trabajo. El efecto de polarización se producirá al interior de los países y entre ellos. El mundo marchará a dos velocidades cada vez más distantes —la de los países industriales y la de los países rezagados—, lo cual agudizará el proceso de acumulación del atraso en el tercer mundo.
Todo indica que el conocimiento tecnológico, lejos de garantizar el progreso de todos y la formación de sociedades igualitarias, va camino de constituirse en un elemento de disociación y exclusión social. Con su extraordinario dinamismo —el conocimiento hoy se duplica cada 4 o 5 años— parece destinado a desempeñar el mismo rol polarizante que por largo tiempo ha jugado la riqueza concentrada en reducidos grupos de la sociedad.
Sin embargo, no todos ven las cosas así. Por ejemplo, al afrontar el tema del paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información, Francis Fukuyama en su libro “La Gran Ruptura”, publicado en el 2000, dice con sobra de candor que “una sociedad basada en la información suele producir más cantidad de dos bienes muy valorados en las democracias modernas: libertad e igualdad”. La realidad muestra todo lo contrario: un estrechamiento de la libertad para las grandes masas empobrecidas que no son libres para escoger su destino y viven sometidas al yugo esclavizante de su pobreza y de su ignorancia.
Es muy triste que el conocimiento tecnológico marque una implacable división de los individuos y de los países entre los que saben y los que no saben.
El profesor norteamericano de origen japonés Michio Kaku, que enseña física teórica en la Universidad de Nueva York, al tratar de vislumbrar los efectos que sobre la vida humana tendrán los avances de la ciencia en el siglo XXI, añade un nuevo factor de desunión social: la cuestión genética. Afirma que si la capacidad de cálculo de los ordenadores sigue duplicándose cada 18 meses, como hoy ocurre, será posible descodificar todos los genes humanos, de modo que en el 2020 cualquier habitante del planeta podrá conocer su código genético —compuesto por 30 mil genes— y llevarlo consigo en una tarjeta de plástico “como si fuera el manual de instrucciones de uso de su cuerpo”. A partir de lo cual la ciencia estará en posibilidad de curar las enfermedades hereditarias, de frenar el envejecimiento, de duplicar la esperanza de vida, de mejorar la condición humana y de manipular a discreción los genes con ayuda de la ingeniería biogenética y de los ordenadores. Podrá, por ejemplo, decidir la talla, el color de los ojos y del cabello y los aspectos de la personalidad de un ser humano. Le será posible formar seres superdotados para las diversas áreas de la actividad privada o pública. Dice el profesor Kaku que en lugar de que un padre gaste miles de dólares anuales en las clases de violín de su hijo, le resultará más sencillo sustituirle el gen responsable del oído musical óptimo.
Los avances de la ingeniería genética bien pueden conducir hacia sociedades polarizadas y divididas ya no por razones de riqueza, etnia o educación solamente, como en el pasado y en el presente, sino también por la calidad de los genes de las personas. Según la prognosis diseñada por el profesor de biología molecular, ecología y biología evolutiva de la Universidad de Princeton, Lee M. Silver, en su libro “Vuelta al Edén”, habrá en el futuro más o menos cercano dos clases de genes humanos: los genes enriquecidos —a los que llama “genricos”— y los genes naturales. Los primeros darán a las personas ventajas enormes en su capacidad física y mental. Harán de ellas seres superdotados: más sanos, inteligentes y vitales. Pero por razones económicas esos genes sólo estarán al alcance de la gente adinerada, puesto que serán genes producidos en laboratorio. Esa gente podrá escoger los genes que quiere comprar para implantar a los hijos: si quiere genes para gobernantes, para hombres de negocios, para artistas, para profesionales, para intelectuales, para deportistas o para cualquier otra actividad humana específica. Por tanto, la distancia entre los portadores de los genes enriquecidos y los de los genes naturales se marcará cada vez más en perjuicio de estos últimos. Y se formará progresivamente una sociedad completamente polarizada, en la cual el gobierno, la economía, las finanzas, la administración pública y privada, los medios de comunicación, los mandos militares y, en general, todos los instrumentos de dominación social estarán controlados por los miembros de la clase genéticamente enriquecida, bajo cuyas órdenes trabajará la clase genéticamente inferior en el desempeño de tareas de baja productividad y de exiguas remuneraciones.
Lo cual significará que, a la amplia gama de desigualdades sociales que tan larga y pesadamente han gravitado sobre los hombres, se agregará una nueva desigualdad: la desigualdad genética, que a su vez originará nuevas, radicales y profundas disparidades sociales.
Esta podría ser una posibilidad cierta en el futuro si el desfase entre los avances de la ciencia y los progresos de la moralidad humana sigue creciendo.
Pero, como dije antes, la expresión cohesión social tiene también una segunda significación: la aproximación de los sistemas fiscales, monetarios, financieros, crediticios y de política social entre los países de la Unión Europea para instrumentar la Unión Económica y Monetaria (UEM) e implantar la moneda única.
Esta es una expresión usual en el mundo de la integración económica y política europea.
En el Tratado de Maastricht celebrado el 7 de febrero de 1992, que dio nacimiento a la Unión Europea, se estableció el llamado criterio de convergencia —convergence criteria— para que los países miembros pudieran alcanzar una relativa homogeneidad y cohesión en cuanto a los índices de precios, los tipos de cambio, el equilibrio fiscal, las tasas de interés, los índices de bienestar y, en general, las políticas económicas y sociales, a fin de hacer posible el programa de la moneda común. En esa línea de acción los países europeos hicieron un gran esfuerzo de aproximación de sus principales indicadores macroeconómicos: tasa de inflación anual no superior al 1,5% de la cifra de los tres Estados miembros de índice inflacionario más bajo; déficit fiscal no mayor del 3% del PIB en cifras de 1997; deuda pendiente de pago no superior al 60% del PIB calculado para 1997; moneda estable en la banda de fluctuación del sistema monetario europeo durante los dos años anteriores; y tipos de interés a largo plazo de no más de un 2% sobre el nivel medio de los tres Estados miembros con la menor inflación.
Bajo tales parámetros, el 2 de mayo de 1998 el Consejo de la Unión Europea reconoció de acuerdo con las estipulaciones de Maastricht que Alemania, Austria, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos y Portugal habían alcanzado el grado de cohesión social necesaria, en los términos señalados en el denominado criterio de convergencia, para participar como miembros iniciales de la Unión Económica y Monetaria de Europa (UEM) y adoptar la moneda única —el >euro— que empezó a operar en los mercados financieros de los once países desde el primero de enero de 1999 aunque la circulación de sus billetes y de su moneda fraccionaria se inició el primer día del año 2002.
A este proceso de aproximación económica de los países europeos se suele denominar también cohesión social: es una cohesión social regional.
En efecto, el tema puede considerarse también en el orden de las relaciones internacionales, en que los pueblos están frecuentemente separados por sus identidades nacionales, sus diferentes y a veces hostiles antecedentes históricos, sus discrepantes intereses geopolíticos y geoeconómicos, sus distintas visiones de futuro. Y aunque la guerra internacional es una posibilidad cada vez más remota, el diálogo entre ellos se impone para consolidar la amistad y enriquecer la cooperación económica. Incluso, como lo hace notar Samuel Huntington en su libro “The Clash of Civilizations”, resulta indispensable el diálogo entre las civilizaciones para prevenir los choques futuros que se presentan con altos grados de probabilidad.
Sin duda, en el curso de los tiempos las religiones han sido factores de unificación o de ruptura social. Ellas han podido contribuir a asegurar la cohesión social o a destruirla. Afirma al respecto el filósofo francés André Comte-Sponville, en su libro “El alma del ateísmo” (2006), que la comunión de la misma fe “favorece la cohesión social al reforzar la comunión de las conciencias y la adhesión a las reglas del grupo”, dado que “la comunión es la que forma la comunidad”.
Sostiene Comte-Sponville que las religiones tienden a formar una comunión dentro de la sociedad en la que operan, o sea una comunidad de personas que profesan la misma fe y que gozan de iguales bienes espirituales. Dice que la comunión, o sea la acción y efecto de comulgar, es decir, de “compartir sin dividir” una serie de bienes intangibles en el seno de la sociedad —el amor a la patria, la justicia, la libertad, la solidaridad—, ha sido y es una de las funciones sociales de la religión. Afirma que “no hay sociedad sin vínculo” ni “sociedad sin comunión”, aunque el vínculo y la comunión no sean necesariamente religiosos, y concluye que “ninguna sociedad puede prescindir de comunión pero no toda comunión es religiosa”.
Tradicionalmente ha sido la religión un factor de identidad y de cohesión al interior de las comunidades, pero con la secularización de las sociedades modernas y el debilitamiento de los lazos religiosos ese factor ha perdido buena parte de su eficacia. De modo que la cohesión social se ha debilitado desde este punto de vista. Sin embargo, tengo la impresión de que este no es el caso de algunos pueblos orientales que, dolidos y humillados por la penetración de la cultura occidental a través de los conocimientos científicos y tecnológicos, tratan de contrarrestar sus sentimientos de alienación y su crisis de identidad mediante un mayor apego a la religión, que les puede ofrecer las respuestas de identidad nacional que necesitan. Ella es una especie de tabla de salvación en su naufragio cultural. Eso se ve claramente en los pueblos musulmanes. Su fanatismo religioso, inculcado por el poder político y el religioso, tiene esa explicación. Los pueblos se aferran desesperada y furiosamente a la religión como medio de proteger su identidad y defender los valores culturales amenazados. La religión se presenta en ellos como el antídoto contra la modernización que les viene de Occidente y que destruye sus creencias tradicionales. De ninguna manera estoy de acuerdo con el controversial profesor Huntington en su afirmación de que en un primer momento del proceso de modernización se produce una asimilación de los elementos sustanciales de la cultura occidental en los pueblos no occidentales, pero que, a medida en que se acelera este proceso, la cultura autóctona experimenta un movimiento de recuperación y las comunidades recobran su poder y su confianza al tiempo que fortalecen el compromiso con su cultura. Eso no se da realmente. La penetración cultural de Occidente es irreversible. Lo podemos ver no solamente en los grandes avances científicos y tecnológicos sino también en los actos y las usanzas de la vida cotidiana.
Hay quienes sostienen que Europa vive un proceso de debilitamiento de su cohesión social causado por la aluvional migración de musulmanes a su territorio, que empezó en la segunda mitad del siglo XX y continuó en el siglo XXI, acicateada por las necesidades de mano de obra barata para los procesos de producción europeos, de un lado, y de otro, atraída por los beneficios que la seguridad social de los países europeos ofrece a todos sus habitantes.
Lo cierto es que millones de musulmanes, huyendo de la pobreza, el caos político y las sanguinarias dictaduras en sus países de origen, se embarcaron hacia Europa: hacia la Europa "infiel", que dicen los musulmanes.
En esta operación hay elementos contradictorios: la inmigración islámica es recibida con una cierta hostilidad por los ciudadanos europeos pero los beneficios del bienestar social de sus países se extienden a los inmigrantes, especialmente si están desocupados. Y esto atrae la inmigración. El investigador social islámico egipcio Ali Abd al-Aal, en una entrevista televisual el 12 de octubre del 2012 en la cadena satelital Mayadeen TV de Líbano, afirmó que el 80% de los musulmanes en los países de la Unión Europea vive de la seguridad social estatal, que es uno de los principales atractivos para la inmigración musulmana.
Pero la hostilidad hacia los inmigrantes no solamente viene de los xenófobos y racistas tradicionales —con xenofobia agudizada por los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, el 11 de marzo del 2004 en Madrid, el 7 de julio del 2005 en Londres— sino también de otros sectores de la opinión pública europea que se han manifestado contra la apertura migratoria a los musulmanes, que son los inmigrantes más distantes en términos culturales, religiosos e idiosincrásicos.
Tales distancias han conducido a que ellos formen en las zonas periféricas y pobres de las ciudades europeas barrios enteros musulmanes —que son verdaderos guetos, donde se mueven fanáticos religiosos— en los que se difunden religión, prácticas y costumbres islámicas. Por esos lugares no puede pasar una mujer sin cubrirse la cabeza. Los matrimonios son endogámicos. Tienen sus propias escuelas coránicas. Las numerosas mezquitas convocan grandes congregaciones —probablemente mayores que las de otras iglesias—, desde donde se emiten mensajes antioccidentales. Al interior de esos barrios impera de facto la sharia, o sea la ley islámica, y a ellos no ingresan los mandatos legales del Estado anfitrión ni sus autoridades nacionales. Todo lo cual socava la cohesión social de los países europeos.
El islamismo —que a más de religión es una ideología política de tendencia teocrática y fundamentalista— señala reglas de comportamiento social. Por eso Winston Churchill decía del Islam que era "la fuerza más retrograda en todo el mundo" y solía comparar el Corán con el Mein Kampf de Hitler.
La inmigración musulmana no se ha asimilado ni incorporado a los países receptores sino que ha creado en ellos sociedades paralelas y subculturas. Sus integrantes consideran que su lealtad con el Islam es mucho más importante que su lealtad con el país que los recibe. Eso ha llevado a los adversarios de la inmigración islámica a decir que los inmigrantes no han llegado para integrarse a las sociedades receptoras sino para pretender “colonizarlas” e imponer la ley islámica. E, incluso, instaurar un califato de dimensiones mundiales, que someta al continente europeo y a los otros continentes.
En el año 2014 vivían en Europa 54 millones de musulmanes. Eran 29,6 millones en 1990. En Francia representaban un 7,5% de la población, en Bélgica un 6%, en Suiza 5,7%, en Holanda 5,5%, en Alemania 5%, en Inglaterra 4,6%. En varias de las ciudades un alto porcentaje de su población era musulmana —Marsella, París, Amsterdam, Malmoe, Madrid, Sevilla, Londres, Birmingham, Bruselas, Berlín, Colonia, Bradford— y en ellas se han producido movilizaciones hostiles contra sus gobiernos e instituciones.
Como información referencial, anoto que Rusia tenía 21’513.046 islámicos (o sea el 15% de su población), Estados Unidos de América 4’500.000 (1,5%) y China 19’827.778 (1,5%).
En lo que a Francia se refiere, Marsella —su segunda mayor ciudad— es la más musulmana de Europa: casi la mitad de sus 852.000 habitantes es islámica —en su mayoría de origen argelino y tunecino—, llegados en las últimas décadas. Marsella tiene graves problemas de pobreza, desempleo y criminalidad.
La comunidad musulmana de Francia, principalmente de origen argelino, obediente al Frente Islámico de Salvación (FIS) de Argelia, ha lanzado numerosas intifadas en las calles de París y de otras ciudades para reivindicar el derecho de las colegialas islámicas a portar la niqab —el velo que cubre el rostro y sólo deja descubiertos los ojos— dentro de las aulas y de vestirse de acuerdo con sus creencias religiosas, cosa que contradice la laicidad del Estado francés establecida en sus leyes. En el año 2005, a lo largo de varias semanas, estallaron violentos desórdenes desatados por la comunidad musulmana en protesta por la muerte de dos jóvenes que, al huir de la policía, treparon a una subestación eléctrica y se electrocutaron. Hubo duros enfrentamientos con la policía. Los amotinados, en su intento de desarticular la sociedad francesa, efectuaron toda clase de acciones violentas e incendiaron centenares de automóviles en las calles de París y de otras ciudades francesas a lo largo de siete semanas de amotinamiento. Los incidentes se extendieron hacia Bélgica, Dinamarca, Alemania, Holanda, Suiza y Grecia.
En general, a partir de los años 80 del sigo pasado, las guerras en el Oriente Medio, con participación de países árabes, han repercutido en Europa con olas de atentados terroristas.
Los líderes políticos europeos de la derecha radical consideran que la masiva inmigración musulmana a sus países constituye una amenaza para la seguridad de Europa. Sostienen que el islamismo, antes que una religión, es una ideología política con designios de dominio universal, que pretende la "islamización" de Europa occidental y central —islamización desde abajo: desde la base social— por la vía de la inmigración árabe, que es una inmigración "colonizadora". Les preocupan las altas tasas de natalidad de la comunidad musulmana —que contrastan con las muy bajas de las sociedades europeas— y sostienen que, en términos comparativos, la población europea disminuye mientras que la islámica crece. Y concluyen que, sobre la base de los 54 millones de musulmanes en Europa central y occidental —según cifras del 2014—, más de un 10% de la población en diez países europeos será musulmana en el año 2030.
En el Reino Unido hay también una fuerte población musulmana de características contestatarias, asentada en la periferia de Londres, que proviene principalmente de Pakistán e India.
En el año 2014 vivían en España alrededor de 1’800.000 musulmanes, procedentes principalmente del Magreb: marroquíes, argelinos y tunecinos. Representaban el 3,6% de la población. Su trabajo era mal valorado —y ellos lo sabían—, soportaban altos índices de desocupación laboral o se dedicaban a tareas de baja cualificación e insignificantes remuneraciones. Los españoles suelen citar los datos y cifras de la Guardia Civil, según los cuales uno de cada tres magrebíes ha sido detenido por la comisión de delitos y casi la mitad de los presos extranjeros en cárceles españolas eran árabes. Claro que las condiciones económicas y sociales de esos inmigrantes son terriblemente angustiantes, lo cual les acerca más a la delincuencia.
En Francia ocurría algo parecido. Según datos del 2014, entre el 60% y el 70% de los presidiarios eran musulmanes. En Holanda lo era el 20% de la población carcelaria. Representando el 6% de la población total de Bélgica, los musulmanes formaban el 16% de la población encarcelada. En Inglaterra los inmigrantes islámicos constituían el 2,8% de la población general pero su incidencia delictiva representaba el 11% de la población carcelaria.