La noción de clase social es muy antigua. Aristóteles se preocupó ya de los diferentes grupos que, en función de su riqueza y de su rango, se habían formado en la sociedad. Expresó, con referencia a la realidad social de su tiempo, que existían “tres elementos: una clase muy rica, otra muy pobre y una tercera que se encuentra entre las dos”. Pensadores en todas las épocas tuvieron la misma preocupación. Los filósofos sociales de Inglaterra en el siglo XVIII utilizaron la palabra “clase” para designar un estamento o un rango en la sociedad. Al estudiar la circulación de la renta entre los diversos grupos, Francisco Quesnay (1694-1774) —el fundador de la >fisiocracia como escuela económica— distinguió tres clases sociales en su "Tableau Économique" (1758): la classe productive de los campesinos, la classe distributive de los propietarios de predios, que viven de la renta del suelo, y la classe stérile de los comerciantes. El político norteamericano James Madison escribió en “El Federalista” (1788) que “los propietarios y los que carecen de bienes han formado siempre distintos bandos sociales”. Sin embargo, salvas las pocas excepciones de los precursores de la sociología norteamericana, la mayor parte de los investigadores sociales de ese tiempo ignoró esta realidad y sostuvo, por el contrario, que la norteamericana era una ”sociedad sin clases” o una “sociedad de clase media”.
En la Revolución Francesa, en que empezó a vislumbrarse una cierta conciencia de clase entre los elementos que conformaban la sociedad estamental, el activista político Jean-Paul Marat (1743-1793) pretendió organizar le peuple como classe.
La mayoría de los pensadores sociales del siglo XIX refirieron el concepto de clase al conjunto de los burgueses y al de los obreros. el pensador francés Claude-Henri de Saint-Simon (1760-1825), mirando la cuestión socioeconómica, sostuvo que la Revolución de Francia representó la transición de una sociedad de tres clases sociales —la noblesse, los bourgeois y los industrielle— hacia una sociedad biclasista: bourgeois e industriels.
En los estudios de la sociedad francesa hechos por el sociólogo y economista alemán Lorenz von Stein (1815-1890) se esbozó el conflicto entre las dos clases con intereses contrapuestos.
El diplomático belga Jean Baptiste Nothomb (1805-1881), coautor de la Constitución de Bélgica después de la revolución de 1830, sostuvo que, aunque la acción revolucionaria eliminó la nobleza y el clero como factores de poder dentro del Estado, “siempre habrá dos clases de hombres: una que vende el trabajo y otra que lo paga”.
Aunque Carlos Marx reconoció en una carta dirigida a Georg Weydemeyer en marzo de 1852 que no le cabe “el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna, ni la lucha entre ellas”, la verdad es que fue él, sin duda, quien definió con la mayor precisión lo que debía entenderse por clases sociales.
Son grupos distintos que se forman y consolidan en razón del lugar que sus miembros ocupan en la sociedad, de las tareas que desempeñan en el proceso productivo, de la relación que mantienen con la propiedad de los medios de producción y de la proporción en que reciben los beneficios de las faenas productivas. Sus integrantes, unificados por su común ubicación social y por el papel que juegan en el proceso de la producción y el intercambio, asumen una determinada conciencia de clase, que es la convicción clara de que pertenecen a ese grupo social y no a otro y de que están unidos entre sí por los mismos intereses económico-sociales.
Pero la conciencia de clase es más que la identidad objetiva de intereses económicos entre los individuos: es la percepción que éstos tienen acerca de su comunidad de origen y de destino y la identificación que hacen de su adversario común en el proceso de la producción e intercambio de los bienes económicos. La clase dominante sabe que su ubicación e intereses son contrapuestos a los de los trabajadores y éstos suelen tener igual percepción. Sin embargo, en la teoría marxista de las clases sociales, que es sin duda la más consistente y mejor estructurada, se afirma que el solo hecho de la identidad de intereses no garantiza la formación de la conciencia de clase. Marx puso el ejemplo de los campesinos franceses —cuya situación analizó en su libro “Las luchas de clase en Francia”—, de quienes dijo que difícilmente podían formar una conciencia de clase, a pesar de la identidad de intereses, porque las condiciones de aislamiento en que trabajaban les ponían más en contacto con su patrón que con los otros campesinos. En cambio, en la gran fábrica capitalista las cosas eran diferentes: la concentración de los obreros en el lugar de trabajo favorecía el desarrollo subjetivo de esta forma de conciencia, que pronto colocaba a los obreros en posición de lucha común contra la otra clase.
En 1919 Lenin definió con admirable precisión el concepto marxista de las clases: son los “grandes grupos de hombres que se diferencian según su lugar en un sistema históricamente determinado de la producción social, según su relación (a menudo fijada y formulada en leyes) con los medios de producción, según su papel en la organización social del trabajo y, consecuentemente, según el modo de la obtención y la magnitud de su parte en la riqueza social”. Todo lo cual está dispuesto de manera que el grupo dominante pueda “apoderarse del trabajo del otro a causa de la diferencia de su situación en un determinado sistema de producción social”.
En la dinámica de la sociedad burguesa, la clase dominante no puede dejar de generar la clase o clases dominadas, de cuyo trabajo vive y se enriquece. Esto plantea inevitablemente la >lucha de clases. Las clases contendientes son parte de la dialéctica de la sociedad capitalista y el antagonismo entre ellas es inevitable aunque su intensidad sea variable según las circunstancias.
Generalmente se divide a una población en tres clases sociales básicas: la de altos ingresos (llamada también clase alta), la de ingresos intermedios (clase media) y la de bajos ingresos (clase baja). Caben, sin embargo, ciertos desglosamientos y matices al interior de los tres estratos dependiendo de las características de la estructura social de cada lugar. Se distinguen, por ejemplo, varios tipos de clase alta o se habla de “clases medias” en atención a la heterogeneidad de los estratos intermedios o se designa con el nombre de “subproletariado” a la clase aun más pobre y sumergida que está por debajo del proletariado.
Los miembros de una clase social están unificados por el tipo de trabajo que desempeñan, el nivel de sus ingresos, su estilo de vida, el destino que dan a su tiempo libre, sus usos y costumbres, sus concepciones éticas y sus apreciaciones estéticas. En algunas sociedades entran en juego también el linaje y otros factores étnicos, que determinan para cada persona un status social.
Por consiguiente, la división de una sociedad en clases responde a un proceso complejo de diferenciación de las personas en función de sus relaciones de producción y de propiedad, de su comportamiento en la vida social y también de su mundo interior —la conciencia de clase— que es la manera cómo los individuos se ven a sí mismos y ven a los otros dentro de la vida colectiva.
Dentro de la moderna >sociedad del conocimiento forman parte de la polarización social la <brecha digital, o sea la distancia que marca entre los grupos sociales el acceso a los conocimientos y bienes de la >informática; y la brecha nanotecnológica, determinada por el avance de la nanociencia y de la >nanotecnología modernas.
Es importante señalar que las clases sociales son agrupamientos de hecho que se producen en una sociedad como resultado de su propia dinámica económica y de la disparidad en el reparto del ingreso. La ley no sólo que no las crea sino que las condena. Esta es la diferencia específica con las <castas, que son creación de la ley, por mandato de la cual cada persona pertenece irrevocablemente a una de ellas desde su nacimiento y no le está permitido pasarse a otra. En cambio, la pertenencia a una clase social se da mientras las condiciones del ingreso monetario de las personas y el lugar que ocupan en el proceso de la producción se mantengan sin modificación. Si ellos cambian, las persona de hecho dejan de pertenecer a una clase para ingresar a otra. Esta movilidad es de doble vía: se puede ascender o descender en el escalafón social. Si una persona mejora de fortuna, abandona su clase originaria y asciende a la superior; pero si sus condiciones económicas se deterioran, baja a la clase inferior. En otras palabras, la escisión de clases dentro de una sociedad no depende de la ley sino de la estructura económica de ella: es una expresión de las desigualdades sociales imperantes. La ley, por el contrario, generalmente postula que las personas son formalmente iguales, aunque esa postulación con frecuencia se ve contradicha por la realidad social.
Dependiendo de la ubicación de las clases en la estructura social —si dominante, si sometida— ellas tienen sus privilegios y sus cargas. Estos son rígidos e ineludibles en las sociedades de acusada estratificación social. Solamente las acciones revolucionarias o reformistas pueden cambiarlos. La finalidad de tales acciones es precisamente modificar por su base el orden de privilegios y de gravámenes sociales que tienen las diferentes clases.
El sociólogo y economista alemán Max Weber (1864-1920) explica la existencia de las clases sociales de otra manera. Afirma que ellas surgen y se plasman en función de la relación de las personas con el mercado. La posibilidad de acceso de ellas al mercado determina la clase social a la que pertenecen. El mercado se encarga de hacer las discriminaciones y otorgar los privilegios en función del poder de compra de la gente. En consecuencia, forman parte de una clase social los que tienen la misma situación de mercado, o sea los que poseen iguales posibilidades objetivas de acceso a los bienes que allí se venden. Por supuesto que la clase propietaria está en posición de privilegio para triunfar en la competencia por la adquisición de tales bienes. Sus posibilidades son infinitamente superiores a las de otros grupos dentro de la sociedad. Pero, a diferencia de Marx, Weber no señala una relación forzosa entre la clase social a la que pertenece una persona y su pensamiento y ubicación políticos. La comunidad de intereses, según él, no es suficiente para dirigir a las personas hacia determinada situación política, aunque afirma que “es posible” que los individuos con iguales intereses económicos se comporten de manera semejante en el ámbito político.
Al margen de las clases, Weber señala la división de las personas según su estatus, es decir, según su estilo de vida, el modo de comportarse, el uso de un cierto lenguaje —incluso de un acento peculiar—, los modelos de consumo, la forma de vestir, los matrimonios que realizan, el tipo de relaciones sociales que mantienen, las profesiones que ejercen, los gustos y preferencias que tienen y la forma de percibirse a sí mismos y de percibir a los demás. Ese es el estatus que, según el sociólogo alemán, es independiente de la clase social y obedece a motivaciones diferentes.
Las clases sociales son propias de sociedades maduras y evolucionadas, donde aquéllas han logrado estratificarse a lo largo del tiempo en función del papel que desempeñan en el proceso productivo y asumir fisonomía propia. Las diferencias entre unas clases y otras son tajantes. Los intereses que representan están claramente diferenciados. Pero me temo que ese no es el caso de las sociedades inmaduras y en vías de desarrollo, como las latinoamericanas, por ejemplo, en las que no existen realmente clases sociales sino <capas sociales. En algunas de esas sociedades incluso las clases están dobladas o trizadas por la etnia, la cultura o la religión, lo cual torna aun más compleja la situación.
En sociología se conoce con el nombre de >movilidad social a la posibilidad que las personas tienen de cambiar de clase social, es decir, de salir de una para entrar a otra. En unas sociedades hay mayor facilidad que en otras para esto. Unas sociedades tienen clases más rígidas e impermeables que otras y, por tanto, su movilidad social es menor.
En Estados Unidos de América hay clases bien definidas en función de diversos valores muy peculiares de la sociedad norteamericana, tales como la fortuna, la forma en que fue adquirida (la herencia, para este efecto, tiene mayor valor que otros modos de adquirirla), nivel de educación, profesión, raza, religión, barrio en que vive, clubes que frecuenta, apellido y número de generaciones afincadas en el país. En función de estos valores se produce la estratificación social. Los sectores racistas suelen utilizar la palabra WASP, formada por las siglas de:white, anglo saxon, protestant, para señalar a los norteamericanos de elite social. En los años 90 del pasado siglo surgieron los hewnies (highschool educated-white-males), hombres blancos de clase media que, con una mezcla de racismo y reivindicación socio-económica, sostienen que las verdaderas víctimas del sistema político norteamericano de los últimos años son los hombres blancos de la clase media, cuyo nivel de vida se hunde día a día bajo el peso de las prestaciones del gobierno a favor de las minorías y de los grupos que sobreviven con base en la ayuda social del Estado. Odian a las víctimas históricas de la discriminación: los negros, los hispanos, los homosexuales, las lesbianas, los desocupados, los inmigrantes, los feministas, los ecologistas. Postulan la reducción drástica de los programas de ayuda social y la supresión de las medidas que favorecen a las minorías. Se sienten ignorados por el gobierno y quieren la totalidad de Estados Unidos para ellos. Pero a pesar de todo esto, es indudable que existe en ese país una notable movilidad social, es decir, una gran permeabilidad en la sociedad norteamericana de modo que las personas pueden pasar con relativa facilidad de una clase a otra cuando son capaces de modificar los elementos diferenciadores.
El gran ideal hasta hoy incumplido del pensamiento y práctica socialistas es formar una sociedad sin clases, igualitaria y fraterna, en la que los hombres sean libres y puedan vivir con dignidad.
Esto no pudo alcanzarse en las experiencias marxistas. Su meta central de forjar una sociedad sin clases no fue posible, no obstantes los esfuerzos que ciertamente hicieron para conseguirlo. Más pudo el egoísmo humano. El político y escritor marxista yugoeslavo Milovan Djilas (1911-1995) denunció hace más de cuarenta años que en las sociedades comunistas había surgido una “nueva clase” explotadora incrustada en el <aparato del partido comunista y del Estado. Ella es —afirmó Djilas— “la que usa, administra y controla oficialmente tanto la propiedad nacionalizada y socializada como la vida entera de la sociedad. El papel de la burocracia en la sociedad, es decir la administración monopolista y el control de la renta y los bienes nacionales, le da una posición especial privilegiada”. Y añadió: “La propiedad no es sino el derecho al beneficio y la dirección. Si se definen los beneficios de clase por ese derecho, los Estados comunistas, en último análisis, han visto el origen de una nueva forma de propiedad, o de una nueva clase gobernante y explotadora”.
Esa “nueva clase” en los países marxistas estuvo primordialmente constituida por los “apparatchik”, es decir, por los miembros del “apparat” del Estado y del partido comunista. Encumbrados burócratas estatales, militares de alto rango, jerarcas del partido y tecnócratas importantes formaron parte de la “nueva clase” dominante. Los ciudadanos comunes, los trabajadores y los campesinos se mantuvieron como clase dominada. Pese a sus esfuerzos, el >marxismo no pudo terminar con la escisión de la sociedad en clases. Suprimió las clases tradicionales de la sociedad capitalista pero las sustituyó por otras. Las confrontaciones sociales perduraron. La “dominación del hombre por el hombre” siguió su marcha. Y continuó siendo verdadera la afirmación del >Manifiesto Comunista de que “la historia de toda sociedad humana, hasta nuestros días, es la historia de las luchas de clases”.
En el mundo “globalizado” y chato en que vivimos, que deja muy poco espacio para las originalidades, se ha generalizado la expresión “clase política” para referirse al conjunto de la dirigencia de los partidos. Esta expresión, cuyo origen no he podido establecer, se repite sin ningún sentido crítico en todas partes. Es una de las modas actuales. Pero resulta disparatado hablar de <“clase política” para designar a personas situadas en los más diversos lugares del escalafón social y económico, que cumplen distintos papeles en el proceso de la producción, que perciben ingresos desiguales, que sustentan disímiles ideologías, tienen diferentes modos de pensar y formulan dispares propuestas programáticas. Aquí hay un error conceptual. La dirigencia política no es en modo alguno una “clase social” desde el punto de vista sociológico sino un mosaico de diversidades ideológicas, políticas y económicas.
Dos profesores norteamericanos han dibujado recientemente un sombrío cuadro de polarización social hacia un futuro que puede resultar no muy lejano si el desfase entre los adelantos de la ciencia y el atraso de la moralidad humana sigue moviéndose al ritmo actual. Desde este punto de vista, los riesgos sociales de los avances de la ingeniería genética pueden ser muy grandes porque bien pueden conducir hacia sociedades polarizadas y divididas ya no por razones de riqueza, etnia o educación, como en el pasado y en el presente, sino por la calidad de los genes de las personas. El profesor norteamericano de origen japonés Michio Kaku, que enseña física teórica en la Universidad de Nueva York, mirando hacia el siglo XXI, afirma que si la capacidad de cálculo de los ordenadores sigue duplicándose cada 18 meses, como hoy ocurre, será posible descodificar todos los genes humanos, de modo que en el 2020 cualquier habitante del planeta podrá conocer su código genético —compuesto por 30 mil genes— y llevarlo consigo en una tarjeta de plástico. A partir de lo cual la ciencia estará en posibilidad de manipular a discreción los genes humanos con ayuda de la ingeniería biogenética y de los ordenadores y podrá, por ejemplo, decidir la estatura, el color de los ojos y del cabello y los elementos de la personalidad de un ser humano. Podrá formar seres humanos superdotados para las diversas áreas de la actividad privada o pública. Dice el profesor Kaku que en lugar de que un padre gaste miles de dólares anuales en las clases de violín de su hijo, le resultará más sencillo sustituirle el gen responsable del oído musical óptimo.
Por su parte, el profesor de biología molecular, ecología y biología evolutiva de la Universidad de Princeton, Lee M. Silver, en su libro “Vuelta al Edén” (1998), diseña una “prognosis” no menos intranquilizadora cuando afirma que habrá en el futuro más o menos cercano dos clases de genes humanos: los genes enriquecidos —a los que llama “genricos”— y los genes naturales. Los primeros darán a las personas ventajas enormes en su capacidad física y mental. Harán de ellas seres superdotados: más sanos, inteligentes y vitales. Pero por razones económicas esos genes sólo estarán al alcance de la minoría adinerada, puesto que serán genes producidos en laboratorio. Ella podrá entonces escoger los genes que quiere comprar para implantar a los hijos: si quiere genes para gobernantes, para líderes políticos, para hombres de negocios, para artistas, para profesionales, para intelectuales, para deportistas o para cualquier otra actividad humana específica. Por tanto, la distancia entre los portadores de los genes enriquecidos y los de los genes naturales se marcará cada vez más en perjuicio de estos últimos. Y se irá conformando progresivamente una sociedad completamente polarizada, en la cual el gobierno, la economía, las finanzas, la administración pública y privada, el manejo científico y tecnológico, los medios de comunicación, los mandos militares y, en general, todos los instrumentos de dominación social estarán controlados por los miembros de la clase genéticamente enriquecida, bajo cuyas órdenes trabajará la clase genéticamente inferior en el desempeño de tareas de baja productividad y de exiguas remuneraciones.
Lo cual significa que el actual esquema de clases sociales tenderá a modificarse y que en ese futuro más o menos cercano la sociedad se escindirá en dos nuevas clases antagónicas: la de los genes enriquecidos, que será la clase dominante, y la de los genes naturales, que será la clase sometida. Esto sin duda se cumplirá salvo que se emparejen los ritmos de progreso de la ciencia con los de las convicciones éticas del ser humano.