Es la impropia y poco afortunada expresión que se suele usar para designar a la dirigencia política de un país, o sea al conjunto de los “políticos profesionales” que de una manera estable y permanente realizan las tareas públicas de la sociedad. Estos políticos han desarrollado una serie de conocimientos, habilidades y destrezas para el cumplimiento de su oficio. Tienen, en cierto sentido, una “especialización”. Sin embargo, hablar de ellos como “clase política” es, cuando menos, un abuso del lenguaje. Uno de los tantos abusos del lenguaje que se han vuelto frecuentes en la vida pública. El conjunto de dirigentes políticos no forma una clase social. Salvo el caso de los partidos marxistas, que son o pretenden ser partidos de clase, y en menor medida los partidos socialistas, todos los demás tienen en su seno hombres de extracción social distinta. Hay en ellos grandes y pequeños empresarios junto a trabajadores manuales y a hombres de las capas medias. Son, por lo general, aunque en distinta medida, partidos multiclasistas.
El concepto de clase, por definición, se refiere a una división horizontal de la sociedad y no a una división vertical como la que los partidos generalmente representan. Las clases son grupos distintos que se forman y consolidan en razón del lugar que sus miembros ocupan en la sociedad, de las tareas que desempeñan en el proceso productivo, de la relación que mantienen con la propiedad de los medios de producción y de la proporción en que reciben los beneficios de las faenas productivas. Sus integrantes, unificados por su común ubicación social y por el papel que juegan en el proceso de la producción y el intercambio, tienden a asumir una determinada conciencia de clase, que es la convicción clara de que pertenecen a ese grupo social y no a otro y de que están unidos entre sí por los mismos intereses económico-sociales.
Por consiguiente, resulta totalmente arbitraria la expresión “clase política” con la que se suele designar a los dirigentes partidistas. Aunque los partidos a los que representan no fueran multiclasistas sino uniclasistas, cosa que en puridad sólo tiende a ocurrir con los partidos marxistas, mal podría llamarse al conjunto dirigente de todos los partidos “clase política” si es evidente que encarna intereses económicos y sociales no sólo diferentes sino contrapuestos. Cómo pueden formar una misma “clase” personas que ocupan posiciones tan absolutamente diferentes en la organización de la producción, que reciben cuotas totalmente disímiles de los beneficios del trabajo social y que militan en partidos de ideologías distintas y acaso contrarias. Eso no tiene sentido alguno.
Probablemente esta denominación se originó en la teoría de las elites de Gaetano Mosca (1858-1941), uno de los precursores del >fascismo, en su libro “Elementi di scienza politica” publicado en 1896, en el que sostiene, de manera muy simple y elemental, que en todas las sociedades, desde las que apenas han llegado a los comienzos de la civilización hasta las más cultas y fuertes, existen dos clases de personas: la de los gobernantes y la de los gobernados. Dice que la primera, que es siempre la menos numerosa, desempeña todas las funciones políticas, monopoliza el poder y disfruta de las ventajas que van unidas a él, en tanto que la segunda, más numerosa, está dirigida y regida, de un modo más o menos legal o arbitrario, pero siempre violento, por la primera, a la que Mosca llama “clase dirigente” o “clase política”. Este pudiera ser el origen de la expresión, que fue compartida por uno de los precursores del fascismo italiano en los años 20 del siglo anterior, Vilfredo Pareto, autor de la teoría de la circulación de las elites.
El sociólogo alemán Robert Michels, en su libro “Political Parties” publicado en 1910, habla también de la ”clase política” —political class— pero se refiere con esta expresión a las minorías dominantes que, de acuerdo con su >ley de hierro de la oligarquía, ejercen inevitablemente el poder en las diferentes etapas de la historia, bajo cualquier signo ideológico.
La expresión fue más tarde del agrado de los científicos políticos norteamericanos que la utilizaron con frecuencia y la incorporaron a su repertorio. Uno de ellos, Francis Fukuyama —el autor de la hipótesis del >fin de la historia— escribió a comienzos de los años 90 del siglo anterior que se siente “constantemente sorprendido ante la estrechez de miras de la clase política de Washington” en referencia al hecho de que lee poco, ya que para ella no hay temas más importantes e interesantes que los de su propia agenda burocrática. La influencia norteamericana se desplegó sobre los políticos, los analistas políticos, los periodistas y hasta los publicistas latinoamericanos, quienes empezaron a usar y abusar de la expresión.