Esta palabra tiene dos acepciones: la primera se refiere al conjunto de ciudadanos de un Estado y, la segunda, al cúmulo de derechos y deberes políticos que cada uno de ellos tiene.
A la persona le asisten dos clases de derechos: unos que le son inherentes por su calidad humana, y que por tanto son comunes a todas las demás personas, y otros que le pertenecen en cuanto elemento políticamente activo del Estado, es decir, en cuanto >ciudadano.
Dentro de esta doble consideración del individuo —como persona humana y como ciudadano—, los primeros son los >derechos civiles, los >derechos sociales y los nuevos derechos del ser humano, que se extienden a todos los individuos, nacionales o extranjeros, mayores o menores de edad, que habitan en el territorio del Estado; y los segundos son los >derechos políticos, que pertenecen exclusivamente a la persona en cuanto miembro activo de la vida política del Estado.
No se deben confundir los conceptos >nacionalidad y ciudadanía. La nacionalidad es una especial condición de sometimiento político de una persona a un Estado determinado, sea por haber nacido en su territorio, sea por descender de padres naturales de ese Estado, sea por haber convenido voluntariamente en sujetarse políticamente a él. La ciudadanía, en cambio, es la calidad que adquiere el que, teniendo una nacionalidad y habiendo cumplido las condiciones legales requeridas, asume el ejercicio de los >derechos políticos que le habilitan para tomar parte activa en la vida pública del Estado y se somete a los deberes que le impone su calidad.
Por tanto, está claro que no puede haber ciudadanía sin nacionalidad, puesto que ésta es condición necesaria para aquélla, pero sí puede haber nacionalidad sin ciudadanía, como en el caso de los menores de edad o de los adultos interdictos por cualquier causa, que pertenecen al Estado pero que no tienen el uso de los derechos políticos.
En los últimos tiempos algunos analistas políticos, siguiendo el descaminado concepto de ciudadanía social enunciado por el sociólogo inglés Thomas H. Marshall en una conferencia pronunciada en la Universidad de Cambridge en 1952 —y ratificado más tarde en su libro “Class, Citizenship, and Social Development” (1964)—, han pretendido dar un nuevo e inusitado giro semántico a la palabra ciudadanía, que resulta totalmente ajeno a la Ciencia Política. Marshall habla de una ciudadanía de tres dimensiones: civil, política y social. La dimensión civil comprende, según él, “los derechos necesarios para la libertad individual —libertad personal, de palabra, de pensamiento y de culto—, el derecho de propiedad y de estipular contratos y el derecho de justicia”. La dimensión política está referida a la participación “en el ejercicio del poder público como miembro de un cuerpo investido de autoridad política o como elector de los miembros de un cuerpo de esa naturaleza”. Y la dimensión social de la ciudadanía abarca “todo el rango de derechos que van del derecho a tener un bienestar económico adecuado y de seguridad hasta el derecho de compartir plenamente la herencia social y de vivir la vida como un ser civilizado de acuerdo con los estándares prevalecientes en una sociedad”.
El profesor argentino Eduardo Bustelo, por ejemplo, en lo que a mi juicio es un abuso del lenguaje, habla de “modelos de ciudadanía” y los concreta en dos: la “ciudadanía asistida” y la “ciudadanía emancipada”. Dice que ellas pueden ser descritas en “términos de dos modelos rivales que hoy disputan la orientación conceptual de la política social en América Latina”. El primer modelo —de la “ciudadanía asistida”— se ubica en la tradición más conservadora de la política económica y social y se concreta principalmente en las formulaciones teóricas de Friedrich von Hayek (1944) y de Milton Friedman (1962); y el segundo modelo —el de la “ciudadanía emancipada”— se inscribe en la tradición conceptual de los impulsores del Estado de bienestar y de los propiciadores de las sociedades incluyentes, en las que se busca una emancipación democrática de las personas y de los grupos.
Pero, desde los tiempos de los antiguos griegos y romanos, la ciudadanía tiene en realidad una sola dimensión: la dimensión política, que surge de la relación entre una persona —en rigor: un ciudadano— y el Estado al que pertenece por nacimiento o naturalización. En esa relación van envueltos los derechos políticos, o sea los que asisten a una persona en cuanto ciudadano, esto es, en cuanto elemento políticamente activo en la vida pública estatal.
Concuerdo con el profesor mexicano José Fernández Santillán (“El Despertar de la Sociedad Civil”, 2003), quien anota que “el error que se ha venido repitiendo desde Marshall consiste en condicionar el otorgamiento de derechos a la pertenencia a una determinada comunidad política, como si los individuos pudiesen tener derechos individuales y sociales a condición de ser ciudadanos de una comunidad política”. Y puntualiza que, desde los tiempos de Aristóteles, “ser ciudadano significa ser titular de poder público; ciudadano es quien participa en la formulación de las decisiones colectivas”. Y de esa participación estaban excluidos en aquella época los extranjeros, los esclavos, las mujeres, los menores de edad y los desafortunados.
Por supuesto que ninguna falta hace, para los fines de explicar los dos grandes sistemas económicos enfrentados en América Latina, deformar o desvirtuar de esa manera el concepto de ciudadanía, que desde los tiempos de los griegos y los romanos significa la pertenencia política de una persona a un Estado determinado. No soy partidario de las cosas innecesarias. ¿Para qué adulterar el concepto de ciudadanía y adjudicarle denotaciones y connotaciones extrañas? Como ya se dijo antes, la ciudadanía es el conjunto de los ciudadanos o el cúmulo de derechos y obligaciones políticos que ellos tienen como elementos políticamente activos de la vida estatal. Dicho en otras palabras, es el conjunto de deberes y derechos recíprocos entre los agentes y órganos estatales y las personas definidas en función de su pertenencia al Estado. No toda persona es ciudadano: lo es solamente la que reúne determinadas condiciones de nacionalidad, edad y ejercicio de los derechos políticos. Este fue el sentido que los griegos y romanos dieron al término en la relación entre gobernantes y gobernados. Él envuelve la idea de igualdad ante la ley y la de participación política, aunque en la época de las ciudades helénicas esa participación sólo se reconocía a los hombres libres nacidos en Grecia, que eran una minoría con relación al todo social, y no a la masa de esclavos que ofrecían su fuerza de trabajo para las tareas de producción económica. En Roma, por la Constitutio Antoniniana expedida por el emperador Caracalla en el año 212, se concedió la ciudadanía romana a todos los hombres libres del imperio, con excepción de las mujeres y los miembros de las capas inferiores de la sociedad.
Los derechos civiles se conceden en forma amplia y general a todas las personas sin distinción de raza, edad, sexo, idioma, religión, opinión política, origen nacional, posición social, capacidad económica o cualquier otra condición. Los derechos políticos, en cambio, se asignan solamente a los nacionales y, dentro de ellos, únicamente a los que tienen la calidad de ciudadanos. No todos los habitantes de un Estado son ciudadanos. Lo son tan sólo aquellos que han cumplido los requisitos generales que la ley exige para la obtención de la <ciudadanía, que es una calidad jurídico-política especial que acredita a la persona como miembro activo del Estado y que le habilita para ejercer los derechos políticos, es decir, para participar en la vida pública estatal.
Después de un largo eclipse durante la Edad Media, el concepto de ciudadanía resurgió en el Renacimiento italiano —con Nicolás Maquiavelo— y en el siglo XVI en Inglaterra con James Harrington, John Milton y otros republicanos, para consagrarse con las revoluciones norteamericana y francesa de fines del siglo XVIII, que hicieron suyo el concepto russoniano de la ciudadanía, entendido como la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones dentro de la vida política del Estado. Desde entonces la ciudadanía es un status jurídico que entraña una serie de derechos políticos en la vida comunitaria.
Las legislaciones establecen los requisitos que deben reunir las personas para adquirir y ejercer los derechos políticos o de ciudadanía. El primero de ellos es la nacionalidad, que entraña un vínculo jurídico-político entre un individuo y un Estado determinado, ya por haber nacido en su territorio o ya por haberse naturalizado en aquél. No tienen derechos políticos más que los nacionales de un Estado. Los extranjeros no. La >nacionalidad puede ser de dos clases: de origen y adquirida. Nacionalidad de origen es la que pertenece al individuo por el solo hecho del nacimiento en el territorio de un Estado. Nacionalidad adquirida es la que obtiene la persona por un acto voluntario mediante el cual cambia su nacionalidad de origen por otra. Esto significa que se puede pertenecer a un Estado por nacimiento o por naturalización. En cualquier caso, la nacionalidad impone al individuo determinados deberes para con el Estado al mismo tiempo que le confiere ciertos derechos, que son los derechos políticos, entre los cuales está el electoral.
El segundo requisito es el de la edad. Para ser ciudadano, es decir, elemento políticamente activo del Estado, se requiere haber cumplido la edad mínima señalada por la ley, que varía según las legislaciones entre 16 y 21 años. Esta exigencia representa una presunción de madurez en la persona para efectos de asignarle funciones y responsabilidades públicas.
Los derechos de ciudadanía se suspenden por condena judicial en razón de la comisión de un delito, por enajenación mental y, en algunos Estados, por el alistamiento en las fuerzas armadas o por el ingreso al clero.
Son derechos políticos: el de participar en el gobierno del Estado, de elegir y ser elegido, tomar parte en plebiscitos, referendos, recalls y otras formas de consulta popular; desempeñar funciones públicas, militar en partidos políticos, opinar y expresar libremente las opiniones sobre cuestiones del Estado y los demás referentes a la vida política de la comunidad.