Es el fundamento u origen de algo. Aristóteles decía, hace más de veinticuatro siglos, que “todo lo que ocurre tiene lugar a partir de algo”. La causa, por tanto, es aquello de donde proviene lo causado de un modo específico y necesario. Todos los cambios de estado o los desplazamientos de las cosas en el espacio obedecen a una causa. Y cuando esos fenómenos ocurren con regularidad es posible inferir la ley que los rige, es decir, establecer su relación de causalidad y su principio. Nada adviene porque sí. Todo tiene un origen. Hay una relación necesaria de causa a efecto, que es la causalidad. Las cosas resultan de la causalidad y no de la casualidad. Nada es casual, todo es causal.
El tema se ha discutido en el terreno de la filosofía desde hace mucho tiempo. Los presocráticos lo atisbaron al encarar el problema del origen, principio y razón del mundo físico. Más tarde Aristóteles sostuvo que “es menester que todo lo movido se mueva a partir de algo”. Y habló de cuatro causas diferentes: la material, la formal, la eficiente y la final. La causa material es la sustancia de que está hecha una cosa —el mármol es la causa material de una escultura—, la causa formal es el modelo con que está hecha, la causa eficiente es la fuerza activa para producirla y la causa final es su razón de ser. Los pensadores del medievo —con sus dos grandes corrientes: la de san Agustín y la de santo Tomás— hablaron de la causa primera y de las causas segundas, como ya lo había hecho Platón. La causa primera es la causa creadora, que es la que saca la realidad de la nada y que opera según las rationes aeternae, mientras que las causas segundas son las que operan en la naturaleza con obediencia a la voluntatis Dei.
La identificación de las causas y de sus efectos llevó a formular las leyes que los rigen. Por ejemplo: si cada vez que se suelta un objeto, este cae al sueldo, es evidente que hay un principio que gobierna este fenómeno, como lo descubrió hace más de 300 años el físico y matemático británico Isaac Newton (1642-1727) cuando formuló su ley de la gravitación universal y las leyes del movimiento, según las cuales la fuerza de atracción de los cuerpos es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional a la distancia que los separa.
Las leyes de la causalidad formuladas por Aristóteles y estudiadas en la Edad Media fueron recogidas por los físicos de los siglos XVII y XVIII, que tuvieron una concepción mecanicista de la causalidad y redujeron la causa a una acción o movimiento. En cambio, el filósofo escocés David Hume (1711-1776) sostuvo que la causalidad no es una relación real sino una ficción de la mente. Afirmación que sirvió al filósofo prusiano Emmanuel Kant (1724-1804) para concebir la causa como una categoría fundamental del entendimiento. El filósofo británico John Stuart Mill (1806-1873) situó la cuestión de la causalidad universal sobre principios empiristas.
Así evolucionó la teoría de la causalidad. Aunque el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) abrió un espacio para lo imprevisible, es decir, para lo no causado, los círculos científicos de hoy se inclinan a pensar que todo obedece a una causa eficiente y que, a su vez, la causa de cualquier efecto es consecuencia de una causa anterior, sin la cual ella no hubiera existido. O sea que hay un encadenamiento permanente de causas y efectos que se pierde los más remotos tiempos. La causa produce un efecto, pero éste, a su vez, se convierte en causa de un efecto posterior.
En lo referente a la historia, a la sociedad y a la cultura, nada ocurre al margen de la relación causal. El hecho de que a veces se desconozca la causa de un efecto no significa que ella no exista. Unas cosas están necesariamente relacionadas con otras, dentro del complejo sistema de causas y efectos que rige todo lo existente. Nada se debe al azar ni a la casualidad: todo surge de un hecho preexistente. Lo que se suele llamar “destino” no existe. Nada hay inexorable, fatal, ineluctable ni predeterminado por un “hado” o fuerza desconocida que se supone que obra sobre los hombres y los sucesos. El fatalismo es una posición filosófica equivocada. Las cosas fueron así en un momento dado pero pudieron ser de otra manera. El “destino” no es otra cosa que el resultado de un entramado de acontecimientos y de acciones humanas generalmente desconocidos o conocidos parcial o insuficientemente. Por consiguiente, aquello de que “está escrito” que algo suceda y que por eso sucedió, es una de las tantas falacias del dogmatismo que sostiene que los hechos están predeterminados providencialmente y de que no pueden ocurrir sino de una manera.
El futuro, como dimensión temporal, depende de los hechos del presente. Ya Aristóteles observaba que lo que puede ocurrir no es necesariamente lo que ocurrirá. No hay “futuros necesarios” ni predestinaciones. En los sucesos humanos hay un espacio para lo >futurible, o sea para lo que puede ser en el futuro si se cumplen ciertos hechos y condiciones previos.