De origen religioso —don de la gracia divina—, la palabra viene del latín charisma y ésta de un vocablo griego que significa “gracia” o “beneficio”.
Sin embargo, mucho antes del monoteísmo cristiano ya existía en los pueblos primitivos la idea del “carisma”. Para ejercer el más viejo de los oficios sociales, el de mago o hechicero de la comunidad, era necesario tener “carisma”. El brujo primitivo fue, por esencia, un hombre “carismático”, en oposición al hombre corriente. Para alcanzar esta condición se vestía y adornaba de una manera especial, invocaba el poder de los dioses, entraba en trance y realizaba sus ritos impresionantes ante la mirada pasmada de la gente.
Esta fue la primera manifestación del carisma que nos ha legado la historia desde aquellos remotos tiempos, sólo que la indumentaria espectacular y los adornos del hechicero primitivo han sido suplantados por la magia de los mass media en el mundo moderno.
El carisma es uno de los conceptos más abstractos e inasibles de los que se manejan en la praxis política. Con frecuencia se atribuye carisma a un líder político y, en función de esta condición, se explican sus éxitos en la conducción de la masa. Pero bien vale preguntarse, ¿es el carisma un efluvio del líder o es una fabricación externa? ¿Nace esta condición adentro o le es comunicada desde fuera, por medios artificiales? ¿Es una irradación o es un don extrínseco? ¿Es el carisma el que conduce al éxito o es el éxito la fuente del carisma?
Resulta importante dilucidar estos interrogantes.
En el habla vulgar se suele decir que un líder tiene “ángel”, “glamour”, “magnetismo”, “imán”, “magia”, “aura”, “duende”, “charm”, “gancho”, “hechizo”, “encantamiento”, “esplendor”, “brillo”, “fama” o “un no sé qué”, que en realidad no son otra cosa que ese misterioso poder que el sociólogo francés Gustavo Le Bon (1841-1931) llamó prestigio y que genera admiración, respeto o temor en la gente, hasta el punto de suscitar en ella una obediencia que se parece mucho a la de la fiera que obedece al domador aun cuando podría devorarlo fácilmente.
El ser humano es el único ser que busca el prestigio, la celebridad, el aprecio, la valoración y el reconocimiento de los demás. Se empeña no sólo en tener bienes materiales sino también inmateriales. Arriesga su vida por ellos. La lucha por el prestigio —como quiera que se lo llame: gloria, orgullo, el thymos de los griegos, fama o amour propre al estilo de François de La Rochefoucauld— ha sido, desde los remotos tiempos, uno de los motores de la historia.
Por el hecho de ocupar o haber ocupado posiciones cimeras de mando social, de haber realizado acciones de extraordinario arrojo y valor o de haber conquistado el éxito o la gloria, una persona se ve rodeada de una aureola de brillo, fama, admiración y, a veces, leyenda. Con mayor razón si está acompañada de la fuerza hipnótica del poder. Ese es el prestigio. Sus actos y sus palabras despiertan una fascinación especial. Ideas y acciones que en otras personas no tendrían trascendencia, la tienen en el líder carismático. Cualquier gesto suyo, por insignificante que sea, suscita admiración. Admiración boba, muchas veces. La característica del prestigio es disminuir el juicio crítico de la gente, impedirle ver las cosas como son e infundir sorpresa y fascinación en su ánimo, de modo que las determinaciones del líder le resultan irresistibles.
Mucho tienen que ver en esto los acontecimientos espectaculares que rodean al líder y que, de un lado, demandan de él decisiones y acciones que no las hubiera tomado de ordinario, y de otro, le dan una especial plataforma de prestigio y visibilidad pública. Un poco cínicamente podríamos decir que en épocas de tedio político se forma el estadista mientras que el líder fructifica en medio de la tormenta. Una misma persona pudo tener diferentes destinos. Winston Churchill (1874-1965) y Charles De Gaulle (1890-1970), sin el entorno de la guerra, probablemente no hubieran alcanzado ese prestigio y, de no mediar la crisis de los misiles de 1962 con la Unión Soviética y el dramatismo de su muerte, la valoración de John Kennedy (1917-1963) habría sido diferente. Las dimensiones de Fidel Castro (1926-2016), independientemente de su heroico asalto al Cuartel Moncada y de su lucha guerrillera en la Sierra Maestra, hubieran sido otras de no mediar el enfrentamiento con la potencia más grande de la Tierra; y el prestigio de Salvador Allende no hubiera sido el mismo sin el ataque brutal de fuerzas de infantería, artillería, blindados y aviación al Palacio de la Moneda y la heroica resistencia y muerte del líder socialista chileno.
En este campo, como en ningún otro, es tan verdadera la máxima de Ortega y Gasset de que el hombre es él y su circunstancia.
El prestigio es un factor de atracción, seducción y persuasión sociales. La persona que lo tiene comunica o contagia su brillo a las opiniones que emite, a las tesis que defiende y a los actos que ejecuta. Y esto le da una evidente preeminencia social.
El mando político, la magia del poder, la parafernalia que lo rodea, la fuerza que lo respalda, la pleitesía que se le rinde, la simbología que lo cubre, la visibilidad pública en que se mueve y otros factores de orden psicosocial generan carisma en quienes ejercen el poder político. El brillo del poder seduce a quienes lo ven desde fuera. Se da un fenómeno de retroalimentación: el carisma da poder y el poder genera carisma. Son numerosos los testimonios, a lo largo del tiempo, del cambio de actitud experimentado por las personas a partir del momento en que sus interlocutores son investidos del poder. La investidura marca un “antes” y un “después” en esa relación.
Pero hay que tener cuidado con las falsificaciones del carisma creadas artificiosamente por los hacedores de imagen de las modernas campañas electorales. Ellos contribuyen con mucho de ilusionismo publicitario y de coreografía política a la fabricación del carisma, aun cuando a veces cuentan con la base de personas que tienen prestancia social. Saben bien el inmenso valor que las imágenes tienen —y siempre tuvieron— en la vida de los pueblos, desde las máscaras griegas y el poderoso símbolo de la cruz. hasta las proyecciones televisuales de la videopolítica contemporánea. Y por eso se han especializado en crear fetiches y fetichismos políticos a través de los juegos de imágenes y de su proyección por los medios de comunicación.
De ahí que es importante distinguir entre la inteligencia, la cultura, la capacidad de comunicación y la simpatía personal de un líder, es decir sus virtudes intrínsecas, y la fabricación ingeniosa de una imagen magnificada y sugestiva, que generalmente no corresponde a la realidad, hecha por medios artificiales y con apoyo en la magia que la tecnología moderna de comunicación de masas —especialmente en el campo de la televisión— ha puesto en las manos de los “fabricantes” de líderes y de candidatos.
En la era de la videopolítica, surgida de los trucos electrónicos que la revolución digital ha puesto a disposición de los ingeniosos hacedores del marketing político, han emergido los denominados ghostwriters (escritores fantasmas), phrasemakers (hacedores de frases), wordsmith (buscadores de pensamientos de grandes filósofos), sloganeers (hacedores de eslóganes), research assistants (proveedores de información, datos y cifras), magos de la imagen, expertos en sound-bytes (expresiones televisivas de impacto) y más personajes que, a través de los medios audiovisuales de comunicación, contribuyen a forjar el “carisma” de los políticos.