Es, en la vida política, quien aspira a desempeñar una función pública o se postula para una elección. La palabra viene de los viejos tiempos de la antigua República Romana, en que los aspirantes a ser elegidos para determinadas magistraturas se vestían con la toga cándida, es decir con la toga blanca, símbolo de honestidad e inocencia, para emprender la campaña electoral. La toga, como se sabe, era el traje nacional romano que se usaba sobre la túnica. Cándido, del latín candidus, significa “blanco”. Toga cándida era la toga blanca, que usaban los postulantes. De allí surgió la palabra candidato para designar a quien, vestido de blanco, ponía su nombre a consideración de los electores romanos.
Aunque parezca paradógico, puesto que lo último que hoy se presume en un candidato es la candidez, estas palabras tienen un origen etimológico común. Responden a los tiempos en que se exigía que los hombres públicos fueran intachables.
El tratadista francés Maurice Duverger dice que la definición más sencilla y realista de la democracia es la de régimen en el cual los gobernantes son escogidos por los gobernados, por medio de elecciones sinceras y libres. Pero el desarrollo de los partidos políticos ha significado una profunda modificación de la teoría de la representación política. En el proceso electoral pueden distinguirse muy claramente dos momentos diferentes: el de la postulación —que los norteamericanos llaman nomination— y el de la elección. La postulación de los candidatos la hacen los partidos y la elección los votantes. De modo que antes de que el pueblo los escoja, los candidatos son seleccionados por los partidos o los grupos políticos, y los electores no hacen más que ratificar esa selección. Entre el cuerpo electoral y los candidatos se interponen los partidos. Por amplias que sean las posibilidades eleccionarias, el elector se ve constreñido a un número muy reducido de opciones.
Esta mediatización ha sido resuelta admirablemente en los Estados Unidos por medio de las >elecciones primarias, que constituyen una verdadera elección preliminar a través de la cual los partidos escogen sus candidatos. En otros países se sigue un procedimiento parecido. Hay una tendencia a designar por este método a los candidatos en la dirección de la democratización de los partidos. En los últimos años en América Latina lo han hecho Uruguay, Argentina, Chile y México. Antes lo había hecho el Partido Acción Democrática de Venezuela que convocó a su millón doscientos mil afiliados a que escogieran su candidato presidencial por elección de base. Mi candidatura presidencial en Ecuador fue fruto de un procedimiento parecido dentro del Partido Izquierda Democrática en 1987. Pero esto no es lo corriente en nuestras democracias. Lo usual es que la selección del candidato se haga en un acto interno, casi reservado, para que los aromas partidistas de la “cocina electoral” no salgan al exterior.
La primera cuestión jurídica y política que al respecto se plantea es la del organismo o autoridad competente para lanzar candidatos a elecciones universales. En muchos países sólo los partidos pueden hacerlo. Los partidos, a su vez, están sometidos a requisitos muy severos para que su existencia jurídica les sea reconocida. En otros países pueden también patrocinar candidaturas los grupos ad-hoc integrados con este propósito, con el respaldo de un número determinado de firmas o incluso sin ellas. En otros países, en fin, hay entera libertad para proponer candidaturas pero en la práctica quienes no sean investidos por los partidos no tienen posibilidad de éxito. Las técnicas de selección de candidatos son variables —elecciones de base, asambleas más o menos representativas, comités, polls de designación, etc.— pero esto no cambia la esencia del problema que es la limitación de las opciones entre las que pueden decidir los electores.
Son por lo general los partidos políticos los que proponen candidaturas para la elección a los cargos de naturaleza representativa. Lo hacen solos o en alianzas políticas.
Hay dos clases de candidaturas: las unipersonales —como las de presidente o alcalde— y las pluripersonales, que forman una lista —como las de diputados, concejales y otros cargos o representaciones de órganos colegiados—. En todos los casos la ley señala los requisitos de elegibilidad que deben reunir los candidatos para poder ser elegidos. El órgano encargado de dirigir y administrar el proceso electoral —generalmente un tribunal o una corte especializada— debe negar la inscripción de un candidato afectado por inhabilidades o incompatibilidades legales que le impidan participar en una determinada elección. Las inhabilidades generalmente se relacionan con la edad y nacionalidad del postulante, con el ejercicio de sus derechos políticos, con su domicilio, con el número de ciudadanos que lo patrocinan y con otros requisitos de elegibilidad. Las incompatibilidades, en cambio, se refieren a la prohibición de desempeñar simultáneamente el cargo electivo que el candidato pretende y otro cargo dentro de la administración pública. En las formas republicanas de gobierno, por ejemplo, la ley suele prohibir que una misma persona pertenezca a las dos cámaras legislativas o que un miembro del clero pueda optar por una candidatura o que pueda ser candidato un militar en servicio activo. Y en los regímenes presidencialistas es común que se prohíba, en nombre de la independencia de los poderes, que un funcionario del Ejecutivo sea legislador o magistrado de justicia. Estas son las incompatibilidades que la ley establece en la presentación de candidaturas.
Las campañas electorales en las democracias modernas son cada vez más sofisticadas. Requieren trabajos de investigación, diagnóstico, previsión, táctica, estrategia, corrección y ajuste. A su sombra ha surgido una nueva especialidad en las ciencias sociales: la de los consultores políticos encargados de asesorar al candidato y guiar sus pasos. Ellos asumen la tarea de indagar el medio social, estudiar los antecedentes y estadísticas eleccionarios, analizar los atributos del candidato —sus puntos fuertes y débiles— para sacar provecho de ellos e identificar los puntos positivos y los vulnerables de sus contrincantes. Los consultores electorales llegan a veces a ser tan poderosos que se convierten en dueños de las palabras y los silencios del candidato.
El pasado de éste tiene mucha importancia, lo mismo que su familia. Ambos factores suelen incidir con fuerza en el destino de las elecciones. Los consultores políticos son los encargados de dar al candidato un posicionamiento y de formar en torno de él una imagen atractiva.
La imagen debe corresponder al momento político y a las demandas del “mercado electoral”. Generalmente se observa una cierta alternación en los anhelos de la gente. Después de un gobernante viejo la gente busca juventud, lozanía y otros atributos juveniles en los candidatos. Tras un gobierno blando, desordenado o carente de liderato, los electores prefieren una persona de perfiles definidos y con capacidad de decisión. Pueden hasta inclinarse por alguien con cierto perfil autoritario. Y, a la inversa, después de un autoritarismo buscan a quien muestre respeto por las libertades. La honestidad se convierte en un atributo predominante tras un régimen corrupto. Y después de la experiencia de un gobierno que olvidó las preocupaciones por lo social la gente anhela un candidato que aparezca comprometido con los pobres. Una dinámica de contrastes domina el campo electoral. En todo caso, el consultor político, en coordinación con los asesores de imagen, es el encargado de modelar la figura del candidato de modo que responda a las demandas colectivas. Para ello resalta sus atributos y disimula sus deficiencias, procurando sin embargo no desvirtuar su personalidad ni cambiar su manera de ser.
El profesor español José Luis Sanchis, consultor político de larga trayectoria —ha participado en más de 60 procesos electorales en diversos lugares del mundo— afirma en su libro “Cómo se gana el Poder” (1996) que, por las grandes presiones a las que están sometidos, los candidatos suelen sufrir varios síndromes en el curso de la campaña electoral. El más frecuente de ellos es el síndrome de vedette que surge del hecho de que el candidato siente que es el centro de las miradas y termina por pensar que todo tiene que girar al alrededor de él. “Llega a convertirse en un niño pequeño, protestón —dice Sanchis— que se queja ante cualquier problema que surge en la campaña electoral. Piensa que cada acción que va a realizar supone miles de votos, cosa que no es cierta”.
El profesor español cita los casos de candidatos presidenciales que por cualquier incidente menor han querido renunciar la candidatura o que, encerrados en la habitación de su hotel, se negaron a proseguir la campaña. Otro de los síndromes es pretender ganar voto por voto, dar la mano a todo el mundo, hablar ante pequeños auditorios, detenerse en ínfimos poblados, pretender visitar todos y cada uno de los lugares, lo cual les conduce a malgastar el escaso tiempo útil de la campaña. En el caso de los líderes locales y no nacionales es muy común el síndrome de protesta porque, según ellos, la dirección nacional de la campaña no les presta la atención necesaria. Todos estos casos surgen de las tensiones emocionales mal asimiladas por los candidatos.
Los antecedentes públicos y privados de los candidatos son muy importantes. El pasado pesa. Los adversarios se encargan de desenterrar y amplificar los precedentes poco edificantes que registra el candidato. La historia electoral está plagada de ejemplos. La evasión de los impuestos o su pago irregular, las deshonestidades cometidas en la vida pública o privada, la mora en el arreglo de sus deudas, sus preferencias sexuales y cualquier otro elemento de su vida que sirva para demostrar la falta de integridad del candidato son utilizados en la campaña, legítima o ilegítimamente. Es muy socorrida la investigación de sus finanzas. Su estado patrimonial se convierte en asunto de interés general. En realidad resulta lógico que así sea y que la comunidad deba conocer qué bienes tiene y cómo los obtuvo quien pretende regir los destinos nacionales o locales de un Estado, puesto que quien no es honesto en su manejo privado mal puede serlo en el público.
En alguna de las campañas electorales propuse sin éxito a mis contendores que, renunciando al sigilo bancario, abramos nuestras cuentas corrientes y tarjetas de crédito por los últimos 15 años para que sean libremente investigadas y para que el pueblo vea, como en una “radiografía”, nuestras finanzas personales. No recibí respuestas sino coartadas. Pero sigo creyendo que sería una buena idea, con el fin de asegurar la transparencia de que tanto hablan los políticos, legislar para que por el solo hecho de aceptar una candidatura a presidente o a otra función electiva queden automáticamente abiertos a la luz pública los movimientos bancarios y crediticios del postulante.
La familia del candidato es otro factor trascendental en una campaña electoral. Sanchis recuerda que la esposa e hijos del candidato forman parte de la comparsa eleccionaria. Ronald Reagan siempre aparecía tomado de la mano de su mujer. Los malos pasos de la esposa, hijos y hermanos del candidato pesan en el proceso. Sanchis cita, entre otros casos, el de Margaret Trudeau, esposa del primer ministro canadiense Pierre Trudeau, dedicada a la alegre vida del jet set neoyorquino, y el daño que le hizo políticamente a su marido. El caso de los maridos de las candidatas es igual. En general los antecedentes y la conducta de los cónyuges puede constituir un problema para los candidatos.
En mayor o menor medida la prestancia del candidato juega un papel decisorio en el proceso electoral. Aun en los países políticamente desarrollados, en los que la importancia de los partidos es innegable, la figura personal del candidato termina por imponerse. La gente tiende a votar por personas antes que por ideologías o partidos. Recordemos que la figura de Willy Brandt excedió las posibilidades del Partido Socialdemócrata alemán y, la de John F. Kennedy, las del Partido Demócrata en Estados Unidos. Esto sigue siendo así hasta en las sociedades de gran desarrollo político. Con mayor razón en las jóvenes e inmaduras de otros lugares, donde la presencia del líder resulta irremplazable. Mientras menos desarrollo político tiene un pueblo tanto más se aparta de las representaciones impersonales de la ideología o el partido y tanto más se adhiere a la persona de los candidatos. La recurrencia del >populismo lo demuestra. El populismo es la exacerbación del personalismo en la vida política: todas las esperanzas están fincadas en los poderes taumatúrgicos del caudillo populista.