Esta es, por desgracia, una norma de conducta de muchos políticos: calumniar y calumniar para que de la calumnia algo quede. El político y escritor español Ángel Ossorio, en su libro “Cartas a una señora sobre temas de Derecho Político” (1932), decía con la profunda amargura acumulada a lo largo de muchos años de su actividad pública, que “para salirnos con la nuestra, no vacilamos en destrozar al contradictor la honra, y los sentimientos, y el alma. Sin haber visitado ningún pueblo salvaje, aseguro a usted que he tratado verdaderas bandas de antropófagos en las redacciones de los periódicos y en el salón de conferencias”.
La difamación, convertida en arma política para perjudicar a los adversarios, deformar su imagen y desprestigiarlos ante la opinión pública, consta en el orden del día de todo granuja metido a político. Pertenece al mismo género degradado de la conducta de quienes, por incapacidad para afrontar el debate de las ideas, dirigen sus dicterios y sus patrañas contra quienes las proponen. No afrontan las tesis para demostrar que son malas, que están equivocadas o que son dañinas para la sociedad sino que buscan descalificar a quienes las plantean. No abren juicio ni debate sobre los temas sino que enfilan sus baterías contra las personas.
Diversos orígenes se han atribuido a esta frase. Unos piensan que ella procede del adagio latino calumniare fortiter aliquid adhaerebit. Otros, que su origen está en el tratado “De la dignidad y progreso de las ciencias” de Francis Bacon (1561-1626). Y hay quienes sostienen que proviene de la comedia “El Barbero de Sevilla” de Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732-1799): ”calomniez, calomniez, il en reste toujours quelque chose”.
Pero lo cierto es que ella, como conducta, tiene amplia cabida en los bajos fondos de la politiquería, en donde se mueve esa fauna de roedores de honras ajenas que confían en que de la calumnia a sus adversarios algún remanente quede a pesar de los intentos de los agraviados por desvanecer los infundios.