Es la falsa imputación de un delito. Desde tiempos muy antiguos las normas penales solían considerar a la calumnia como una infracción contra el honor y la reputación de las personas vivas o muertas. La Ley de las XII Tablas y la Ley Remmia de los romanos contemplaron durísimas penas contra los calumniadores, aunque más tarde fueron morigeradas por el emperador Constantino, lo mismo que las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León (1252-1284).
Como dice Joaquín Escriche en su viejo “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia” (1851), la calumnia “no recae nunca sobre defectos ligeros o sobre imperfecciones que sólo hieren al amor propio, sino sobre hechos que causan deshonra, odiosidad o desprecio en la opinión común de los hombres, o algún otro perjuicio de trascendencia, o que tienen pena señalada por las leyes”.
Por eso en la doctrina jurídica se hace la distinción entre la calumnia y la injuria o bien entre la injuria calumniosa y la injuria no calumniosa, que puede ser grave o leve. La primera es la atribución de un delito a una persona que no lo ha cometido y la segunda es la imputación de vicios o defectos o faltas de moralidad que van en descrédito o menosprecio de una persona y cuya gravedad guarda relación con las calidades individuales de ella. Los antiguos jurisconsultos romanos solían considerar que las ofensas proferidas contra un individuo abyecto o que ejercía una actividad deshonesta no constituían injuria. Y, en cambio, las que se dirigían contra las autoridades del imperio o contra personas altamente situadas en el escalafón social sí lo eran y en grado sumo. De allí nació la expresión de lesa majestad para referirse a las ofensas, por mínimas que sean, que afectaban al soberano o a los magistrados que ostentaban la autoridad pública.
La calumnia entraña un animus injuriandi, o sea la intención, la conciencia y la voluntad de realizar una acción que vulnera el sentimiento de dignidad y hiere del honor de otra persona.
La esencia de la injuria calumniosa es la falsedad de la imputación. De allí que muchos juristas consideran que, si la imputación dice la verdad, la injuria calumniosa deja de ser tal o disminuye su gravedad. Y el acusado de haberla proferido puede ejercer ante los tribunales la exceptio veritatis para probar la certeza de sus afirmaciones. La excepción de verdad no se aplica, por supuesto, a la injuria no calumniosa ya que no cabe que se permita ante los tribunales justificar la atribución de vicios o defectos personales cuya existencia no incumbe a la sociedad y cuya averiguación no hará otra cosa que dañar más a la persona ofendida.
La persecución judicial de la injuria no suele ser de acción pública sino de acción privada. Esto significa que el juez no puede de oficio perseguirla y sancionarla —como ocurre con casi todos los demás delitos— sino a partir de una querella presentada por la parte ofendida. Y no porque deje de interesar a la sociedad la sanción de este delito sino para evitar que la alarma social y la publicidad causen mayor afrenta a la víctima de la injuria. Como está en juego la honra de las personas, la ley somete a la voluntad de éstas el encausamiento de los ofensores.
Con lamentable frecuencia se utiliza la calumnia, la difamación, la injuria y la contumelia como armas políticas. Y a veces ellas se consignan por escrito en los libelos infamatorios para que las expresiones ofensivas se divulguen y cobren permanencia. Esta práctica comprende también la publicación de alegorías o caricaturas por la prensa escrita o en hojas volantes o en carteles o mediante grabados o grafitos fijados en lugares públicos y las comedias, sketchs o representaciones montados en la radio o la televisión en deshonra, desprestigio o afrenta de una persona.
Las injurias calumniosas divulgadas por la prensa escrita, la radio o la televisión pueden dar lugar a juicios de imprenta contra sus autores o contra los directores o editores de los medios que las publicaron, en caso de que no revelen la identidad de los autores.