Nueva palabra para designar la destrucción violenta en un Estado del orden jurídico, la autoridad y los derechos de las personas a manos de grupos rivales que luchan por el poder.
La palabra proviene de Somalia —país situado en el noreste de África, con 11'250.000 habitantes en el año 2017—, que fue colonia británica en su parte norte e italiana en el sur, que alcanzó su independencia en 1960 y que, desde entonces, se vio envuelto en interminables conflictos entre tribus y clanes. A fines de los años 60 tomó el poder Siyad Barre, quien estableció un régimen de marxismo primitivo y tropical y alineó a Somalia con el bloque soviético. En enero de 1991 fue derrocado Barre, en el marco de una serie de golpes de Estado y de sangrientas convulsiones políticas que se produjeron en Sudán, Djibuti, Eritrea, Etiopía y en toda la zona denominada el “cuerno de África”. La caída del gobierno produjo un estado de caos y se abrieron luchas sangrientas entre las tribus y los clanes. En el norte combatieron las fuerzas armadas de Mogadiscio contra el movimiento rebelde de las tribus issas, que pretendió alcanzar unilateralmente su independencia para formar un nuevo Estado denominado Somaliland. En el sur se inició una lucha salvaje entre dos líderes de la misma tribu, que actuaron juntos en el derrocamiento de Barre: Ali Mahdi Mohamed, quien se proclamó Presidente Interino, y el general Mohamed Farah Aidid. Ambos pertenecen a la tribu de los hawiyé, aunque son miembros de distintos clanes: del abgal el primero y del habr guedir el segundo. Ellos se enfrascaron en encarnizados combates por el control de Mogadiscio, la capital de Somalia. La lucha se generalizó y progresivamente degeneró en pillaje, saqueo y matanzas indiscriminadas. Miles de muertos quedaron en las calles. La economía del país sufrió un colapso. La hambruna se apoderó de la población. Decenas de miles murieron de inanición. Bandas armadas —como los Wardhilgleey o los Shiftas— asaltaban los convoyes de alimentos y medicinas enviados por organizaciones humanitarias internacionales para revenderlos fuera de las fronteras somalíes. Los puertos, aeropuertos y carreteras fueron tomados por grupos de malhechores armados para cobrar “tasas”, “contribuciones” y “peajes” por el paso de los abastecimientos y las mercaderías dedicadas a la población hambrienta, aunque después fueran saqueadas y no llegaran a su destino. Según informaciones de las Naciones Unidas, 350.000 somalíes murieron por efecto directo de la guerra civil o por la hambruna a que condujo el colapso de la producción.
Esto ocurrió en 1992, 1993 y 1994.
Desaparecieron la autoridad, la ley, los signos del poder y los presupuestos básicos de la convivencia social por la sangrienta lucha armada entre los grupos tribales enemigos.
Ante el clamor universal, la comunidad internacional, por medio del Consejo de Seguridad de la ONU, se vio obligada a tomar injerencia en los asuntos domésticos del país africano para defender los <derechos humanos de la población, afectados por el conflicto armado y por la descomposición del Estado, y envió a Somalia fuerzas de paz integradas por soldados de diversas nacionalidades —los cascos azules— para pacificarla, desarmar a las facciones contendientes y garantizar el tránsito de las brigadas de ayuda humanitaria. El 27 de junio de 1992 el Consejo de Seguridad decidió por unanimidad intervenir en Somalia, donde se producían espeluznantes masacres y morían de hambre quinientos niños diariamente. A partir de septiembre de ese año comienzan a llegar los primeros contingentes militares y los convoyes de alimentos.
Lo importante es destacar que, desde el sangriento conflicto armado de Somalia, en que desaparecieron los signos vitales del Estado a causa de las sangrientas luchas e indiscriminadas matanzas entre tribus y clanes enemigos, se empezó a definir uno de los nuevos derechos humanos: el de la injerencia humanitaria de la comunidad internacional para proteger a las poblaciones inocentes de los estragos de las luchas armadas entre los grupos rivales.
Algo similar ocurrió en 1994 en Ruanda, país africano de los más pobres y superpoblados del planeta, cuyo ingreso per cápita para sus siete millones de habitantes es de apenas 210 dólares anuales. El analfabetismo afecta al 56% de su población. Fue hasta 1960 administrado por Bélgica por mandato de la comunidad internacional. Desde de que obtuvo su independencia vivió en medio del caos y la violencia. A partir de 1990 sufrió una cruenta <guerra civil entre las tribus hutu y tutsi.
Antes se había concertado un precario armisticio en Arusha, Tanzania, el 4 de agosto de 1993, entre el gobierno ejercido por los hutus y el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que es el brazo armado de los tutsis. Pero el acuerdo de paz fue roto por el asesinato del Presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, el 5 de abril de 1994, con un cohete tierra-aire que echó abajo su avión al aterrizar en el aeropuerto de Kigali, capital del Estado. Allí murió además el Presidende de Burundi, Cyprien Ntaryamira, quien iba también en el avión.
Estalló entonces, con renovada ferocidad, la lucha tribal y el pillaje en las ciudades de Kigali, Byumba, Mutara y Ruhengeri, que en su orgía de sangre y matanzas indiscriminadas dejó, durante tres meses del conflicto, más de 500.000 muertos en las calles, incluidos decenas de miembros de la cruz roja internacional que fueron masacrados durante el cumplimiento de su misión humanitaria, y un millón y medio de desplazados.
En medio de esa orgía de terror se impusieron las milicias del Frente Patriótico Ruandés (FPR) que, por “consenso” de su cúpula político-militar, designaron el 17 de julio de 1994 como presidente a Pasteur Bizimungu y como primer ministro a Faustin Tuagirmungu para un período de cinco años. Sorprendió el hecho de que se eligiera a dos miembros de la tribu hutu, mayoritaria en la población pero derrotada en la guerra civil, y no de la tribu vencedora que fue la tutsi. Se interpretó este hecho como un mensaje del nuevo gobierno a la población mayoritaria de su decisión de terminar con los enfrentamientos tribales.
Odios ancestrales de carácter étnico entre las dos tribus, en confusa mezcla con discrepancias religiosas, políticas y sociales, fueron la motivación última del conflicto. La fricción entre estas dos etnias se remonta al siglo XVI cuando los tutsis conquistaron el territorio que ocupaban los hutus en lo que actualmente son los Estados de Ruanda y Burundi. Los tutsis, que representan el 12% de la población, provienen del Nilo y se consideran de origen aristocrático. Miran despectivamente a los hutus, de piel más oscura, que constituyen el 88% de la población. La minoría tutsi, que años atrás fue desalojada del poder por la mayoría hutu, pretendió recuperarlo por la fuerza de las armas. Sus milicias, organizadas en el llamado Frente Patriótico Ruandés, promovieron la feroz lucha que careció de la “higiene” de la alta tecnología bélica, capaz de producir la muerte a control remoto, sino que se desarrolló en medio de una implacable y sanguinaria cacería humana casa por casa.
Ante el desate de la violencia entre las fuerzas del gobierno hutu y los rebeldes tutsis, enfrentados en una salvaje guerra civil que destruyó el aparato estatal y vulneró masiva e indiscriminadamente los derechos humanos, las Naciones Unidas se vieron precisadas a intervenir con el envío de sus cascos azules para separar a los grupos rivales, impedir el desangre y garantizar la provisión aérea y terrestre de alimentos y medicamentos para la población que moría de hambre.
Igual cosa ocurrió en el vecino Estado de Burundi, diminuto país de gran densidad demográfica perdido en el continente africano, que tiene parecida composición étnica (80% de hutus y 16% de tutsis) y que también se vio envuelto desde 1993 en una cruenta guerra civil, en medio del caos político y económico, que en tres años ha dejado más de 150.000 muertos.
A estos procesos de descomposición del Estado, destrucción violenta de su orden jurídico, abolición de la autoridad pública y masiva vulneración de los derechos humanos, a causa del enfrentamiento armado entre grupos rivales, se llama “somalización”.
Tal fenómeno ha dado lugar a un nuevo derecho que está en proceso de formación. Es el derecho a la injerencia humanitaria. Se trata de la protección a las víctimas inocentes de un conflicto armado en el interior de un país. Ha nacido como respuesta a la demanda de defensa de los derechos humanos en todos los territorios, en los casos de agudos procesos de descomposición estatal y destrucción de las garantías civiles y políticas en un país. Este nuevo derecho sólo puede ser ejercido, en nombre de la comunidad internacional, por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de acuerdo con los preceptos de la Carta de fundación de la Organización Mundial.