Significa, en inglés, galería, corredor, vestíbulo o sala de espera de un edificio. Por extensión, en la vida política norteamericana, lobby es un grupo de individuos que frecuentan los vestíbulos y pasillos del palacio del Congreso —el Capitolio— o de otras oficinas públicas para gestionar asuntos de interés particular y lobbyist es cada uno de los individuos que forman el lobby y se dedican profesional y habitualmente al cabildeo con los funcionarios públicos o legisladores para promover decisiones favorables sobre los asuntos de su interés.
El lobby es una vieja usanza en la política de los Estados Unidos de América. La palabra fue acuñada en Albany en 1829. Fue en 1905 cuando empezaron a establecerse oficinas clandestinas en Washington para favorecer proyectos de ley ante el Congreso o para impedir su aprobación. Antes esta práctica había sido tipificada como delito en Georgia en 1877. Las primeras actividades de los lobbies estuvieron vinculadas a la crónica del escándalo y la corrupción. Ya en los años veinte del siglo pasado se empezó a censurar la oculta influencia de ciertas corporaciones económicas muy poderosas sobre los órganos de gobierno. Las presiones que estas fuerzas invisibles ejercían sobre el poder político fueron consideradas como peligrosas para los intereses de la democracia, porque los métodos que solían emplear iban desde la persuasión hasta la intimidación y el chantaje.
Frente a la intervención fáctica de estos grupos en la vida política norteamericana no cabían sino dos soluciones: suprimirlos autoritariamente o legalizarlos. Descartada por difícil la primera solución, puesto que ellos constituían ya parte del sistema político norteamericano, no quedó más que la solución alternativa. Se reconoció legalmente la existencia de esas corporaciones y se controló por medio de la Regulation of Lobbying Act, aprobada en 1946, la operación de ellas. Este estatuto jurídico definió lo que eran los lobbyists, convirtió en públicas sus actividades y además les obligó a inscribirse en un registro especial y a dejar constancia de las empresas para las que trabajaban.
La eficacia de esta ley, sin embargo, no está garantizada ni ella es una protección contra prácticas corruptas. No siempre es posible comprobar las declaraciones de los lobbies ni vigilar su operación. Buena parte de su actividad aún queda en la penumbra. La consecución de votos en el parlamento, la acción directa o indirecta sobre otros órganos del Estado, la presión económica sobre los partidos políticos, las manipulaciones de propaganda en las campañas electorales y la multitud de métodos de persuasión, corrupción e intimidación que suelen utilizar no pueden ser totalmente controlados por la ley. Cierto que hay también una ley federal de prácticas corruptas que limita el monto de gastos que pueden hacer los partidos y los candidatos en los procesos electorales, y las Hacht Acts que tratan de impedir las grandes contribuciones de personas o grupos económicamente poderosos, pero tampoco ellas pueden garantizar plenamente la transparencia de las acciones electorales y menos la intervención en ellas de los lobbyists.
Los lobbies son —y seguirán siendo por mucho tiempo— motivo de preocupación de quienes ven en ellos una fuente de corrupción y de prácticas ilegales en la vida política de Estados Unidos.