Es el conjunto de las expresiones culturales, artísticas, folclóricas, religiosas y políticas de los negros. Es su visión del mundo. La palabra fue tomada del francés négritude, acuñada en 1935 por el escritor, poeta y político negro comunista francés Aimé Césaire, nacido en la Martinica, en su libro de poemas “Cahier d’un retour au pays natal” y en las páginas de su revista “L’étudiant noir”.
Para el poeta Léopold Sedar Senghor —Presidente de Senegal en los años 60 del siglo XX— el término negritud designa los “valores de civilización —culturales, económicos, sociales y políticos— que caracterizan a los pueblos negros o, para hablar con más precisión, al mundo negro africano”.
No es lo mismo negrismo que negritud, aunque tienen muchos puntos de contacto. El negrismo es una actitud política y la negritud una manifestación cultural. La negritud trata de dar al negro la identidad cultural que por tanto tiempo se le había negado en la civilización blanca. Sus expresiones en la música, la danza, la pintura, la escultura, el folclor fueron muy antiguas y admirables. Se iniciaron en África, naturalmente, y de allí siguieron los rumbos de los barcos esclavistas hacia otras latitudes.
Así llegó la negritud a América, al ritmo del proceso de la <esclavitud de los negros. Arrancados de su tierra africana, llevados a las nacientes colonias españolas, portuguesas, francesas, holandesas e inglesas de esta parte del mundo para servir como animales de trabajo, ellos trajeron consigo el bagaje de sus sensibilidades y nostalgias. La vida y la economía de la plantación no pudieron destruir del todo la cultura de los negros. Mezclaron sí sus tradiciones distintas que provenían de las culturas de Nigeria, Cabo Verde, Costa de Marfil, Dahomey o Guinea, que no eran iguales, y la negritud alcanzó por simbiosis en estas tierras, con toda la fuerza de sus raíces y de su magia, expresiones muy importantes y muy hermosas en la danza, la música, el folclor y la literatura.
La cultura africana y su visión fetichista del mundo, después de un trabajoso proceso sincrético, se plasmaron en manifestaciones como el vudú haitiano, la macumba y el candomblé brasileños, la santería cubana: hermosas muestras de superstición que se exteriorizaron en danzas y ritos de homenaje a los dioses, pero que también sirvieron para cultivar el africanismo de los negros y su inconformidad contra los blancos. Las tenidas secretas, a las que a menudo asistían los cimarrones, servían también para organizar la resistencia de los negros. Detrás de las manifestaciones religiosas latía y germinaba su rebeldía. Por eso los amos blancos condenaron siempre el fetichismo de los esclavos negros.
Sin embargo, el arte plástico negro no fue reconocido por los círculos culturales europeos sino a comienzos del siglo XX. Antes la escultura africana era considerada una “negrería” primitiva y sin valor por las elites artísticas europeas. Recordemos que el mismo Alexander von Humboldt (1769-1859), geógrafo, naturalista y explorador inglés, no obstante su gran cultura, consideraba a la producción plástica no europea como cosas curiosas y pintorescas pero no como arte. Y se atribuye al célebre pintor español Pablo Picasso (1881-1973) haber respondido: “¿Arte negro? No lo conozco”, aunque su cuadro Les demosseilles d’Avignon, pintado en la primavera de 1907, demuestra lo bien que conocía las máscaras del Congo y de Costa de Marfil.
El descubrimiento del art nègre se hizo en París en los años veinte del siglo pasado. Allí se produjo su eclosión. Y por primera vez se empezó a hablar de art nègre y no de “négreries”. Los intelectuales progresistas pusieron de moda los valores plásticos de la negritud. Muchos de sus elementos, incluidos los colores encendidos, tuvieron notable influencia en los pintores de vanguardia.
En cuanto a la literatura, al carecer los negros de un lenguaje escrito propio, crearon durante muchos siglos una literatura oral y popular llena de leyendas y cosmogonías. La mayor parte de las composiciones africanas de ese tiempo no fue escrita. Por eso dijo alguna vez el escritor español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) que “la civilización negra es la más antigua, aunque no esté contenida en libros”, y que ella “es como una confidencia silenciosa que se transmite a través de sus ídolos y de unas generaciones a otras”. Sin embargo, se han encontrado en Abisinia, Sierra Leona, Liberia, Camerún, Angola, el Congo, Etiopía, Níger, Sudán y otros lugares algunas narraciones llenas de colorido que se plasmaron en árabe adulterado, amárico y dialectos locales.
El tema de la negritud interesó a algunos de los dramaturgos españoles del siglo de oro. Lope de Vega escribió dos obras teatrales: “El negro de mejor amo” y el “Santo negro Rosambuco”. Antonio Mira de Amescua, a principios del XVII, escribió una comedia que curiosamente llevaba el mismo título: “El negro de mejor amo”. Luis Quiñones de Benavente fue el autor de “El negrito hablador”. Y ya en pleno siglo XVII Juan Bautista Diamante publicó su obra “El negro prodigioso”. Fue una negritud literaria hecha por blancos. Cosa que no es nueva y que igual ocurrió con el <indigenismo en América Latina y con el gitanismo en Europa.
A mediados del siglo XIX comenzó la literatura afroamericana en Estados Unidos con los poemas negros de Daniel Alejandro Payne, publicados en 1841 en la revista “Liberator”, y la novela de Harriet Beecher Stowe “Cabaña del tío Tom” (1851), que fue traducida a varios idiomas y que produjo un enorme impacto por sus tendencias antiesclavistas. Ella se escribió para oponerse a la ley de 1850 que imponía la obligación de denunciar a los esclavos fugitivos. Luego vino el escritor negro William Wells Brown y su “Clotel or the President’s Daughter, a narrative of slave life in the United States”, que fue seguida a lo largo de un dilatado período por muchas otras novelas escritas por negros sobre la temática de la esclavitud, la segregación racial y los derechos de los hombres de su raza en una sociedad hostil, que culminaron con “Raíces” de Alex Aley en la segunda mitad del siglo pasado.
La narrativa afroamericana impactó en la literatura europea. El escritor chileno Miguel Rojas Mix afirma que la temática negra hizo furor en ella por los años veinte. Dice que “Apollinaire evocó los fetiches de Oceanía y de Guinea en el poema ‘Zone” y que “Blaise Cedrars publicó la primera antología de la poesía negra”, seguida en 1927 por la obra “Le negre blanc” de Phillippe Soupault, en la que mezcla el surrealismo con el primitivismo.
En España han cultivado temas negros ilustres poetas como Evaristo Silió, Manuel Machado, Federico García Lorca, José Méndez Herrera, Alfonso Camín, José María Uncal y varios otros. Y la novela “El negro que tenía alma blanca” de Alberto Insúa tuvo una proyección universal.
La literatura negra en América Latina ha tenido sus más representativas expresiones en la poesía, el cuento y la novela caribeños. Los más admirables líricos negros han nacido en Puerto Rico, Cuba, República Dominicana, Haití, Estados Unidos, Brasil, México, Ecuador, Honduras y las islas del Caribe. El puertorriqueño Palés Matos y su poesía negroide y el cubano Nicolás Guillén —sin duda el mejor poeta de la raza— con su exaltación de la América mulata, han recogido en dimensiones universales el bullir de lo africano en las venas de los mulatos del Caribe.
Alejo Carpentier, en lo que él considera su “obra menor”, escribió la novela titulada “Ecué-Yamba-O”, publicada en Madrid en 1933. Antes que él apareció “Nochebuena Negra” (1930) de Juan Pablo Sojo, en la que habla de las leyendas y supersticiones de los negros de Barlovento. Y vinieron después muchas más. Rómulo Gallegos con su “Pobre Negro” (1937), José Diez-Canseco “Estampas Mulatas” (1938), Lydia Cabrera “Cuentos en la Noche” (1940), Jorge Artel ”Tambores en la Noche” (1940), Antonio Arango “Oro y Miseria” (1942), Adalberto Ortiz “Juyungo” (1942) y “El espejo y la ventana” (1967), Arnoldo Palacios “Las estrellas son negras” (1949), Ramón Díaz Sánchez “Cumboto” (1950), Carlos Arturo Truque “Granizada y otros cuentos” (1955), Alfredo Pareja Diezcanseco “Baldomera” (1960), Nelson Estupiñán Bass “El Ultimo Río” (1960) y “Las puertas del verano” (1978), Juan Arcocha “Los muertos andan solos” (1962), Manuel Zapata Olivella “He visto la noche” y “Chambacú, corral de negros” (1963), Manuel Granados “Adire y el tiempo roto” (1967).
Estas páginas recogen lo mejor del esoterismo negro, de sus brujerías y santerías, de sus supersticiones y folclor.
Pero la negritud también es música. Es más música que otra cosa. La nostalgia de los negros, su tristeza y su alegría se plasmaron en los sones de los tres grandes centros de su esclavitud: las Antillas, Brasil y Estados Unidos de América.
En la primera década del siglo XX nació el jazz en los bares de Nueva Orleans, fuertemente marcado por el metal y torturado por la melancolía de la negritud. De allí pasó a Chicago y a Nueva York y se aposentó en Harlem. El jazz no es puramente africano, es afroamericano. No sólo lo tocaron los negros, aunque ellos fueron sus creadores, sino también los blancos. El dixiejazz es una forma blanca del jazz negro. En el Caribe, con el vibrante calor del trópico, la música negroide tomó otro rumbo y otro ritmo. Se entregó a la ardiente sensualidad. Su compás fue más ágil y despierto que la lánguida improvisación del jazz. En las islas antillanas y en las costas caribeñas nacieron la rumba, la conga, la guaracha, el danzón, el calipso, el son, el mambo, el chachachá, el merengue, el merecumbé, el porro, la cumbia, la salsa, el vallenato y toda la infinita riqueza musical de nuestra América mulata. En Brasil apareció la samba tan pronto como los esclavos pudieron expresar libremente sus emociones, cosa que recién ocurrió a fines del siglo XIX, y se convirtió más tarde en la música popular de las favelas y del carnaval. Junto a ella se bailaron también el maracutu de Recife y la capoeira de Bahía. En los pequeños enclaves negros de la América del Sur se dieron la marimba esmeraldeña de Ecuador y el candombe de las orillas del Río de la Plata.
Todas estas fueron las expresiones musicales de la negritud en nuestra afroamérica.