Llámanse elecciones directas o de primer grado a aquellas en que los electores participan de un modo inmediato en la designación de los funcionarios electivos del Estado; y elecciones indirectas, o de segundo grado, a aquellas en que los votantes designan un cuerpo electoral restringido, el mismo que se encarga de elegir a los funcionarios de naturaleza electiva en una segunda elección o elección de segundo grado.
En la votación directa el ciudadano elige por sí mismo a los candidatos; en la indirecta, sufraga por una lista de electores, quienes son los que después eligen a los candidatos. Esto significa que entre el elector primario y el elegido se interpone un cuerpo de grandes electores, que mediatiza el proceso electoral.
Las elecciones indirectas pueden ser de segundo, tercero o más grados, según sean dos o más los actos electorales sucesivos que deban realizarse hasta la elección final de los gobernantes.
Mientras que en las elecciones directas la voluntad de los ciudadanos se manifiesta inmediatamente en la designación de los gobernantes, en las indirectas la voluntad de ellos forma un cuerpo electoral mucho menos amplio, que efectúa la designación definitiva de los gobernantes.
En las elecciones directas, cuando existe un régimen de partidos, los candidatos son seleccionados primero por grupos relativamente pequeños de dirigentes y militantes partidistas para someterlos después a la consideración del electorado, que tiene la decisión final. Lo cual, en cierta forma, introduce un elemento indirecto en tales elecciones puesto que la preselección de candidatos se hace por las instancias partidistas, de acuerdo con las reglamentaciones vigentes, y solamente después de presentados se da una relación directa entre los candidatos y los electores.
En las elecciones indirectas, llamadas “elecciones en pirámide” por algunos escritores, las cosas son diferentes. Los electores están en la base y la elección final de los gobernantes se hace arriba, por grandes electores altamente situados.
Los partidarios del sistema directo sostienen que la votación indirecta no refleja fielmente la voluntad del electorado. Los defensores del método indirecto arguyen, en cambio, que al reducir el número de electores mediante votaciones escalonadas se obtiene un mejor criterio selector y un mayor grado de reflexión en la designación de los magistrados públicos.
Pero lo cierto es que el advenimiento de las >masas al escenario político y la universalización del sufragio han demandado el sistema electoral directo, en el que los gobernados seleccionan libremente a los gobernantes. No obstante, la legislación comparada demuestra que los Estados suelen combinar el voto directo para algunas magistraturas con el voto indirecto para otras.
Al contrario de lo que comúnmente se cree, en los Estados Unidos de América las elecciones presidenciales son indirectas. Así lo dispone el artículo segundo de la Constitución Federal, de acuerdo con el cual “cada estado nombrará, en la forma que prescribe su legislatura, un número de compromisarios igual al número total de senadores y representantes que el estado tenga derecho a enviar al Congreso”. Estos “compromisarios se reunirán en sus respectivos estados y por medio de papeletas votarán por dos personas, de las cuales por lo menos una no será vecina del mismo estado. Se hará una lista de todas las personas por quienes se hubiere votado, así como el número de votos que cada una obtuviere. Los electores firmarán y certificarán esta lista y la remitirán sellada a la sede del Senado. En presencia del Senado y la Cámara de Representantes, el Presidente del Senado abrirá todos los certificados y se procederá entonces a hacer un escrutinio de los votos. Será Presidente la persona que obtuviere mayor número de votos si dicho número fuese la mayoría del número total de compromisarios nombrados; si más de una persona obtuviese tal mayoría y reuniese el mismo número de votos, entonces la Cámara de Representantes, por medio de papeletas, elegirá inmediatamente de entre ellas al Presidente”.
De esta manera, el día de las elecciones presidenciales —el primer martes de noviembre, de cada cuatro años— los ciudadanos eligen en su respectivo estado, por el método establecido en sus propias leyes, un número de grandes electores —compromisarios— equivalente al total de senadores y representantes que tienen derecho a enviar al Congreso de la Unión. Estos grandes electores se reúnen en sus respectivos estados unas cinco semanas después de las elecciones generales y votan en papeletas separadas por el Presidente y el Vicepresidente de Estados Unidos. Los votos obtenidos por cada uno de los candidatos se remiten a Washington y el Congreso, en sesión conjunta de las dos cámaras, hace el escrutinio y proclama los resultados.
Según el texto constitucional, las elecciones presidenciales y vicepresidenciales en Estados Unidos son indirectas, puesto que los electores primarios —los ciudadanos— votan por los miembros de un colegio electoral que es el encargado de elegir a los dos magistrados, en elecciones de segundo grado. Sin embargo, mediante una costumbre política que está fuera de la Constitución pero que no la contraría, se ha sustituido en la práctica el anticuado sistema de elección indirecta, creado cuando los Estados Unidos eran un país en formación, con bajo nivel cultural de las masas y con graves problemas de comunicación y de información colectiva, por un sistema electoral virtualmente directo, en el que el voto de los electores de primer grado es el decisivo en la elección presidencial.
El sistema funciona de manera que cada partido político exhibe ante los votantes de base una lista de grandes electores, quienes se han comprometido de antemano a votar en favor de los candidatos del partido. De modo que el electorado sabe muy bien que, al votar por esos <compromisarios, está votando por un determinado candidato presidencial. Los ciudadanos no tienen la menor duda acerca de la dirección de los votos de los compromisarios. Por eso, en la práctica, la elección del Presidente se decide el día en que se realizan las elecciones de compromisarios. Con lo cual la función de éstos se limita a sancionar formalmente una decisión ya tomada por el cuerpo electoral amplio.
Sin embargo, el sistema produjo un problema de enormes dimensiones en las elecciones presidenciales realizadas el 7 de noviembre del 2000, que llegó incluso a insinuaciones de fraude. Cosa que nunca había ocurrido en la historia electoral de los Estados Unidos de América. Los compromisarios demócratas, que respaldaban la candidatura de Al Gore, alcanzaron a escala nacional alrededor de 300.000 votos de diferencia sobre los republicanos, comprometidos con la candidatura de George W. Bush —hijo del presidente del mismo nombre que gobernó en el período 1989-1993—, diferencia que no se reflejó fielmente en el reparto de los 538 compromisarios elegidos en los 50 estados de la Unión norteamericana, que dieron un estrecho triunfo a Bush. Cosa que puede ocurrir en el sistema electoral norteamericano y que de hecho ha ocurrido en muy pocas de ocasiones: en 1888 ganó la presidencia Benjamin Harrison a pesar de que Grover Cleveland sumó mayor número de votos populares y lo mismo ocurrió con Donald Trump sobre Hillary Clinton en las elecciones presidenciales del 2016.
En la contienda Bush-Al Gore el problema surgió en los condados de Palm Beach y Miami-Dade del estado de Florida, donde las máquinas receptoras y contabilizadoras de los votos funcionaron irregularmente puesto que en muchos casos no perforaron la papeleta sino que sólo la hundieron en el lugar pertinente. Por tanto esos votos no se contabilizaron en el escrutinio. Los demócratas sostenían que, a pesar de la falla mecánica, en ellos estaba suficientemente clara la voluntad del elector y que por tanto debían entrar en el cómputo. Inconformes con los resultados del escrutinio mecánico, que asignaba a los republicanos una pequeñísima ventaja de alrededor de 550 votos en Florida, los demócratas pidieron el recuento manual de los sufragios en los mencionados condados. El asunto se complicó a lo largo de 41 días con discusiones jurídicas que pasaron por el Tribunal de Justicia de Florida —el mismo que autorizó el recuento manual— y llegaron hasta el Tribunal Supremo Federal de Washington —que revocó la decisión de los jueces de Florida—, denegó la pretensión de los demócratas y dispuso que cesara el recuento manual de votos de los referidos condados. Como resultado de esta decisión, el candidato del Partido Republicano obtuvo los 25 grandes electores de Florida. Fue esta la primera vez en que el más alto tribunal de justicia de Estados Unidos se ha visto precisado a intervenir en un proceso electoral, en el curso de la más apretada elección presidencial de la historia norteamericana.
Y es que el sistema electoral no contempla la representación proporcional en la elección de los compromisarios —salvo en los estados de Maine y Nebraska—, de modo que el partido que obtiene un voto o más de diferencia sobre el otro tiene derecho a elegir a todos los grandes electores del respectivo estado.
De acuerdo con las previsiones constitucionales, el colegio electoral formado por los 538 compromisarios elegidos por los 50 estados de la Unión y el Distrito de Columbia —al que pertenece la ciudad de Washington—, reunido el 18 de diciembre, dio 271 votos a George W. Bush contra 266 de Al Gore y una abstención. Y el 6 de enero del 2001 el Congreso Federal, en sesión conjunta de sus dos cámaras, hizo el escrutinio de esos votos y declaró vencedor a Bush, quien se convirtió en el presidente número 43 de Estados Unidos.
Pero el problema alcanzó características de tal gravedad que llevó a los norteamericanos a pensar en la conveniencia de ir hacia las elecciones universales y directas para designar al presidente. Según una encuesta hecha en esos días por la empresa Gallup y divulgada por la CNN y por USA Today, el 59% de los ciudadanos se pronunció en favor de la enmienda constitucional. Varios líderes de opinión la habían sugerido anteriormente. El presidente Jimmy Carter la planteó en 1977, aunque su iniciativa no prosperó. El sistema indirecto estuvo bien para Estados Unidos de hace más de doscientos años, en que la inmensidad de su territorio hacía imposible la relación directa del pueblo con los candidatos presidenciales. Entonces tenía sentido elegir a compromisarios del propio estado del elector, que eran los encargados de elegir al presidente. Pero hoy, con el desarrollo de los medios de comunicación de masas por satélite, las cosas son diferentes y ese país debería ir —y creo que irá— hacia la elección presidencial directa.
El sistema indirecto, aparte de producir distorsiones entre el número de votos y el número de grandes electores, entraña también el riesgo de que, en una votación de resultado estrecho, cualquier compromisario, no obstante haber sido seleccionado entre los más confiables militantes de un partido, vote por el candidato contrario el día de la elección, ya que sólo tiene sobre sí una obligación moral para con el candidato de su partido. En muy pocos estados existe una ley que obliga a los compromisarios a honrar su compromiso. De hecho se han registrado casos de deslealtad. En la propia elección de Bush un compromisario elegido por los demócratas en el Distrito de Columbia votó en blanco y no por Al Gore; y recuerdo al menos dos casos más: en 1976 uno de los grandes electores de Gerard Ford no votó por él y en 1988 hubo también la defección de algún gran elector, aunque ninguna de estas defecciones influyó en el resultado final.
En la contienda electoral del 2016 entre Donald Trump y Hillary Clinton, la candidata demócrata alcanzó alrededor de 200.000 votos populares más que su rival, triunfó en veinte estados de la Unión y en Washington D. C. —distrito de Columbia— y sumó 228 grandes electores, pero Trump ganó en treinta estados y obtuvo el voto de 279 grandes electores —9 más que los 270 requeridos—, con los que asumió la presidencia el 20 de enero del 2017.
Como se puede ver, el régimen electoral norteamericano tiene muchos problemas. Sin embargo, tiene también sus defensores, que basan su argumento en la defensa del derecho de los estados pequeños de la Unión norteamericana para expresar su voluntad, con algún peso, en la elección presidencial. Dicen ellos que con las elecciones directas los estados de alta población —California, Texas, New York, Florida, Illinois, Pennsylvania— asumirían demasiada influencia en las decisiones en perjuicio de los estados bajamente poblados —como Wyoming, que no llegaba a medio millón de habitantes a fines del siglo XX— y en consecuencia carecerían éstos de toda influencia electoral. En cambio, con el sistema indirecto —de colegio electoral— los estados pequeños mejoran su situación.
Los defensores del sistema recuerdan que éste fue creado al comienzo de la vida política norteamericana con el fin de dar una voz a los estados pequeños en las grandes decisiones políticas de la federación.
Si no se impone la voluntad general de ir hacia las elecciones directas y universales, al menos debería introducirse el sistema proporcional en las elecciones de los compromisarios para evitar que el partido que gane por un voto la elección en un estado tenga el derecho de enviar la totalidad de los grandes electores al colegio electoral. El sistema proporcional reflejaría de manera más aproximada el mandato popular. Daría expresión política a los electores de las minorías dentro de los estados. Ofrecería una cierta posibilidad a los llamados “terceros partidos”. Y conjuraría el problema de que quien resulte perdedor en la elección universal pueda convertirse en presidente de Estados Unidos por la intermediación del colegio electoral.